RESCATES
Alba Mujica (1916-1983)
› Por Marisa Avigliano
“Vete Simón vete, no quiero que te vea nadie”, decía Alba en Yo compro a esta mujer, una telenovela ambientada en el siglo XIX con Gabriela Gili como heroína. Lo decía escondiéndose en la penumbra, sus labios cortaban las palabras que después se veían mientras pasaban por el cuello y las tragaba. Daba miedo. Cubierta con un mantón oscuro que le debía haber prestado Bergara Leumann, el vestuarista de lujo, la malvada de turno era capaz de matar a un bebé o de encerrar para siempre a su hermana en un sótano. Cuando Alba aparecía en la pantalla del televisor se decía que era una actriz de teatro y que su trabajo en Las sillas de Ionesco había sido prodigioso. Alba era la mamá de Bárbara, el non plus ultra de la belleza en Las ratas –nadie como ella, sólo Graciela Borges después–, la hermana de René, el director de Hombre de la esquina rosada (1962) y la hija de Emilia Rosales, una actriz que recorría los teatros de la provincia de Buenos Aires (los primeros años la familia vivió en Carhué y después se mudaron a La Plata) con letra, vestuario e hijos. ¿Hay mujeres que están siempre en esas películas que supieron recorrer el camino por el que hay que andar? Sí, y Alba Mujica es una de ellas. Dos ejemplos alcanzan: Alba es La Muerte en Juan Moreira, de Leonardo Favio (vuelvan a mirar la escena en la que juegan al truco), y Andrea, el ama de llaves y amante de la ninfómana Laura (Isabel Sarli) en Fuego, de Armando Bo. Son grandiosas las escenas en las que espía –como si un cuadro de Balthus hubiera estimulado a Bo, ¿o fue al revés?– pero en competencia inquieta sin duda la escena que gana es la escena en la que Alba tiene en una mano un vaso y en la otra una pluma blanca con la que toca el cuerpo desnudo de Isabel.
En marzo de 1967, Falbo Editor publicó El tiempo entre los dientes, el primero (y creo único) libro de Alba Mujica, una novela, una autobiografía sin nombres verdaderos ni coartadas, un poemario en prosa, algunas cartas de amor y fragmentos de “oraciones mágicas” que desde Hermes Trismegisto a Eliphas L. Zahed nos recuerdan que, como se lee en la semblanza de la solapa, “la primera actriz del teatro del Río de la Plata pasó por la disciplina de la filosofía”. Es un libro anclado en la desmesura del dolor (sentimental y físico), con fragmentos de caprichosa puntuación improvisados desde un recuerdo que no siempre pudo ser falso: “en un instante todo se moviliza doctores enfermeras y yo descubierta hasta los muslos despojada de vendas y algodones perdido mi aspecto de momia egipcia con una rapidez vertiginosa bajo el ajetreo de seis manos me da risa tanto movimiento y toqueteo parezco invadida de ratoncitos blancos me miro riendo sólo me han dejado una banda blanca sobre el pecho con grandes manchas rojas a los costados y –No mire. Y quédese quieta; ahora va a doler, pero no se mueva. aprieto los párpados oigo el chasquido de una tijera como si alguien cortara cartón cerca de mi cara”.
Algunos dicen que para pagar deudas, otros que por veneración genuina, quizá por las dos cosas juntas, ¿importa? Lo cierto es que Alba, la actriz de “recia fibra”, ganó en la década del sesenta el millón de pesos que ofrecía Odol Pregunta (un programa de preguntas y respuestas que auspiciaba la pasta dental) contestando sobre vida y obra de Sarah Bernhardt. Alguna foto perdida en un archivo cinematográfico la muestra de pie y de tres cuartos perfil derecho esperando que el conductor –que en esa época era Cacho Fontana– le hiciera la pregunta final.
Toda ella era un estigma, los ojos que miraban más que otros ojos, la línea enjuta de su mandíbula Michelle Morgan o la voz fragorosa, sí, su voz, sobre todo la voz de Alba hablaba de Alba, será por eso que las líneas dramáticas que repetía son serpentinas pegadas en la memoria: “Vete Simón, vete”.
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