GéNERO
Doctora en Bellas Artes y activista de Toxic Lesbian, Gloria G. Durán investiga sobre el dandysmo como práctica de transgresión de género y descubre a las malditas, mujeres dandies que optimizan el concepto: por mujeres, lesbianas, masculinas, artistas. De paso por Buenos Aires, habla de sus favoritas y de por qué dandysmo y contragénero van de la mano.
› Por Roxana Sandá
Una obra de arte ambulante, alguien convertido en una suerte de hecho artístico, que tergiversa cualquier norma impuesta de antemano. Una persona que decide su propio ser y se construye como objeto autodecidido, a contrapelo del género y las categorizaciones femenino-masculino de normas burguesas, aburridas y antiestéticas. De estas prácticas transgresoras se nutre un dandy, protagonista doblemente maldito si resulta ser mujer. Desde 1996, cuando presentó su tesis, hasta la fecha, la investigadora española, doctora en Bellas Artes y activista de Toxic Lesbian, Gloria G. Durán, traza con obsesión antropológica los recorridos de una manga de maníacas geniales aglutinadas en el ombligo de un mundo que repudia el consenso social de la vulgaridad.
Durán pasó por Buenos Aires para realizar el taller Dandies por dos días, organizado por la Oficina Cultural de la Embajada de España y el Centro Cultural Rojas, y activó junto con Diana Maffía un conversatorio sobre el tema en el centro cultural Tierra Violeta. Acaba de publicar Baronesa dandy. Reina dadá. La vida-obra de Elsa von Freytag-Loringhoven (2013, Editorial Díaz & Pons), acaso la biografía de su personaje más amado. “La vida de la baronesa, la real, fue fatal y fulminante, brillante pero entre apolillada y delirante. El libro recupera su vida, que fue su obra”, dice de un texto recargado por la propia aristócrata indigente y sus amigas, dandies a contramano de la historia, que la autora había convocado en aquelarre anterior para su tesis sobre “Dandysmo y contragénero. Algunas dandies del período de entreguerras: Djuna Barnes, Romaine Brooks, Florine Stettheimer y la baronesa Elsa von Freytag-Loringhoven”, y en Dandies extrafinos (Papel de Fumar, 2012).
–No fue una elección caprichosa, tardé mucho en decidir, pero también fue un poco azaroso a partir de la fotógrafa y escritora francesa Claude Cahun. En mis cursos de doctorado estaba investigando fotografía en la posmodernidad, y en un catálogo sobre Cahun alguien puso la palabra dandysmo. Claro, me dije, la mujer dandy, y se convirtió en mi proyecto de fin de carrera. Me dediqué a indagar quién encajaba del modo más rotundo. Por eso mi percepción de la baronesa Elsa como dandy: ella era un objeto de arte, aun cuando su imagen es lo más antidandy que puedas imaginar, pero en mi conceptualización encaja perfectamente. O la ortodoxa, Romaine Brooks, que se dandyfica cuando se retrata como artista. Digo ortodoxa porque tiene una lectura más anglosajona. Y es que el dandysmo como fenómeno social se ubica en la Inglaterra de principios de siglo, de la mano de George Brummell. Brooks era rica, tenía esa libertad que te da el dinero y cierta sociofobia. Su génesis de artista se dandyfica hasta el extremo: al vestir no imita un frac como el de Marlene Dietrich, se pone otro tergiversado, un poco brummellesco, con levita más larga, una flor colocada en el ojal inadecuado. Reconozco que las otras, Djuna, Florine y la baronesa son un poco invento mío, vanguardistas producto de su época, surgidas en medio de un descontrol conceptual.
–Alguien que se convierte en una especie de objeto de arte en sí mismo. La marquesa de Merteuil, que según Baudelaire era la dandy más perfecta, ha calcinado todo rastro de humanidad y es el producto de su propia decisión. En Las relaciones peligrosas (Choderlos de Laclos, 1782) pronuncia una frase clave, algo así como “yo decido las propias normas con que se va a regir mi vida”. Esto explica el fenómeno del dandysmo, que al menos cuando se gestó fue contra las normas burguesas de la sociedad, que por supuesto se concibe como vulgar, y la vulgaridad es el gran demonio a erradicar. Y fue contra el consenso de cómo se construye una mujer, un hombre, una vida digna. Esa idea de la corrección consensuada al dandy se la pela, vamos, si se me permite utilizar mi slang madrileño.
–Sí, porque el dandy se ha construido desde la idea de marginalidad y las mujeres, por el hecho de serlo, ya son doblemente marginales. Las que abordé en mis trabajos tienen doble marginalidad como artistas y como mujeres, porque en esos ambientes de época siempre han sido bastante machirulos. La palabra que se utiliza para describir el contexto artístico es homosociability, una sociabilidad sólo de hombres, cierta sensibilidad más desarrollada que pertenecía a una galaxia supuestamente masculina, y las mujeres siempre fueron muy marginales en la retórica del arte. La pintora y escultora suiza Sofie Taeuber-Arp, pareja de Jean Arp e integrantes del movimiento Dadá de Zurich, era una artista potente que generó vanguardia. La primera que hizo un fotocollage fue Hannah Höch; sin embargo el famoso fue su amante, Raoul Hausmann, “el dadásofo”. Eran contextos restringidos y dominados por hombres.
–Lo que me gusta del fenómeno es que desdibuja esas grandes categorías: qué es sufrir o qué es gozar. En la introducción de Baronesa Dandy, hablo de vidas fatales porque es complejo sostener tu propia decisión con todo el aparataje, cueste lo que cueste, yendo sola hasta las últimas consecuencias. Eso es estoicismo, el “no me arrepiento de nada”, de Edith Piaff. Los dandies se ríen de esa supuesta felicidad. Djuna Barnes tiene textos en los que dice: “Abomino de la mujer burguesa porque no sabe ni lo que es el gozo ni el placer”. Tienen esa vida de los sentidos más intensa, la única digna de ser vivida. Y así es como lo quiero leer.
–Porque creo que son los andróginos de la historia. De algún modo, el género –y me apoyo en la filósofa Judith Butler– es muy performativo. Es la repetición de actos ya codificados, de lo que significa el guión de ser mujer u hombre. Los dandies recogieron ese guión, lo tiraron por la ventana y construyeron el suyo propio. Siguen haciendo una performatividad que intenta desdibujar esa idea entre qué es ser hombre o qué es ser mujer. Son objeto de arte pero no pueden entrar en categorías preestablecidas, van contra la idea de género normativizado. Por eso evitan la palabra mujer u hombre. Ellos son los andróginos de la historia y ellas, según el poeta y ensayista Luis Antonio Villena, deberían ser “ginandras”, por el femenino “gino” y “andras”, de andróginos.
–Ella era una dínamo sexual. Tuvo mil amantes y tres maridos. Vivía su sexualidad con cierta plenitud, en el sentido de que en sus confesiones sexuales, que son su autobiografía, no hay vuelta atrás. La baronesa se planta y dice “elegí esa vida porque me gusta”. De hecho tuvo sífilis y pasó una temporada en hospitales para tratarse con mercurio. Elsa lee la enfermedad como un reto, entiende que si una sobrevive a esto sale más combativa. Era muy guerrera, iba por lo que quería. Estaba obsesionada con Marcel Duchamp y con el escritor estadounidense William Carlos Williams. Tenía fascinación por los homosexuales en el sentido de que era un desafío más a su capacidad de seducción. De hecho sus tres maridos eran dandies con una masculinidad subdesarrollada. Agust Endell era muy femenino, Felix Paul Greve era homosexual cuando se conocieron y Leopold, el barón, al mes de casados, en 1913, se va a la guerra y luego se suicida. Elsa entraba en la redacción de The Little Review con una capa, la cabeza rapada, pintada de rojo, y de repente abría la capa y se quedaba desnuda. Margaret Anderson, la directora de la revista, se desesperaba por miedo de que llegara alguna de sus clientas y viera ese cuadro. La baronesa nunca habló de sí misma, pero logró que todo el mundo hablara de ella.
–En mis investigaciones hablo mucho de muerte y suicidio. En su último estertor, Brummell miró a la pared para que nadie viera esa cara distorsionada. Los dandies son espíritus muy power con una gran obsesión por causar efecto y luego desaparecer. Romaine Brooks y Djuna Barnes murieron en soledad, pero Djuna poetiza un poco su muerte: a los 22 años escribe un artículo sobre la forma correcta de morir. Hace una categorización de las muertes dignas porque una debe morir como ha vivido, con cierto esplendor. Y establece cómo debes morir según el color de tu pelo. Si eres rubia, lo tuyo es ahogarte; si eres morena, ahorcarte; si eres pelirroja, recluirte. Es lo que hizo. Con 42 años, luego del alcohol y las drogas en los entornos bohemios, fue a su pequeño departamento de Nueva York y se quedó hasta los 97 años, cuando murió. La base del dandysmo es la eterna juventud, no la belleza, por eso las que vivieron muchos años dejaron de tener vida social. Había una especie de terror agónico a que te vieran envejecer. Romaine vivió en una finca con su amante, Natalie Barney, durante la Segunda Guerra en el norte de Italia; más tarde fue a una de sus súper villas al sur de Francia, se separó de Barney y desapareció de la vida pública. Elsa apareció muerta sin más, aunque en sus años agónicos en Alemania especulaba sobre su posible muerte, de cómo quería morir y cómo quería que la enterrasen.
–¡Claro! La baronesa fantasea en varios textos: “A mí cogedme del pie y lanzadme con los peces de colores”, o “a mí enterradme como una vieja reina, en una concha mágica”. Pero lo que hacen con ella es lo más patético. No tenía dinero ni sus amigas tienen dinero para enterrarla. Recién una semana después de muerta, en París, un grupo de mujeres que incluía a Djuna Barnes y Thelma Wood la llevan al sector más barato del cementerio del Père Lachaise. Djuna llega a hacerle una máscara mortuoria, pero nadie se encarga de pagar los gastos y los restos van a parar allí donde ni siquiera ponen tu nombre, una suerte de fosa común. Ni siquiera hay registro de su muerte. En fin, que un día de diciembre de 1927 sus amigas la llevaron a enterrar, luego de los trámites quisieron acercarse a la última morada, como se dice, pero se perdieron, no la encontraron y se fueron a un bar a emborracharse. Y la verdad es que así imagino que va a ser mi muerte.
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