HOMENAJES
› Por Marisa Avigliano
Alejandro Urdapilleta parió mujeres, muchas mujeres, y hoy todas quieren hablar de él. Mirna Chávez Chacón de Machuca grita –mientras zamarrea al chico que dice suyo en la puerta de una iglesia– que ella es la única que puede hacerlo, que las otras turras no saben nada. El rouge de sus labios no conoce bordes, tiene el pelo largo, lacio y una peluca corta enrulada puesta como un sombrero. Llegó a la iglesia para interrumpir el casamiento de su marido con una “flaca bagaya”. Dice que están hace “once años casados de concubinato” y que un día él se fue a comprar mondongo y nunca más volvió. Ahora se lo deja a la novia si ella a cambio le da los regalos de boda. Mientras repasa la lista, su memoria uterina cita a Alejandro: “Rían festejen./Jijí, jajá./ Escuela de cretinismo. /Intercambio de baratijas./ Parición de forúnculos parlantes”. A metros del altar las dos mujeres se reparten yogurteras y sifones, hasta que Mirna grita “la pava que pita es mía”, se tira encima de la novia y le arranca pelos y tocado. Están en el suelo con las piernas abiertas chillando. Desde uno de los bancos de la izquierda las observa Vicenta la Filosa, la asesina serial que quiere que la traten con decencia, con respeto y sin humor. Mientras se limpia la boca con un pañuelito, dice que ella sabe que Urdapilleta no le tenía miedo ni se burlaba de ella como lo hicieron los cuarenta y ocho hombres a los que mató. “Me entiende o no me entiende”, dice cuando la interrumpe Eleodora Menéndez Betty de Rodondo, una viuda que espera testamento mientras baila con boleadoras y grita que será perra y vieja pero nunca chihuahua. ¿Usted pregunta por Urdapilleta? Anda por ahí escondido, escribiendo en un cuaderno Rivadavia de 194 hojas rayadas. Violeta Trunca escucha atenta, también su rouge abandonó labios y baja en la comisura derecha marcando una línea rota, se alisa la pollera con las dos manos y dice que todavía sufre anofobia –les aclara a distraídos que es terror al papel higiénico–, pide que desde donde esté Urdapilleta le recite “Sombra de conchas”, que ella lo espera con algunos versos: “¿Concha peluda? ponele spray/y atrás de todo mi muerte negra,/dientes de raso, pestañas grises”. Alejada del resto, otra mujer se toca nerviosa el nido de caranchos de su pelo, se llama Adela de la Sorna y es la jueza que condenó a un inocente, Moncho Robledo, a cuarenta años de cárcel: “Está libre y viene a rebanarme los senos”, ruge descuartizada sin sangre, ella también quiere demostrar su vínculo, ser parte de la familia pero no encuentra fotos de Urdapilleta, las quemó pensando que eran expedientes. Con la lengua gastada por pegar sobres (manda 150 mil cartas al mes a concursos televisivos) y una peluca verde de papel de cotillón, Coca di Lorenze pregunta si ahora Urdapilleta será adivinanza o crucigrama. Ninguna de las dos cosas, dice la señora Iris, una de las pocas rubias del grupo y madre de doce hijos modelos que viven en Europa. “Me quedé sola con la mucama, quise adoptar a un chico para que se me quedara acá y como no me lo permitieron me quedé paralítica.” La que pide silencio es Isadora, la cantante de ópera que recuperó la voz hace una semana y media después de estar treinta y tres años muda por tener sexo con 572 cosacos pelirrojos en la Rusia comunista. ¿Dónde está Urdapilleta?, dice mientras cuenta que la mala suerte la acompaña desde que su novio se cayó en una alcantarilla y ella se quedó tres semanas en cuatro patas buscándolo y metiendo la mano para ver si lo encontraba. “¡Basta! Bastaa!”, grita la poetisa Alma Bambú: “Esto está plagado de metáforas, digamos las cosas por su nombre, si vamos a buscar a Urdapilleta recitemos juntas el poema ‘La tarde del Pumper Nic’”. Después de un silencio y mientras una le presta el rouge a la otra, juntas declaman: “Qué tarde arbolada, jolgoriosa, rubicunda y trashumante me has legado...”
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