RESCATES
Elizabeth Aubrey Le Blond
1861-1934
› Por Marisa Avigliano
La niña rica irlandesa estaba enferma. Mientras los más chicos de la familia rodeaban como anillos los terraplenes costeros, ella sólo los imaginaba desde la biblioteca. La debilidad de Elizabeth (que había nacido en Londres pero que creció en los campos de Greystones, County Wicklow, en el sudeste de Irlanda) había replegado la naturaleza a los libros. El olor de las montañas le era tan ajeno que se acostumbró a vivir sin ellas y terminó olvidándolas: “Ya no pensaba en ellas”, escribió en sus memorias (Day In, Day Out, 1928). Como la lasitud no cesaba, su tutor a cargo –después de la muerte de su padre– decidió enviarla a los Alpes suizos. Nadie imaginó que la cura iba a ser más drástica que su eterno agotamiento y tampoco nadie imaginó que cuando Elizabeth viera por primera vez el puerto de la Diavolezza y las pendientes del Monte Blanco decidiera fundirse en ellos. El hada de las montañas de la leyenda diabla, esa que cuenta que los hombres que llegaban hasta ella se desviaban para siempre de su camino, había tentado al corazón de Elizabeth. En 1907 la relegada irlandesa enclenque se convirtió en la primera presidenta del Club Alpino de Damas, título que combinaba sin desteñidos con los veinte picos a los que había llegado antes que ningún otro alpinista. Hizo 113 ascensiones: los Ecrins, los grandes Jorases, el Rothorn por nombrar sólo algunos. La mujer en pantalones (obviamente estaban prohibidos, la hacían subir en pollera que ella se sacaba y que en algunas ocasiones volvía a ponerse para recibir un premio) era la única que en la Inglaterra victoriana pasaba las noches en los refugios de montaña rodeada de hombres. “Está escandalizando a Londres”, escribió su tía abuela, pidiendo que detengan las payasadas de su sobrina convertida ahora en un piel roja. Lizzie no leyó las tintas furiosas de su pariente, estaba organizando una escalada nueva entre los riscos de la nieve profunda y lo estaba haciendo ayudada por los guías, porque las doncellas personales que las convenciones le designaban siempre abandonaban la travesía. Se casó tres veces, tuvo un hijo (Harry Burnaby) con su primer marido, pero fue el apellido del tercero el que tomó como definitivo (su nombre de nacimiento era Elizabeth HawkinsWhitshed). Pero Elizabeth Aubrey Le Blond no sólo supo cómo olían las montañas sino que las fotografió y filmó. Desde las altas cumbres realizó no menos de diez películas alpinas, algunas en el valle de la Engadina suiza, incluyendo otras escenas de hockey sobre hielo en St. Moritz y de trineos en la Cresta Run.
¿La mujer alpinista era además cineasta? Sí, porque aquellas vistas hicieron que Elizabeth fuera una de las primeras directoras de cine del mundo, junto a Alice Guy y Laura Bayley. Mientras sus cortos se exhibían en catálogos, Cecil Hepworth elogiaba la extravagancia de su mirada. La señora de las montañas era también una artista de la cámara en altura. Escenas de velocidad cerca de las nubes daban vuelta en redondo las páginas de los libros leídos en la infancia. Como si un masticar rítmico y constante hubiera devorado las imágenes que desterraban medicinas y la entretenían en la vieja biblioteca irlandesa (recuerdo aquel ruido triturador en el cuento “Greenleaf”, de Flannery O’Connor: “Como si algo estuviera comiéndose una pared de la casa (...) fuera lo que fuese, había estado comiendo desde su llegada al lugar, se había comido todo lo que había entre la verja y la casa, y ahora, al llegar a ella, seguiría comiendo”) y las hubiera transformado después de haber respirado el aire del descuello, en luz de película.
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