VIOLENCIAS > ÁNGELES RAWSON
Su caso, uno de los más “buscados” en el ranking 2013 de Google, conmocionó a la opinión pública: una adolescente de 16 años de clase media, alumna de colegio privado, que en un suspiro es arrojada muerta y maniatada en un container de basura. La empatía social fue inmediata, sin recelos. Sin embargo, los medios omitieron plantearlo en el marco de la violencia de género, aun cuando desde un principio el abogado Pablo Lanusse, que representa al padre de Angeles, pidió que se juzgara al acusado bajo la figura de femicidio.
› Por Roxana Sandá
Una chica escucha Linkin Park en su habitación. Lo que suena es “Roads Untraveled”: “No llores por las rutas por las que no viajaste”, dice la letra. La chica, que este año cumple 17 y proyecta un futuro universitario, sonríe despreocupada. ¿Qué podría sucederle? Lo que sea, llegará. Es una fan otaku y cierta melancolía la acompaña, como sucede en tantas tribus punks o darkies. Desde su habitación de Ravignani 2360 ensaya gestos para los próximos cosplays, esos concursos de disfraces con inspiración animé que la tienen entre lxs preferidxs. Brilló en los últimos encuentros, cuando se transformó en Inglaterra, el joven de la parodia japonesa “Hetalia”. Un muchacho obstinado, educado y obsesivo, que tiene de amigos imaginarios un conejo volador, un hada, un unicornio y un gnomo. Cínico y romántico, experto en perder cosas, un pirata que no sabe nadar. Angeles “Mumi” Rawson llegó a sacarse fotos de aquella interpretación para compartirla con otrxs cosplayers en Facebook, un espacio de la confianza reducido a su tribu, a su carácter reservado, nada más lejos de lo que la red postearía este 23 de octubre, cuando su padre, Franklin Rawson, escribió: “Hoy nuestra Mumi cumpliría 17 años... su mamá, su papá y sus hermanos pedimos una oración especial por ella”.
Las redes se caen a pedazos cuando una chica de ciudad aparece muerta en un basural del conurbano, golpeada, quebrada y con signos de abuso sexual. Fue bisagra el 11 de junio, cuando se descubrió el cuerpo que se suponía en el colegio Virgen del Valle, y el cumplimiento de las leyes que protegen la intimidad de lxs chicxs mutó en un bluff de pantalla plana. Otro explosivo mediático estalló dos años antes, cuando secuestraron a Candela Sol Rodríguez, la niña que nueve días después de su desaparición fue hallada muerta dentro de una bolsa de basura en un baldío de Villa Tesei, mientras que las cámaras se comían el dolor de su madre, Carola Labrador.
A Angeles Rawson la fagocitaron con hambre similar. La representaron (van unas tres mil horas de televisión) con muñecas barbies desnudas, víctimas de violencia de género; se publicaron imágenes del cadáver en la cinta de separación de residuos de la Ceamse; buscaron gente de su estatura para introducir en bolsas de residuos y detallar cómo se empaquetan cadáveres; sobraron editoriales de morbo adrenalínico, detallando los golpes y lesiones sufridas en la Planta de Tratamiento Mecánico, y producciones televisivas que siguen escenificando en videoficción el ataque sexual seguido de muerte por el que está procesado el portero del edificio, Jorge Mangeri. El caso fue sobreexplotado para agitar la temperatura social, para acusar al Gobierno de encubrir a sospechosos del crimen, para reinstalar términos como inseguridad y garantismo. Lxs indignadxs vernáculxs volvieron a pedir mano dura mientras a diestra y siniestra se repartió información vital que se cruzaba en el secreto de sumario. Cuántas veces hubo que tolerar la pregunta ¿qué hay detrás de la muerte de Angeles Rawson?, o las insinuaciones de un perito de la defensa sobre actos sexuales sadomasoquistas consentidos. “Como psiquiatra, estuve en contacto con gente que tiene prácticas sadomasoquistas y tiene las mismas lesiones (que Angeles)”, escupía el médico legista Adolfo Méndez al canal de noticias C5N.
Angeles Rawson fue la segunda persona más buscada en el ranking 2013 de Google, después del actor canadiense Cory Monteith, uno de los protagonistas de la serie Glee, muerto por sobredosis de heroína y alcohol. La repercusión inmensa del caso Angeles, dirá la historiadora Lila Caimari, “es la banalidad de la escena: la chica volviendo de la escuela, el portero que la saluda. El femicidio se conecta con lo banal cotidiano; puede sucederle a cualquiera, en cualquier lado. Tenemos curiosidad por la persona que se permite matar a alguien, y descubrimos que no hay nada diferente de nosotrxs. En este territorio hay un regodeo del periodismo compartido con la audiencia. Las cifras del rating están ahí”.
La psicosis colectiva no aconteció por las dudas creadas sobre la cadena de custodia de las muestras de ADN ni por la autoincriminación de Mangeri cuando estuvo frente a la fiscal Paula Asaro, menos por el remache permanente sobre un tercer individuo en la escena del crimen. Se armó un combo de sensacionalismo y conmoción creados para facturar horas de aire y dejar babeando a una audiencia a la que se le imponen roles intrusos sobre muertes que “garpan”, esta vez la de una adolescente cosificada por el deseo y la desconfianza visceral, y su cuerpo, convertido en escenario y espectáculo de las miserias argentinas.
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