LETRAS > MARíA MORENO
Habrá quien haya conocido, quien se haya dejado mecer por esta voz, por primera vez este mismo año, en que se reeditó El Affair Skeffington (Mansalva) y se publicó Subrayados, leer hasta que la muerte nos separe (Mardulce). Suerte para esa persona, entonces, que puede seguir buceando en los textos de esta periodista poeta que escribe sobre su tiempo. Que marca su ritmo al tiempo.
› Por Marisa Avigliano
En algún momento, cuando a todos les costaba, María Moreno escribía a tontas y a locas. Sabía sacar la ventaja necesaria al hacerlo, algo muy propio de ella, para poder dar el paso siguiente sin presunción ni jactancia. A tontas y a locas, sí. En ese cuarto propio en el que se enseñó a leer y a escribir de oído, la constancia de ritmo la daban –después se sabría– los pasos de alguna ceremonia desconocida, que la instruyeron “a tontas y a locas” también y que le dieron una apariencia física acorde con su estilo, de una fragilidad y una pereza inimitables, como si aislara en un instante de tímida indiferencia un repertorio ilimitado de escenas de miedo.
Es curioso –y será estudiado con esmero, esperemos– el grado de atención por los temas de María Moreno, que de vuelta convoca el ataque y la fruición felinas. Un tema dura lo que debe durar, de acuerdo con este sistema de rasguños y huellas. La atención desaparece, la intención empieza a extinguirse como la sonrisa del gato de Cheshire. Hay un criterio y un canon María Moreno. No es cuestión de exagerar (sobre todo de exagerar los anhelos), pero el hechizo de su desencanto es mera sabiduría, una especie de antídoto legítimo contra “las buenas intenciones”.
María Moreno parece provenir de manera directa de un linaje de periodistas poetas que el curso anticuado de modernidad hiperbólica adoptado en nuestras aulas no puede rechazar por ignorancia. De Djuna Barnes, por ejemplo, que anotó a la sombra del pullover exquisito de Jim Joyce sus cláusulas indistinguibles: “Nunca perdonar. Vivir un poco a ciegas despierta. Ser por la noche soñada sobriamente. Nunca pedir amor. Nunca negarlo. Cerrar con cuidado la hornalla de fábulas inexorables del sentido común. Premeditar el incendio. Apagarlo sin aliento. Sentarse a acurrucar certidumbres. Peinar sólo violetas imperiales. Exigir más de una vez por año un naufragio. Amar, por supuesto, las flores más que los frutos. Los puertos, no las puertas. No sentirse sola nunca sin marido”. El Affair Skeffington resta sombra y participación a estos artificios culturales, suma puntos cardinales e ilustra la única parábola posible. Léanlo y trácenla.
Es infrecuente que la práctica del periodismo siga siendo, después de años, imprevisible y riesgosa. Contra la actividad, la actitud; no hay una sola nota de María Moreno que pueda leerse con la tranquilidad de una suma de enunciados anónimos. Cada renglón tiene su rúbrica, cada palabra la implora o la denuncia. Esto se debe seguramente a su locura de escritora, a ese salto misterioso dado quién sabe cuándo –antes de cualquier relato, poema, informe o crónica– que iniciaba ya la leyenda en el curso mismo de la escritura. Cuesta decirlo porque parece una vanidad de la que escribe, no de la que es, pero muchas nos dimos cuenta de que vivimos “en los tiempos de Ma. Mo.”.
Eso implica una relación extensa, extrema y complicada. El tiempo y sus recovecos pertenecen a María no por decisión de ella sino por decisión del tiempo. Truman Capote alguna vez confesó que ya no daría abasto para contar lo que quería, porque su voz había empezado a atrasar. La de María ha tomado la precaución de estar siempre en hora, en gran medida por no necesitar débiles artificios ni alarmas significativas. Es una voz a la que le gusta cierta opacidad convexa, voluntariamente no estridente, que sabe disimular las peripecias del énfasis a la buena entonación de las metáforas y los símiles. En la medida insolente en que nunca se aseguró nada, el registro refleja o traduce la vacilación misma, que es esa amarga victoria de la angostura sobre la angustia, y el tiempo nace bifurcado en las direcciones que importan, en la aventura cabal de lo ambivertido.
Este año alguien descubrirá a María Moreno en la mesa de novedades, (reeditó El Affair Skeffington en Mansalva con un posfacio épico y publicó Subrayados. Leer hasta que la muerte nos separe en Mardulce), le damos la bienvenida a ese alguien y le decimos que busque más textos Moreno, que los busque por todas partes. En las condiciones circunstanciales que la soberanía del tiempo establece, no son Skeffington ni [los] Subrayados los únicos libros que impongan la trayectoria de María Moreno en la literatura argentina. El primero, por su apocrificidad obvia y los resultados enclenques de su codicia urbana (anacronismo, resonancias en virtud de su lejanía, aprontes en actitud de retirada); el último, que podría llamarse subtemas, por la aplicación casi sumisa a pasiones ajenas. En realidad, y no a causa del efecto de retombée melancólico que provoca una consagración, por discreta que sea, hay que seguir descubriendo a María Moreno en sus notas desparramadas, en Vida de vivos, en Banco a la sombra o en el libro que está escribiendo o por escribir, porque siempre la atención y la curiosidad vacilarán sobre los enfoques verdaderos, y la variedad entablará otros seguimientos, menos seguros de sí mismos a pesar de la impostura ya estabilizada. Se escribe en estado de temblor, se escribe en estado de miedo, se escribe sobre “los tableados reinos del género drama” (O. L.). Como receptora de una influencia única, por foránea, por renegada, por renegrida, María Moreno aprendió a caminar al son de la fragilidad verdadera, digamos, de Jean Rhys; poco tiempo más tarde se hizo extranjera y nostálgica referencia a los bajos mal iluminados de cierta marginalidad local ya bien atendida. En esa trayectoria, en ese tránsito, muchos empezaron a halagarla sin advertir cuánto tenían que leer. Todo lo demás es biografía. O leyenda.
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