RESCATES
Conchita Cintrón 1922-2009
› Por Marisa Avigliano
Una nena cruzaba las calles de Lima seguida por sus animales. Un cerdo, un burro, un perro y varios conejos avanzaban tranquilos detrás de sus pasos, los había amaestrado en el jardín de su casa porque su papá, un militar puertorriqueño, le daba todos los gustos y los gustos de la pequeña Concepción siempre tenían olor a animal. A los doce la seguían los caballos y fue entonces cuando el rejoneador portugués Ruy da Cámara la soñó torera. ¿Una mujer entre toros? Sí, pero “fui mujer de casualidad”, decía cuando elogiaban su feminidad en la arena, “sin sensibilidad no hubiera podido ser torero, no sé si fui femenina delante del toro porque el torero no se ve, el torero siente”. Concepción Cintrón Verrill nació en Antofagasta el 9 de agosto de 1922, murió en Lisboa el 17 de febrero de 2009 y fue la mujer más importante que tuvo el toreo a caballo y un referente de la tauromaquia peruana (era un bebé cuando sus padres dejaron Chile y se mudaron a Lima). La mejor rejoneadora –se llama así al matador de toros a caballo– de la historia debutó en una corrida benéfica a los catorce años en la limeña plaza de Acho; unos meses antes ya había matado a su primer toro en un campo de reses bravas, propiedad de un amigo de su padre. Después llegaron las corridas en México y con México su fama de estrella de cine. Ahora Conchita era la Diosa Rubia del Toreo –los bautismos patrios se superponían porque también fue “la novia de Colombia”– y aparecía en las salas madrileñas anunciada como “¡la única mujer que, con capote, muleta y estoque, es un fenómeno de la moderna tauromaquia!”.
Cuentan que sólo tuvo tres heridas considerables, la última fue en Guadalajara, cuando una cornada cercenó su muslo y tuvieron que llevarla a la enfermería, pero lo importante en esta historia no es el linaje del desgarro, sino las voces que aseguran que después de recibir los primeros auxilios Conchita se escapó de la enfermería, volvió al ruedo, mató al toro y cayó desmayada sobre la arena.
La nena que se entretenía domesticando animales y llegaba a la escuela como Ben Hur en patines y arreada por una de sus perras, recorrió el mundo y toreó –a pie o a caballo– en más de quinientas corridas y novilladas. En la arena, pisó sangre de amigos muertos y recibió las alabanzas que recuperaban aquella destreza manual ganada en el pasado de la infancia. En el instante final, cuando una brusca transformación élfica de los banderilleros borraba razones invocando a los toros galácticos de la astronomía, la plaza entera temblaba mirando a Conchita meter la muleta en la cara del toro. Se retiró en los años ‘50 en la España de Franco cuando estaba prohibido que las mujeres torearan a pie, pero aquella tarde en Jaén, Conchita desobedeció órdenes y se bajó del caballo, le sacó el estoque y el capote al novillero que iba a dar la estocada final y la dio ella. La Guardia Civil no tardó en llegar a la arena, pero el arresto de la torera duró apenas un momento porque la plaza entera se levantó para impedirlo. Los gritos taurinos la salvaron del castigo franquista y la cubrieron de flores. Cuando dejó de oír el ruido de los cascos enterrándose en la arena, la inquietud de las mulillas y el eco de las espuelas del picador golpeando en el estribo, se dedicó a escribir. Publicó varios libros, uno de ellos prologado por Orson Wells, y también sus memorias, claro. Nunca se sintió sola en el medio de la plaza con un toro: “El toro es parte de una, delante de un toro tienes el alma llena”, decía con el pelo blanco recogido frente a un micrófono un año antes de morir. Mientras con educado cansancio frente a la misma pregunta de siempre repetía: “En el ruedo todo es vida, la muerte no es sino su sombra”.
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