ARTE
La belleza desgastada (o desatada) se exhibe en Fulgor, la actual muestra de la artista Verónica Gómez.
› Por Daniel Gigena
La obra pictórica de Verónica Gómez (Buenos Aires, 1978) parece avanzar por capítulos. Segmentos autónomos de obras, algunas de ellas realizadas por encargo, que conforman series autónomas y a la vez integradas en una narración que incluye aves plateadas que habitan la noche, animales domésticos de una aristocracia cordial, fragmentos para el retrato de una humanidad en fuga. Licenciada en Artes Visuales por el IUNA en 2003, asistente al taller de Pablo Siquier, becaria de varios programas nacionales, premiada en concursos, Gómez también trabajó como curadora de muestras de otros artistas y desarrolló una tarea crítica en medios gráficos y en textos de presentaciones o catálogos. Su escritura, como su obra pictórica, refleja una amable tensión entre la academia y las búsquedas personales. Incluso esta muestra que expone ahora exhibe ese desdoblamiento de la artista como crítica (o de la artista como una espectadora más de su obra).
En Fulgor –una instalación con diversas pinturas de temas clásicos (flores, retratos, pastiches), muebles antiguos y redecoración de la sala de Gachi Prieto Gallery– la coexistencia de códigos estéticos (el pictórico, el teatral, el literario) presupone también una segunda mirada sobre lo hecho hasta el presente.
En una de las paredes, todas ellas pintadas de púrpura, un autorretrato de la artista como niña vieja domina la sala, convertida por acción de las pinturas de flores y de los muebles en el atelier de una casona situada en el pasado. Esa torsión temporal crea asimismo un alter ego en el espectador, especie de visitante –lo espera una taza de té sobre una mesa intervenida con el motivo recurrente de un tapiz decimonónico– cultivado, amante de las artes, levemente irónico. Una ironía sin malicia, que es sobre todo un homenaje, sobrevuela la muestra: Gómez imita la paleta y la temática de artistas nacionales aún poco valorados. A veces en la piel de Ramón Gómez Cornet, cuando pinta el retrato de una niña fantasma; a veces en la de Emilia Gutiérrez, precursora en el arte de develar la vejez en la infancia, y viceversa.
Una gran obra en óleo sobre tela, sin enmarcar, titulada Dos rosas, está nimbada de un blanco sucio que recubre pálidamente rosados y ocres avejentados. Aquí la figuración de la acción del paso del tiempo que desgasta la belleza (la obra parece provenir del fondo del siglo pasado) se enlaza con la recuperación como gesto estético contemporáneo: la belleza está ahí donde se diluye y se pierde. En un mundo donde los muertos deben olvidarse en duelos instantáneos o son ridiculizados como zombis espásticos portadores de una infección mimética, los trabajos de Gómez –citas imperfectas, camafeos de una armonía entrevista en sueños o en la niñez, caleidoscopios florales, perfumados (para sumar el sentido del olfato en la sala se utiliza un aromatizador que la artista dejó preparado)– actúan en una dirección contraria: exhuman restos y los exhiben como paradojas o enigmas anímicos; resucitan estilos que en absoluto estaban muertos (solamente habían sido olvidados) para interpelar el presente sin complacencia; modulan misterios ancestrales como plegarias ópticas. La cantidad de pinturas con flores –jazmines, geranios, lilas y rosas– nos hace desconfiar de la representación del centelleo de un jardín secreto: flores como tributos del presente al pasado, de la literatura a la plástica, de los vivos a los muertos, del tiempo relativo a la continuidad de una comunidad donde el ojo, como indica una delicada pieza del conjunto en una repisa, es apenas un detalle.
En Gachi Prieto Gallery (Uriarte 1976), hasta el 28 de febrero. Martes a viernes de 13 a 20 hs. Sábados de 12 a 18 hs.
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