RESCATES
Joyce Mansour
1928-1986
› Por Marisa Avigliano
Perfil egipcio para una inglesa que murió en París, perfil egipcio para la voz de una mujer surrealista. Joyce Patricia Adès nació en Bowden, Inglaterra, pero es del Oriente próximo, de las tierras de El Cairo y es definitivamente Joyce Mansour la erótica impetuosa. La escritora fetiche. Dieciséis libros de poesía, novelas, obras de teatro y dos lenguas –a veces inglés, la mayoría de las veces francés– instalan palabras en la boca hasta la sed, hasta quebrar el respiro. Cualquiera de estas dos escenas define la lava léxica de Mansour, la vitalidad sustantiva con la que transita ánimos y deseos. La mujer es su objeto de focalización incitante y desde ahí transforma su voz en sexo, está dentro de él, conoce la intimidad que narra y lo hace con humor y desconsuelo. Sí, es graciosa y es también despiadada desde el sonambulismo petrificado de sus palabras que salen a buscar libertad espiritual en la unión sexual. Sexo con mujeres, sexo con hombres, siempre sexo. Erotismo absoluto. “He buscado tu nombre en las bocas de los moribundos/Te he besado a pesar de mis dientes postizos/Te he acariciado los senos marcados por la angustia/Cierva a rayas de llameantes ojos/Mujer maldita con pies de jade.”
Alimentada con la papilla surrealista de Eros y Tánatos, ella es noche, hombre, plata y alma mestiza, es mujer espejo y seno sin gestos. Ave de presa nocturna, Mansour es un brebaje afrodisíaco no siempre delicioso, no siempre amargo y es una mujer desnuda que flota entre despojos con bigotes de acero. Mientras sus poemas gritan de angustia, ella saborea la venganza. La mujer que compartió arenas bretonianas se casó dos veces; su primer marido murió enfermo de cáncer en 1947, Joyce le dedica a la enfermedad (que causó también su propia muerte) estrofas y diatribas en sus Islas Flotantes (Histoires nocives, 1973) tendiendo una red de peripecias desvariadas con olor a hospital, sexo y escatología. Con el segundo, Samir Mansour, miembro de una colonia de franceses en El Cairo, compartió un idioma nuevo, apellido y un almanaque itinerante entre Egipto y Francia. Todos sus textos mordientes jadean su deseo por el deseo sin fin: “He robado el pájaro amarillo/que habitaba en el sexo del diablo./El me enseñará a seducir/hombres, ciervos, ángeles de alas dobles./El se llevará mi sed, mi ropa, mis ilusiones/El dormirá/pero mi sueño corre por los tejados/susurrando, gesticulando, haciendo el amor violentamente/con los gatos”.
Se la ha traducido poco, se la publica menos. La recita Fernando Noy pensando en las antenas ambulantes de las langostas cuando raspan el semen de los barcos dormidos, la fotografió Man Ray y muchos como Pierre Alechinsky, Roberto Matta y Max Walter Svanberg, entre otros, hicieron dibujos con sus palabras.
La Venus Anadiómena con cuerpo aguzado y nariz afilada, a la que imaginan algunos como una diosa del atletismo egipcio, la Louise Labé concentrada en sí misma es una poeta irresistible y aterradora que se distrae trucando sueños en pesadillas cuando, barroca, exprime las palabras que chilla el cuerpo hasta la más quimérica de las metamorfosis. Una sonámbula de mar abierto.
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