Viernes, 21 de marzo de 2014 | Hoy
COSAS VEREDES
En India, un hombre inventó una máquina de hacer toallitas sanitarias baratas que busca cambiar la triste realidad (menstrual) de su país.
Por Guadalupe Treibel
Cuando una niña se hace señorita en la India, suele recibir las explicaciones del caso: que no hay por qué asustarse, que es normal, que ya es una mujer. Y, a la vez, otro tirón de prédicas menos habituales: que si menstrúa, no debe tocar alimentos para no contaminarlos; que si toma una fruta o verdura habrá de pudrirse al tacto; que debería estarse alejada de santitos o ídolos en aras de no profanarlos; que mejor será que duerma en habitaciones separadas; entre otras infamias. Incluso puede escuchar que mejor no usar toallitas, porque quienes lo hacen quedan ciegas o no se casan nunca... Mitos y leyendas revisten una temática tradicionalmente tabú con consecuencias fatales en una sociedad donde el 80 por ciento de las mujeres asegura que la sangre durante la regla es “sucia”, donde apenas el 30 por ciento de las infantas sabe qué es la menstruación previo a tenerla por primera vez.
“Muchas mujeres en India son consideradas impuras cuando están con el período y son discriminadas. No pueden participar de reuniones familiares o tocar una jarra con agua”, destacó el pasado año Archana Patkar, experta del Consejo de Suministro de Agua y Saneamiento Colaborativo (Wsscc), dependiente de la ONU. Y ofreció datos inquietantes en materia de higiene menstrual; entre ellos: que de las 335 millones de damas y damitas del país, sólo un 12 por ciento accede a compresas o paños higiénicos. Y 200 millones ni siquiera tienen información adecuada sobre cómo estarse aseada y pulcra (y, por tanto, saludable) en ese momento del mes, una situación que tristemente se ve replicada en otras zonas del sudeste asiático y la Africa subsahariana.
Por suerte, existe “El Hombre Menstrual” (así, tal cual suena) que, sin capa ni armas hechas de concentrados tampones, se ha vuelto uno de los héroes de su India natal. A tal punto, que existe un documental sobre su historia de vida –con nombre homónimo, estrenado en 2013 y dirigido por Amit Virmani–, y autoras y activistas como la canadiense Susan G. Cole lo llaman un “feminista honorario”. A tal punto, que el tipo da conferencias TED y gana premios como el National Innovation Foundation Award y se lo entrega la ex presidenta Pratibha Patil. Pero, ¿cuál es el superpoder de tamaño personaje? Pues, simple: la empatía. Y el empeño, eso también hay que decirlo.
El cuento de Arunachalam Muruganantham –ése es su nombre– comenzó en 1998. Recién casado, muy enamorado de su señora Shanthi, un buen día el buen hombre notó que la media naranja le escondía los “trapos asquerosos” que usaba durante la menstruación. Cuando le consultó por qué no compraba toallitas, ella le explicó que eran tan caras que debía elegir entre ellas o leche (y a saber: primero está el alimento de la familia). “¿Por qué 10 gramos de algodón de 0,001 dólar se venden a 0,07 dólar?”, se cuestionó el protagonista. “¿Cómo es posible que sean 40 veces más caras?”, redobló. Y, así nomás, tomó una decisión: él mismo las haría más baratas.
Entonces empezó a investigar y descubrió que poquísimas indias usan toallitas. O peor aún: que usan trapos viejos que ni siquiera secan al sol (por vergüenza), razón por la cual nunca terminan de desinfectarse. O, extremo horror, prueban con arena, aserrín, hojas de diario o ceniza... Descubrió también que el 70 por ciento de las enfermedades reproductivas de su país eran disparadas por la falta de higiene menstrual.
Más estimulado que nunca, hizo una primera versión de una toallita y pidió voluntarias –tarea difícil, porque ¡ni sus hermanas quisieron prestarse al experimento!–. Pues nada: las probaría él. ¿Cómo? Inventándose un... útero. Usando la cámara de una pelota de fútbol, la rellenó de sangre de cabra –con aditivos, cosa de no coagularla– y le hizo unos pequeños agujeros; luego, se la puso y salió a caminar, a andar en bicicleta, a correr, midiendo el nivel de absorción de su (fallido) prototipo. “La gente del pueblo me consideraba un pervertido que se había vuelto loco”, cuenta el hombre cuya mujer, sospechando de las actividades de AM, resolvió abandonarlo. Su madre, horrorizada, hizo lo propio. Lo peor, narra, fue cuando los aldeanos de su rural Coimbatore creyeron que estaba poseso por espíritus malignos e intentaron encadenarlo de cabeza a un árbol hasta que un brujo lo curara. Prometió que se iría del pueblo y lo dejaron tranquilo. Solo, pero sin ataduras.
Cuestión que AM continuó su iniciativa. Estudió de qué estaban hechas las toallitas las multinacionales, descubrió que la celulosa de las cortezas de madera era el elemento clave e inventó una maquinola para maniobrar el material. Su primer modelo fue tan simple que –al mostrárselo al Instituto Indio de Tecnología (IIT), de Madrás– le dijeron que era imposible que compitiera con las grandes fábricas. Muruganantham les explicó, entonces, que su intención nunca había sido competir sino “crear un nuevo mercado”. Y así fue: en 18 meses, fabricó 250 máquinas que llevó a los pueblos más pobres y menos desarrollados del norte de India, que vendió a ONG y grupos de autoayuda de mujeres por valores economiquísimos.
De a poco, se multiplicó la intentona y fueron 1300 aldeas donde las máquinas son maniobradas por mujeres –que producen y venden módicamente, evitándoles a las clientas la incomodidad de ser atendidas por varones–. Es más: en ocasiones, cuenta la BBC, ni siquiera las venden: las canjean por cebollas y papas. “Tengo la patente de la única máquina en el mundo para hacer toallas sanitarias baratas. Cualquier persona con un master inmediatamente acumularía el máximo de ganancias. Pero yo no quiero. ¿Por qué? Porque desde que era niño aprendí que ningún ser humano se muere de pobreza, todo pasa por ignorancia”, definió AM en una oportunidad. Un obrero que tuvo que dejar el colegio a los 14 para salir a trabajar y, ya de grande, inventó un aparato que tiene por meta cambiar el mundo, una toallita sanitaria a la vez. Con su proyecto expandiéndose a 106 países del globo, sólo podemos cruzar los dedos para que lo consiga.
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