VISTO Y LEÍDO Abrir una novela de Gabriela Cabezón Cámara es como desplegar un universo de reglas, mitos y música propia, donde la resistencia a lo que oprime se ejerce al ritmo de la fiesta y el exceso. Una villa convertida en santuario en La Virgen Cabeza y una víctima de trata que se transforma en la bella durmiente para que algo de ella quede a salvo en Beya (Le viste la cara a dios) se convierten en trilogía con el último libro de esta autora orillera que duda de la existencia del “centro”. Romance de la negra rubia es una novela sobre una okupa que se quema a lo bonzo, sobrevive y se convierte en una líder política. Sin cara, dicho sea de paso, aunque en pareja con una suiza y muy enamorada.
› Por Guadalupe Treibel
“Hay que comenzar a contar por algún punto y podría ser cualquiera: el mismo Génesis con árbol, prohibición, serpiente, mordida y hombre y mujer en pelotas, avergonzados y sollozantes huyendo de la ira de Dios a ganarse el pan con el sudor de su frente y a parir con dolor, o incluso antes del Génesis se podría empezar, porque el judeocristianismo será el principio de algo pero no de todo y para cuando empezó ya habían expulsado de otro edén al primer hombre de los brahmanes por comer de otro árbol y, en la Persia de Zoroastro, a otro primero, por mentir y así, cada pueblito con su paraisito perdido y su principio de principios”, anota Gabriela Cabezón Cámara, la autora, la periodista, en Romance de la negra rubia, novísima pieza literaria. Esta, su fragante novela, pisa sobre el paso que dejara marca con La Virgen Cabeza, su primera obra, y vuelve al dominio de las referencias, del cuento enriquecido, del sustrato mítico-cultural, mítico-religioso, la leyenda inventada.
Antes, una travesti profeta con nombre de reina de dinastía y Antiguo Egipto –Cleopatra– reflotaba su comunidad gracias a piscicultura y mensaje divino, ennoviaba con una periodista villera, se convertía en estrella, armaba familia (La Virgen Cabeza, 2009). Ahora, una poeta okupa cuenta el cuento del sacrificio, quemada a lo bonzo ante la amenaza de desocupación, convertida en espectáculo mediático y espectáculo político; ahora la poeta crea imperio y tiende redes, transforma su cuerpo derretido en performance digna de bienal y, en el colmo de las circunstancias, se enamora de una suiza millonaria que le regala su rostro (Romance..., 2014). Sobre ese esqueleto, las mejores pieles: referencias grecorromanas, referencias cristianas, referencias de archivo contemporáneo. Y una pluma barroca que reemplaza el frenesí de la cumbia por el ímpetu del show que rodea a una sacrificada.
Con humor deliciosamente negro y apasionado delirio y desmesura –como cualquier buen mito que se jacte de tal–, el relato publicado por la casa editorial Eterna Cadencia cuenta con verdad “la crudeza de la realidad social de los más postergados, los marginados, los destratados”, como bien definiese el escritor Martín Kohan. Y parafraseando las propias líneas de Cabezón Cámara, lo hace inflándole el bombo a un instante cargado, embarazado de desastre, amén de santificar la fiesta –en la que se convierten los libros dignos de ser leídos–. Sobre mitos y leyendas, marginalidad, centro y tantísimo más, habla Gabriela con Las12.
El puntapié inicial que dio origen a tu última obra, la nouvelle Romance de la negra rubia, fue una imagen...
–Sí, hace 12 años vi una foto que me impactó: en el medio, un hombre prendido fuego y, saliéndose de cuadro, los borceguíes de dos miembros de una fuerza de seguridad que –claramente– huían de él. Entonces leí la nota, que explicaba cómo este pobre chico de 31 años había sido desalojado, al igual que tantas otras personas, a pedido del gobierno y con autorización de algún juez. Cuando estaba ocurriendo, él dijo: “Si entran, me quemo”. Entraron y se quemó. Agonizó quince días y murió. Ese día, quienes habían tomado las casas protagonizaron una batalla campal con la policía y, graciosamente, sin que se comprenda el porqué, quince días más tarde los mismos que los habían desalojado deciden devolverles sus hogares. Como si hubieran aceptado el sacrificio. Como si fueran dioses del Olimpo... Si lo pensás, el sacrificio es el acto inaugural de casi todo mito civilizatorio. ¡Ni qué hablar de la mitología cristiana, donde el sacrificado es literal y por voluntad propia! Cuestión en la que empecé a prestar atención y noté que, por ejemplo, si falta un semáforo en una esquina, hasta que no atropellan a alguien no pasa nada. Pareciera que fuera necesario un muerto para desencadenar una acción. Mismo en la toma anterior del Parque Indoamericano: cuando se discutía entregarles los terrenos a las personas, ¿qué argumentaban? ¿Hay déficit de vivienda? ¿Hay que redistribuir la riqueza? No, decían: “Hay que dárselos porque hubo varios muertos”. ¿No será que hay que dárselos porque no hay casas? El sacrificio no sólo habilita la acción, incluso la posibilidad de una cultura o de un mito.
En el caso del libro, la protagonista –una poeta– se quema a lo bonzo frente a cámaras televisivas para resistir el desalojo y, a partir del gesto y la supervivencia, se vuelve líder de su comunidad, estrella, e incluso obra de arte. En una columna del diario Perfil, Martín Kohan destacó que, además de producir un mito, narrás su creación...
Muy generoso Martín; si él lo dice, no se lo voy a discutir. Pero sí, la cultura tiene un sustrato mítico alucinante que funciona todo el tiempo, aun sin que nos demos cuenta. Fijate que hay conceptos que no revisamos: la Libertad, de los Mercados, de la Crisis, de la Justicia o del Bienestar Común. El Bienestar Común sí que me da risa: ¿común? ¡Si siempre es para unos, nunca para todos! ¡Si siempre hay un excluido! En fin, ese sustrato acciona constantemente. Todo el tiempo estamos operando con categorías abstractas y no nos preguntamos ni de dónde vienen, ni qué quieren decir. Y son categorías que nos hablan. La idea de sacrificio, sin ir más lejos, está en la categoría cristiana; antes habrá sido una categoría griega y, antes, neanderthal.
Si no cristiana, ¿qué tipo de mitología se crea alrededor de tu negra rubia?
–De líder mítica. Del estilo: cuando el líder habla es como si hubiera hablado Dios. O mismo: ser un protegido del líder es un tipo de bendición. No es estrictamente cristiana: es universal. Y funciona en todo tipo de orientación, seas de izquierda o de derecha. A raíz del sacrificio, la protagonista se transforma en líder –porque el gesto garpa políticamente–. Ser dueño de determinado capital de sacrificados te puede reportar beneficios políticos en tanto, antropológicamente, hay amor hacia quien se sacrifica. Primero te mandan a morir, después te quieren... Es raro, pero ocurre de esa manera.
Curiosamente, aunque voluntario, su sacrificio no es consciente...
–No. Está pasada de rosca, pobre chica; las drogas no hacen bien. Uno imagina que se trata de una persona que viene zozobrando, que tiene problemas con la autoridad, que lleva dos o tres días de gira. Su psiquismo está demasiado desnudo como para poder enfrentarse con esa autoridad. Y sí, se vuelve loca.
¿La arbitrariedad del gesto es una manera de manifestar que cualquiera puede ascender a ese lugar de privilegio?
–No sé si lo pensaría como ascenso... A ver, cualquiera se puede brotar y realizar un sacrificio, pero muchos no consiguen nada. Si con cada muerto fallecido injusta o trágicamente tuviéramos un santo, ¡no alcanzarían los panteones capaces de contenerlos! El sacrificio no te garantiza nada. En todo caso, verlo como un ascenso es parte del terreno de la ficción.
Otra categoría que introduce la historia es la de monstruosidad, vista con una mirada amorosa. La poeta sin rostro, deformada por el fuego, se enamora y enamora, arma comunidad...
–Andar por la vida con esa cara debe ser terrible; te transforma automáticamente en un excluido. Ella es una persona suelta pero, al insertarse en una comunidad, estrecha lazos, sigue con su vida, va para adelante. Esa idea –la de la posibilidad de estar suelto y construir comunidad para tener una realidad más agradable, vivible y amorosa, que había explorado en La Virgen Cabeza– me interesa especialmente.
Al igual que las historias de amor atípicas, en La Virgen Cabeza una travesti profeta que habla con la Virgen María se ennovia con una periodista villera; en Romance..., una poeta desfigurada por el fuego hace lo propio con una suiza multimillonaria...
–Es un delirio. Mientras escribía Romance... se me ocurrió que la protagonista, convertida ya en obra de arte, fuera comprada por una millonaria. Imaginé que se enamoraban, que la otra le daba la cara y me pareció divertidísimo. Por eso la historia tenía que ser con otra mujer, con mismos rasgos genéricos: si era un tipo el que le regalaba su rostro, el simple hecho de que le saliese barba ya era un quilombo. Se abría mucho el libro.
Decidir ella misma volverse obra de arte y presentarse en la Bienal de Venecia, ¿puede entenderse como una reapropiación del cuerpo propio? ¿Una reivindicación feminista?
–No específicamente, pero es una lectura legítima. Para mí, el cuerpo de una mujer es propio todo el tiempo, porque –como soy una mujer– pienso que mi cuerpo es mío. Más bien, es una puerta hacia la posibilidad de transformación de las personas, de regeneración, de recrearse. En un punto, tiene que ver con la sociedad del espectáculo: ella ya es tomada como un show por los medios y los políticos, entonces dice: “Ah, ¿sí? Bueno, ahora soy obra de arte”.
En una entrevista hacías referencia a performances donde Marina Abramovic se lacera, decías que la negra rubia era una versión suya llevada al extremo...
–Es una forma de arte que me llama mucho la atención. Se parece tanto al juego... Es tan creativa, libre, suelta. Me gusta cómo piensan estos artistas; su manera de asociar, más lúdica que la de muchos escritores.
El hecho de que una suiza compre a una mujer-pieza artística, ¿tiene una intención paródica respecto del mundo del arte?
–Me impacta la condición de mercancía de arte. Es el mercado lo que me resulta delirante: la manera en que se compra y se vende, en que estalla algo tan sensible y delicado con algo tan bestial como el dinero. Además, si vamos a hablar de marginalidad, la actividad del artista está muy en bolas (sin jubilación, susceptibles a que cualquier galerista los afane), a pesar de rodearse de gente muy poderosa. Es una contradicción muy llamativa.
Con una escritura tan a conciencia, nutrida en las referencias y cuidadosamente dispuesta, debe haber una razón detrás del título ¿Es así?
–Traté. Romance... es por el género medieval, que me resulta apasionante, y por su sentido contemporáneo (alguien dice “romántico” y se refiere a una historia de amor). Además, me gustan esas formas narrativas antiguas con métrica, la cosa más arquetípica.
Hay una cuestión de estructura que se repite tanto en Romance... como en La Virgen Cabeza: el de capítulos cortos y oraciones largas.
–Me gusta darle a la oración todo el aire que necesita. Ya tengo bastante con el periodismo para que me rompan las pelotas...
¡Ah! ¡La tiranía de las oraciones cortas en notas y reportajes!
–Es un horror esa tiranía... Nos vuelven locas con boludeces y, encima, con lugares comunes. Si leo una vez más la palabra “polémica” en un título, ¡me desmayo! Tal vez sea un modo de resistencia en mí, tal vez un modo de separar mi hacer periodístico del narrativo. Lo cierto es que me gusta cierta complejidad, me gusta que, en vez de muchas líneas cortas, la escritura sea espiralada, se abra en huequitos, fluya. Que de todas las vueltas que tenga que dar.... que sea de largo aliento. Aparte, ¿por qué el imperativo? Es lo mismo cortar una oración en varias partes o dejarla entera. Cualquier ser humano que haya hecho la escuela primaria y un poco de secundaria puede leer una oración larga.
Otra coincidencia en ambas novelas es que el orden de lo narrado no está estrictamente atado a la cronología.
–No, es cierto. Romance... empieza por el medio. Quizá sea un guiño a La Odisea, con la que tuve mi época de obsesión y que también arranca por la mitad.
Como mencionabas previamente, sos periodista, editora de la sección Cultura en Clarín. ¿Cómo decidís dar el salto a la ficción?
–Desde que tuve seis años, nunca quise otra cosa, nunca tuve otra vocación, otro deseo. Tardé mucho en concretarlo, tenía ya 40 años cuando salió mi primer libro. Durante mucho tiempo sólo leí literatura griega, luego medieval, y me parecía que –para escribir– había que ser Sófocles. Después empecé a leer a mis contemporáneos y eso me ayudó muchísimo a entender que, en efecto, se podía ser una misma. La Virgen Cabeza la habré comenzado a los 34 y la terminé a los 39. Me llevó su tiempo porque me costaba encontrarle valor; necesitaba ser autorizada. En el medio, hice un taller con Diana Bellessi, que es una persona muy encantadora y te dice muchas cosas lindas. De alguna manera, ella también me dio la autorización que necesitaba. De todas formas y en algún punto, he vivido escribiendo: cuando pensás, pensás y pensás en qué querés escribir, de alguna manera lo estás haciendo. Claro que sacarlo afuera es mucho más saludable y feliz, pero alguien que piensa en una obra todo el tiempo también la está realizando.
¿O sea que tu relación con la escritura data desde que tenés conciencia?
–Nunca se me ocurrió otra cosa. Ahora pienso: “Podría haber sido economista, escribir un libro de ese tema y ahora mi vida sería otra cosa. Para empezar, tendría tres departamentos...”. Pero no se me cruzó por la cabeza. Eso es para otro tipo de persona, no para gente dispersa.
Además de la recientísima salida de Romance..., otra buena nueva ha sido la nominación de Beya (Le viste la cara a dios), la novela gráfica que realizaste junto a Iñaki Echeverría, al Premio del Lector en la Feria del Libro, donde el propio público elige su favorito...
–Sí, y está buenísimo porque es la primera vez que una novela gráfica alcanza dicho honor. Estamos chochos con Iñaki, en especial porque la lista está increíble: Selva Almada, Leila Guerriero, Mauro Libertella, Hernán Ronsino, Ricardo Piglia, por mencionar unos pocos.
Ya desde lo argumental es un libro valioso que narra –en segunda persona– el martirio de una chica atrapada en una red de trata. ¿Es cierto que la génesis del proyecto tuvo que ver con reversionar para grandes el cuento de hadas “La Bella Durmiente”?
–Fue así, tal cual. Cristina Fallarás, una amiga española periodista y escritora, hoy día portavoz de los desahuciados en Barcelona, lanzó en 2011 una editorial electrónica, digital, y pidió a determinados autores que reversionaran clásicos infantiles. Cuando me encargó “La Bella Durmiente”, mi primera reacción fue decirle: “¡La puta que te parió! Está dormida todo el tiempo”. Pero ella, que es muy seductora, me dijo: “Guapa, te lo pido a ti porque eres la única que lo puede lograr”. Y, por supuesto, me compró. Entonces, pensé que la imagen de esa chica presa de una cama, sin poder escapar, era la imagen de la trata, y se me armó el esqueleto. Después tuve bastantes problemas para encontrar al narrador, hasta que di con la segunda persona y comprendí que era la más apta. Porque lo mínimo que te puede pasar en una situación así es alienarte como loca para preservarte entera.
Una primera versión no incluía ilustraciones. ¿En qué momento el relato se convierte en novela gráfica?
–Leonardo Oyola, Leandro Avalos Blacha, Esteban Castromán, Alejandra Zina, José María Marcos, Oscar Fariña, Iñaki y yo tenemos un grupo que, por aquel entonces, estaba haciendo una novela gráfica en joda, un policial clásico, una suerte de excusa para juntarse y armar cosas juntos. En ese contexto nos conocimos con Echeverría. Le pasé Beya (Le viste la cara a dios), me dijo que había que volverla novela gráfica y así fue. Una decisión afortunada, porque es un texto muy exigente y denso y, de esta manera, ganó legibilidad. Algo que porta la imagen lo vuelve más accesible.
En una entrevista, mencionabas que parte de la inspiración provino de las declaraciones de las chicas rescatadas por Susana Trimarco...
–Sí, de las chicas que iban apareciendo mientras Susana Trimarco investigaba el destino de Marita Verón. La web de la Fundación María de los Angeles tiene muchos testimonios y, a medida que los iba leyendo, quedé alucinada. Me pareció un fenómeno concentracionario que debería llamarse, lisa y llanamente, “desaparición forzada de personas” y, por tanto, tener la misma gravedad. No termino de entender por qué no la tiene ni por qué la ley de trata no se reglamenta. Además, rescatás a una persona y, después, ¿qué? ¿La mandás a la casa? No: antes deberían recibir asistencia psicológica exhaustiva, desarrollo de habilidades laborales, reinserción social. No hay sostén (o hay muy poco). Realmente no comprendo cómo, frente a hechos tales de tremenda gravedad, de esclavismo, no se hace nada seriamente. Está desapareciendo gente a la vuelta de tu casa, la están torturando, quitándole el nombre, la identidad... Después nos rasgamos las vestiduras pensando “¿Y qué hacíamos cuando los milicos...?” Con los milicos más que hacer justicia y darles pena de cárcel, ya no se puede hacer nada. Estas mujeres, en cambio, podrían estar vivas; esto lo podemos hacer ahora. La trata es un tema que me resulta muy doloroso, que me deja anonada, que me genera violencia. A tal punto que si mañana aparece un grupo de chicas armadas matando proxenetas, yo me hago una remerita que diga “Aguante las chicas”. Si no hay respuesta institucional, ameritaría algún tipo de respuesta. Las hordas que matan niños robacarteras podrían sensibilizarse un poco e ir a liberar sus prostíbulos...
Beya recibió la distinción Alfredo Palacios del Senado de la Nación y fue declarado de interés social por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Esperabas tamañas repercusiones?
–Que haya recibido premios institucionales me parece... rarísimo. Yo trato de no pensar en la recepción, de no esperar nada. Intento, porque después termino esperando todo. Pero nunca estipulo “si hago esto, llegará aquello”.
¿Coincidís con aquellos que hablan de La Virgen Cabeza, Beya y Romance de la negra rubia como una trilogía involuntaria?
–Sí, porque lo que estoy haciendo ahora es diferente de esas tres obras. Hay un leitmotiv asociado a mis obsesiones o a mi biografía, pero es más luminoso, menos denso. Ojo, voy por el principio, quizá por la mitad me sale algo furibundo... Pero, de momento, mis tres primeros libros son más rabiosos.
¿Es cierto que vas desentrañando los argumentos en el hacer mismo, durante la propia escritura?
–Así es, porque me importa mucho el sonido de lo que escribo, cómo suena. De todo lo que escribo, cualquiera sea el género o formato. Entonces, una palabra va llevando a la otra, una idea lleva a la otra. No puedo pensar una estructura y, a partir de ahí, pensar la música. Es otra manera de componer, no la mía.
Tu próximo libro se centrará en la figura de la china de Martín Fierro. ¿De qué tratará?
–Ya lo estoy escribiendo. Es un libro más luminoso, amoroso...
¿No deberíamos esperar, entonces, sacrificios fundantes?
–No, no, no; sí hay un par de niños que la china abandona, pero, bueno, no se puede todo... La historia empieza cuando se llevan a Fierro; ella tiene 14 años y dos chiquitos que no le interesa cuidar, siendo ella misma una niña. De modo que los deja con un par de peones más o menos copados y se da el lujo de ser una nena: va y viene, juega con su perrito. La china es medio rubia (nadie sabe bien por qué y, de momento, yo tampoco) y cuando ve pasar a una inglesa también rubia, la primera que ve en su vida, de inmediato siente algo de familia; ambas se miran con una confianza infinita. Cuestión que se sube a su carreta y, mientras recorren la pampa, van desarrollando un vínculo fuerte. Además, la china va conociendo el mundo a través de los relatos de la inglesa, que está en el centro del imperio.
¿Vas a desarrollar la historia a dos voces?
–No, en este caso hablará sólo la china en primera persona. Me cuesta la tercera; para leerla no me molesta pero, después, como discurso siempre me parece que está mintiendo. Esa cosa objetiva, desde afuera, no existe. Yo quiero saber quién habla, desde qué perspectiva... A priori, desconfío de todos los discursos en tercera persona.
En términos generales, considerando toda tu obra, y por el afán por categorizarlo todo, hay quienes se refieren a tus libros como “literatura post Washington Cucurto” ¿Cómo te llevás con la etiqueta?
–Tal vez sea cierto; yo no lo sé. En lo personal, siento que es post Néstor Perlongher y post Osvaldo Lamborghini. Quizás, en ese sentido, pueda ser también post Cucurto. Pero, aunque La máquina de hacer paraguayitos me resultó fascinante, no podía decir que es el autor que más leí en la vida.
¿Y con la etiqueta de “literatura queer” cómo te llevás?
–También debe ser cierta, porque me interesan las identidades en movimiento, en tensión. Me gusta el barroco, y el barroco es queer. Pero no pienso lo queer en términos políticos, esa materia no la cursé. En todo caso, son cosas que me atraviesan. No las conceptualizo, las hago.
En un artículo reciente decías que, más que hacer literatura orillera, eras una escritora orillera. ¿A qué te referías?
–Creo que lo que hay que cuestionar no es la idea de orilla sino de centro. Porque, ¿quién no estuvo alguna vez en una situación marginal? Todos, o casi todos. El mero hecho de ser mujer te pone en una suerte de margen. El mero hecho de no haber tenido trabajo durante mucho tiempo te pone en el margen. No tener dónde vivir te ubica en una orilla. Y todo eso le pasó (le pasa) a un montón de gente. Entonces, ¿qué es el centro? Por supuesto, hay gente que vive la marginación pura, la exclusión dura; no hay más que salir a la calle y ver los chicos pidiendo plata en patas para darse cuenta. Pero algún momento de marginalidad lo atravesamos todos. Por eso, me parece una hipocresía ese centro. ¿Qué es? ¿Maru Botana? ¿Marcelo Tinelli?
Convengamos que tus personajes suelen padecer desalojos violentos, vivir en villas, estar en condiciones precarias... Son situaciones extremas.
–Sí, van al borde porque es literatura, porque yo voy lo más lejos que puedo. Pero insisto en que la idea de centro me resulta artificiosa. Quisiera que alguien me lo mostrase.
¿La traigo a Maru Botana y su ejército de niños?
–¡Ay, no! ¡Por favor! O mejor sí, así nos cocina.
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