PERFILES
› Por Luciana Peker
La bioquímica Cecilia Bouzat demuestra, una vez más, que el cuerpo de mujer no es la lupa por donde mirar a esa mujer. Su grandeza, en un cuerpo delgado y bajito, es su propia invención: ella misma. Bouzat recibió, el 19 de marzo, en La Sorbona, París, el Premio L’Oréal-Unesco For Women in Science 2014, junto a otras cuatro investigadoras líderes en el mundo, una por cada continente. Y es la tercera ganadora de Argentina en obtener este galardón en representación de América latina. En el 2007 ya había obtenido una mención, pero a nivel nacional. “Una científica argentina reconocida por sus pares en el mundo entero. Sus colegas destacan su negativa a aceptar la palabra ‘imposible’. Otro orgullo para todos los argentinos”, resaltó Cristina Fernández de Kirchner el 1º de abril, en Twitter, después de reunirse con ella, la noche anterior, en la Casa Rosada.
Bouzat es precursora en la investigación, a nivel molecular, sobre la manera en que las células cerebrales se comunican entre ellas y con los músculos, y los mecanismos que desencadenan su contracción. Su trabajo ha aumentado considerablemente la comprensión sobre cómo las alteraciones en estas vías moleculares influyen en el origen de enfermedades musculares. Ella inventó una asociación, totalmente innovadora, entre las técnicas de electrofisiología y de biología molecular, para registrar las comunicaciones neuronales, que es utilizada actualmente en numerosos laboratorios de todo el mundo para la búsqueda de aplicaciones en tratamientos de desórdenes neuromusculares y neurológicos o en patologías como el Alzheimer, la depresión e, incluso, los comportamientos adictivos.
Ella elige investigar en Bahía Blanca, aunque podría hacerlo en otros lugares del mundo. “La ciencia de alta calidad es posible en Argentina gracias a la calidad de la enseñanza de la universidad pública, al Conicet que sostiene a los investigadores en su formación y en su carrera y al compromiso de los científicos de permanecer y trabajar en el país haciendo muestra de su creatividad e ingenio para compensar los recursos relativamente limitados”, destaca. Y también proyecta la importancia de la investigación en el valor agregado de una nación: “El desarrollo de un país se da cuando hay buena educación y una excelente ciencia”.
Además habla de su propio desarrollo personal. “A mis hijos los quiero con el alma y han aprendido que no todo mi tiempo es para ellos”, enseña una lección que aprendió en el momento más difícil, cuando a los 18 meses de su primera hija continuó sus estudios de posdoctorado en la Clínica Mayo, de Estados Unidos. Hoy, ya con Camila, de 22 años, doctorada en Biología y Mateo, de 18 años, estudiante de Geología, remarca: “Las mujeres pueden ser buenas científicas y las científicas pueden ser buenas madres”.
Y, de hecho, cree que la maternidad es el obstáculo y el impulso con más peso en su carrera científica: “Yo, personalmente, nunca me sentí discriminada por ser mujer. Pero sí lo más difícil para mí es querer ser una madre excelente y, a la vez, tener pasión por la ciencia y querer ser una científica excelente. Es una presión. Porque una quiere estar con los hijos, disfrutarlos, y siente que les tiene que dar mucho tiempo. Y, por otro lado, la investigación también requiere mucha concentración y mucho tiempo. Creo que la mujer tiene que hacer un esfuerzo personal, mental y emocional, para hacer las dos cosas. Yo, por suerte tuve el apoyo de mi marido. En la época en que mis hijos eran chiquitos, cuando me iba a un congreso... –tal vez tiempos cortos–, pero para una madre dejar una semana a sus hijos es una eternidad; mi marido en vez de hacerme sentir peor me estimulaba a que fuera, que no llorara y me decía que con él iban a estar perfectamente. También mi madre, Beatriz, me estimuló mucho a que trabajara”.
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