RESCATES
› Por Marisa Avigliano
No tuvo padre, la crió Murtinho, el hermano millonario de su madre, y fue gracias a esas monedas de oro que las hectáreas de yerba mate le dieron a su tío homeópata que Laurinda no fue sólo la huérfana heredera –sin destino de hospicio como el que le tocó en suerte a Jane Eyre– sino la mecenas avant-garde de la belle époque carioca.
La delfina del palacio de Santa Teresa con talento para invitar apellidos a sus fiestas abría las puertas de su alcázar –seis salas de estar, tres salones, siete dormitorios, galerías, mirador y capilla, construido entre 1898 y 1902– a Isadora Duncan, a Tarsila do Amaral, a Heitor Villa-Lobos (quien le dedicó a su benefactora “Quatuor, Impresiones de una vida mundana” para coro femenino, flauta, saxofón contralto, arpa y celesta) o a cualquier otro artista que buscara calma de atelier. La mariscala de la elegancia (elegancia para algunos, desborde de mal gusto para otros) concibió su mansión como la esfera de la modernidad de Río de Janeiro en los primeros años del siglo veinte y como uno de los rincones más excitantes que tuvo la vida cultural y política de la ciudad durante algunos años más.
De su niñez poco es el vestuario que se deja ver, apenas las puntillas de un nacimiento en Cuiabá en mayo de 1878 y los colores pastel de una infancia parisina. Quizás esa temporada europea nunca existió y fue sólo un gentilicio de juegos para explicar el Saint Germain natural que desplegaba su cuerpo adolescente en tierras brasileñas o andando en bicicleta por Palermo cuando llegaba por lo menos dos veces al año a Buenos Aires. Sin talento ni sabiduría –solía decir que sólo entendía lo obvio cuando con menudeo diario pedía ayuda frente a un cuadro de Anita Malfatti o a un poema de Oswald de Andrade– Laurinda cruzaba Río (por la ahora serpenteante Almirante Alexandrino) en uno de sus Chrysler con chofer, madre y cachorro de ocasión. A pesar de su erudición esquiva, la dama rica de Santa Teresa sabía hacer oídos sordos cuando las voces espantadas de los de su clase no entendían por qué dejaba que “el vulgar” Sílvio Caldas, la voz oscura de la ciudad, tocara la guitarra en uno de los salones del emporio laurindio. Casada con Hermenegildo Lobo –él murió en 1941– vivió un matrimonio abierto que alimentó rumores y descréditos de época, no tuvo hijos.
La “princesa de los mil vestidos” que presidía la junta directiva de la Federación brasileña para el progreso de las mujeres y siempre invitaba a los presidentes –algunos fueron– a sus cumpleaños, marcó el compás de su feudo ilustrado hasta que murió el 16 de julio de 1946. El palacio y el mecenazgo cortesano que la guerra ya había debilitado murieron con ella. Saqueada y convertida en guarida y supuesto almacén de narcos, la mansión de Santa Teresa vacía de picaportes tuvo su primer homenaje en un centro cultural que el vecindario fundó cuando ya terminaba la década del setenta. En la actualidad el barrio del bondinho (el último tren eléctrico de Brasil que cruza los Arcos de Lapa), el Montmartre carioca, mantiene algunas escenas de aquellas noches glamorosas de preguerras en un salón comunal donde se exponen el archivo fotográfico, recortes periodísticos y caricaturas de aquellas tertulias de Laurinda. Desde el Centro Cultural Municipal Parque das Ruínas, construido sobre los escombros del antiguo palacio, se ve la Bahía de Guanabara hacia un lado y la explosión citadina de Río hacia el otro. Moraleja de leguas poderosas que despuntan la mundana extensión de una boquilla.
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