Vie 30.05.2014
las12

CINE

¡Rrrrrrabiosas!

En una época en que el rock en todas sus variantes ya tenía bien formada su ortodoxia y esa ortodoxia era heterosexual y masculina, una banda de chicas punk de ideas fuertes, líricas como trompadas e imagen explosiva creaban música, fanzines y películas mientras vivían en comunidad en una casa semiderruida y fundaban con una palabra –queercore– un movimiento que desde los tempranos ’80 sigue inspirando a la rabia joven y feminista del mundo. Ellas son Fith Column, su líder es la enigmática artista multimediática G. B. Jones y su historia se puede revisar en un documental que rescata tanto las voces actuales de las protagonistas como el material en Súper 8 que ellas mismas producían en su momento. Poco más de una hora de inspiración para quienes tienen en la garganta el grito de guerra antinormativo en medio de la programación de Asterisco, Festival de Cine LGBTIQ que promueve la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.

G. B. Jones todavía tiene un flequillo pelirrojo larguísimo que le tapa media cara. Entre esa llamarada de pelo y la otra mitad que le cubren los lentes de sol no queda mucho a la vista, apenas una boca de labios finos y dientes que sobresalen y una piel blanquísima. Pero está bien: como todos los mitos, la artista (que en sus últimas apariciones públicas aparece vestida totalmente de negro, de los guantes brillosos a la punta del pie) vale tanto por lo que deja ver como por lo que tapa, lo que no está a la vista. Por eso mismo es difícil y a la vez no cuesta nada imaginar que esa señora canadiense que parece salida de una película de ciencia ficción alguna vez fue la líder, desde la batería, de una banda punk de chicas que irrumpió en la escena musical de la Toronto de los ochenta con canciones como “To Sir with Hate”, “All Women Are Bitches” y “She Said Boom”. Y también por el aire futurista de esa dibujante, directora de películas experimentales, editora de fanzines y baterista punk, parece un relato fantástico que alguna vez haya existido una banda caótica y under como Fifth Column, que esas mujeres de peinados y actitud estridentes que merodean las partes más arruinadas de una ciudad en blanco y negro en los rollos que sobrevivieron a una época hayan existido fuera del Súper 8 que las anima. Pero todo está ahí, registrado y verdadero, en el documental de una hora que se proyecta la semana que viene como un plato volador en la primera edición de Asterisco, el Festival Internacional de Cine LGBTIQ dirigido por la cineasta Albertina Carri y programado por Carri, Diego Trerotola y Fernando Martín Peña. ¿Por qué plato volador? Porque She Said Boom: The Story of Fifth Column (de Kevin Hegge) es de esas películas que –incluso programada en un festival de género que de alguna manera la encuadra temáticamente– excede cualquier clasificación y trae en su interior toda clase de sorpresas, esas películas que dan la sensación de haber experimentado un encuentro cercano del tercer tipo. O del cuarto, o quinto, o quién sabe de qué tipo se trataría en este caso. Porque Fifth Column, una banda de chicas queer y punk si se quiere situarla de algún modo, es una formación mutante que también excede las etiquetas, tanto en lo artístico como en lo sexual, al punto que, según cuentan sus ex integrantes en She Said Boom, su modelo de definición genérica era esa misma Divine –la diva excesiva de John Waters– que cuando le preguntan en Pink Flamingos: “¿Sos lesbiana?”, contesta sin dudarlo: “¡Sí, yo hice de todo!”. En el principio era el punk Cuenta la historia que en Toronto y a principios de los ochenta una ex estudiante de arte llamada G. B. Jones, que estaba obsesionada por las películas –y en cambio no sabía nada de música, pero para eso estaba el punk– conoció a dos chicas que tenían una banda y la invitaron a tocar la batería con ellas. La chica aceptó enseguida, no tanto porque le tentara la música sino porque las otras se veían increíbles (aunque ella misma no se quedaba atrás con sus poses lánguidas y un pelo rojo que nunca conoció la desgracia de ser lacio ni tener problemas de volumen). Así fue como G. B. Jones, a pesar de su rechazo a sentarse simplemente ahí en el fondo y marcar el ritmo, se convirtió en baterista de Fifth Column y eventualmente, cuando las fundadoras renunciaron, en líder de la banda. Poco después el destino acercaría a Caroline Azar, otra que derrochaba estilo y glamour lésbico, y las dos conformaron el núcleo inestable de un organismo que no dejó de cambiar y hacer del cambio su onda expansiva. Inestable porque –hay que decirlo– ellas eran quilomberas y estaban para hacer quilombo. En una época en que el rock en todas sus variantes ya tenía bien formada su ortodoxia y esa ortodoxia era heterosexual y masculina, bastaba con tener una banda de chicas, y le bastaba a una banda de chicas con querer ingresar en el mismo circuito que las otras bandas –básicamente, un circuito creado y copado por los varones– para poner el taco, o el borcego, en territorio hostil. Porque además no es que el público rockero se fuera a fascinar con la seducción femenina de Fifth Column: desafiantes, barderas, casi agresivas (no más que cualquier banda punk pero, claro, esa actitud trasladada a una señorita...), las Fifth Column dejaron en claro desde el principio que su lugar no pensaban ganárselo a fuerza de gustar y complacer sino de dar batalla para ser y cantar lo que se les cantaba. Incluso en algunas de sus presentaciones tuvieron un go-go dancer bailando en el escenario mientras tocaban, entre otras, las canciones de To Sir with Hate: inversión de los roles de género que sumaba a ese título que invertía el famoso “Al maestro con cariño”, dejando en claro que las chicas habían identificado el corazón del problema –la autoridad y el patriarcado– y estaban dispuestas a pegarle de frente, no sin la ironía que implica en la tapa del LP el corazoncito bien girlie arriba de la “i” de “Sir”. Publicistas del futuro Claro que no se trataba de cosas tan simples como “odiar a los hombres” o definirse como lesbianas de una vez por todas; se trataba de hacerse un espacio, trasladando a toda la vida en su conjunto la gloriosa y prolífica consigna de “Hacelo vos mismo”. A mediados de los ochenta G. B. Jones y Caroline Azar (que habitaban con las otras chicas de la banda una casa semidestruida, con ventanas tapiadas para evitar el toscazo, ropa tirada por todos lados y cucarachas que fluían en total libertad) conocieron en el bar de postres adonde trabajaban a un chico llamado Bryan Bruce, que no tardó en rebautizarse como Bruce LaBruce y apuntalar con el nombre una identidad que marcaría toda su obra como cineasta, desde la reinterpretación homosexual del mainstream cinematográfico a la creación de novedosos subgéneros como el de zombies gay. El fanzine queer punk J. D.s. (que valía tanto por “Juvenile delinquents”, “J. D. Salinger” o cualquier cosa que encajara en esas letras) fue el monstruo que salió del encuentro feliz y, junto con él, el movimiento queercore. Porque si la sociedad no tenía espacio para uno, no quedaba otra que inventar ese espacio. Así como vivían en una casa adaptada a sus caóticas necesidades, y usaban la ropa, los pelos y apodos para armarse unos personajes que cuanto más construidos –es decir, cuanto más se alejaban de lo impuesto o de lo que se daba por sentado– eran más verdaderos, las chicas y el amigo Bruce construyeron un mundo de fotocopias y fotos borroneadas que muchos otros quisieron habitar con una rapidez impresionante. “Homocore” llamó G. B. Jones en un principio, en el estilo que todavía no existía y sin embargo se promocionaba mediante J. D. s., pero enseguida lo cambió a “Queercore” para volverlo más inclusivo: punks sin remera, con borcegos o crestas y en actitudes sugerentemente gay, desfilaban por las páginas del zine gracias a la manipulación de LaBruce y G. B., que llevaban rockeros a su casa y cuando los tenían un poco tomados los invitaban amablemente a sacarse las camisetas. Con el montaje de algunas de esas fotos y otras que simplemente recortaban los momentos homoeróticos de cualquier banda en escena –toquecitos, abrazos, torsos desnudos que volvían al punk tan gay como podría serlo el fútbol–, la propaganda estaba lista y pronto se corrió la voz de que en Toronto existía un país de las maravillas que daba la bienvenida, entre acordes rockeros, a todas las variantes sexuales. Como dibujante, G. B. Jones no dejó de contribuir con sus ilustraciones de chongas que transparentaban los pezones a través de la remera, en un saqueo que presentaba en versión femenina el mundo de abundancia erótica y fetichista de Tom de Finlandia. La textura del pasado Algo de todo esto y mucho más aparece en She Said Boom: The Story of Fifth Column, pero el material más invaluable de este documental no está tanto en lo que cuenta como en lo que muestra: parte de ese mundo de fanzines y fotografías pasadas por una Xerox tiene su continuidad en los rollos de Súper 8 que G. B. Jones y Bruce LaBruce gastaban para registrarse y registrar su mundo. Así como la fotocopia es el recurso editorial de los que no tienen recursos, el formato fílmico más portátil y accesible no fue para ellos una cuestión estética sino la única posibilidad de meter las manos en el mundo tan deseado del cine. Gracias a esos registros, un universo fulgurante de paredes graffiteadas, baldíos llenos de piedras, autos rotos y mujeres que derrochan poder (o diosas punk, que parecían atraerte con su canto para destrozar tu nave, como cuenta la amiga de la casa Miss Vaginal Davis en She Said Boom) asoma en cortos como Fifth Column at the Funnel, de 1982, o el video de “Like this”, de 1990, codirigido por Bruce LaBruce. Las chicas sólo querían divertirse pero a su manera, y ese universo de lesbianas en patineta, rockeros leyendo comics o robando en una feria americana y recorriendo plazas, cines y suburbios despunta también en The YoYo Gang (1997) o The Lollipop Generation (2008), los cortos que G. B. Jones fue terminando a medida que le alcanzaba la plata para comprar otro rollo de fílmico. She Said Boom es un viaje por esa belleza perdida, pura juventud destructora y enamorada de los desechos de la cultura, y por un proceso creativo en el que los acordes del punk, la producción y distribución de fanzines, los dibujos y las películas se conjugaron al servicio de algo muy alejado del olor a la cultura, muy cerca de la necesidad absolutamente primordial del ser uno mismo y poder mostrarlo. O gritarlo.

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