Vie 30.05.2014
las12

RESCATES

Detrás de la máscara

Elisabeth Treskow
1898-1992

La torpe de la casa, la nena que según decían no sabía dibujar ni pintar tan bien como lo hacía su madre (pintora) y su padre (dueño de una farmacia, fotógrafo aficionado) distrajo mandatos errados y se convirtió en diseñadora de joyas. Pionera de la orfebrería, fue la creadora del trofeo que los jugadores de fútbol abrazan cuando ganan un campeonato alemán. Sólo los besos empañados y las huellas aplastadas sobre el metal delineado por Elisabeth confirman el triunfo en el medio de la cancha. La emblemática bandeja de plata, espiral de los vencedores, fue una inspiración que Elisabeth compartió con sus alumnos mientras daba clases de orfebrería en una fábrica de Colonia. La adolescente curiosa que se había escondido en la herrería de Karl Ernst Osthaus y estudiaba en la Escuela Folkwang de Essen ya era –cuando creó la insignia– la mujer que apenas se escondía detrás de la máscara de soldar e inspiraba a otras mujeres a seguirla (eran muy pocas las que se animaban en aquellos primeros tiempos). Mientras tanto Elisabeth seguía sola moldeando chispas y perfumes metálicos en su taller. Sus años de formación académica, unidos a sus trabajos como restauradora de iglesias, hicieron posible que la señorita Treskow descubriera el arte de la granulación. Aquella nena premiosa que había nacido en Bochum unía ahora diminutos glóbulos de oro con sofisticación etrusca para crear sus primeras joyas, obras de arte en la historia de la orfebrería. Aquel taller de inspiración que armó en la casa de sus padres y desde donde creó sus primeras alhajas en solitario fue destruido durante la Segunda Guerra Mundial. Restauraciones perdidas y algunos trabajos por encargo para príncipes, nobles y gente rica de la región del Rin mantuvieron ocupados sus dedos y su estómago. Mientras tanto con una constancia de oportuno antojo y desvío continuaba perfeccionando la minuciosidad de su arte, uniendo relámpagos de oro y espolvoreándolos sobre una lámina de metal. Algunos años antes de morir, en octubre de 1992, en un asilo de ancianos en Brühl (una ciudad alemana en Renania del Norte-Westfalia) Elisabeth vio sus horas de trabajo retratadas en una exposición fotográfica, tuvo su retrospectiva y recibió varios premios por su colección de joyas y por los tallados sobre piedras preciosas. El reconocimiento llegó a tiempo para agradecer y para citar el proverbio de Demócrito que le gustaba recordar como emblema: “Los grandes placeres nacen de contemplar cosas hermosas”. Con sonrisa prudente, la dama joyera solía adornar su cuello con un pañuelo o con una corbata para salir linda en las fotos. La soberana del campo de oro, una de las primeras mujeres del siglo XX en ejercer la orfebrería como comercio, quemaba su amor implosivo y único en cada uno de los engarces que enhebraba con eficacia de bisturí. Las manos de Elisabeth inventaban como en proverbial trama de enredos el idioma de la restauración (mantos, sagrarios y cálices) y también el del diseño moderno (además de joyas también diseñó un juego de cubiertos de 36 piezas para Solingen Carl Pott). Cuando la creadora en las bellas artes de la decoración cerró su taller, muchos de sus alumnos continuaron con su legado. Algunas de aquellas piezas que Elisabeth ideó bajo una lámpara que siempre mandaba a arreglar cruzaron fronteras alemanas y posan –entre otras– en las vitrinas del Museo de Artes y Oficios de Hamburgo y en el Victoria and Albert Museum de Londres. Son esas piezas que a pesar de ser pequeñas arrasaron como un huracán las pasiones de una artesana lujosa capaz de clasificar cada detalle de su composición con la precisión dactilar del enamoramiento.

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