VIOLENCIAS
El doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni cerró un capítulo esta semana con la sentencia a 30 años de prisión para Gustavo Lasi, el único condenado en un hecho que fue claramente cometido en banda y que vuelve a cristalizar la impunidad que recae sobre los abusos cometidos hacia las mujeres por el solo hecho de ser mujeres, en esa bruma que se levanta en el paisaje de algunas provincias cuando de violencia machista se trata. Salta es el escenario de este hecho ocurrido en 2011, pero que podría haber pasado en otros tantos de nuestro país, y que la escritora Selva Almada retrata con exactitud en su reciente libro Chicas muertas, tres historias reales de mujeres asesinadas en los ochenta, que nunca descansaron en paz.
¿Qué hacen acá solitas?, dijo Gustavo Lasi cuando las vio. Dos chicas jóvenes, distraídas con las formas raras y la marca del color en la tierra del suelo quebrado salteño. Llevaban todo el día andando y se les notaba: el pelo revuelto, las suelas gastadas, algún pañuelo en la cabeza para mitigar el sol directo que quedó ahí, como testigo de lo que fue el día largo, de esos que empiezan con la energía de la montaña apenas amanece. El francés de Cassandre Bouvier y Houria Moumni no era un eco extraño en una zona donde miles de turistas del mundo desfilan durante todo el año, sin embargo ambas hablaban español. Cassandre Bouvier era estudiante e investigadora del Instituto de Altos Estudios de América Latina. Houria Moumni estudiaba sociología urbana y se había especializado en esta parte del continente. Mucho se dijo acerca de sus investigaciones sobre la malversación de fondos destinados a pueblos aborígenes, pero lo cierto es que hoy, en el juicio que trató sobre su muerte y que terminó con un solo condenado, no decantó esa información. “Es sólo una primera etapa que se cierra”, dijo Jean-Michel Bouvier, instalado en Salta desde el comienzo del proceso y seguro de que junto a Lasi hay otros responsables que no fueron ni siquiera investigados y que plantaron pruebas y contaron con la complicidad policial, como ocurrió en tantas otras muertes cruentas de mujeres, como María Soledad Morales o Nora Dalmasso. En el doble femicidio de Cassandre Bouvier y Houria Moumni está presente además esa espada justiciera que parece levantar el machismo cuando se ve amenazado: qué hacen ahí sueltas, por qué circulan con tanta libertad, cómo es que nadie (un hombre) las acompaña. Como cuando las cámaras de tránsito revelaban el deambular de María Cash en las rutas jujeñas, esa pregunta se erige como marca en una piedra que ya está horadada hace rato: mujeres solitas buscan guerra.
Gustavo Lasi señaló a Daniel Vilte Laxi y Santos Clemente Vera como cómplices de las violaciones y asesinatos de las dos jóvenes, pero las pruebas se esfumaron en la quebrada de San Lorenzo, lugar donde –hoy se cree– se plantaron los cuerpos que fueron encontrados el 29 de julio de 2011. Ellas aparecieron muertas, sin sus cosas, con las heridas de bala que les provocaron la muerte y los signos claros y evidentes de haber sido abusadas por más de una persona. A Cassandre la mataron de un solo tiro a muy corta distancia y tuvo una sobrevida de una hora. Houria se quiso escapar y la atacaron de un tiro en la espalda pero también tiene una herida de bala en el brazo. Quién las va a buscar, quién las va a poder encontrar tan lejos, quién va a reclamar por dos mujeres que andaban sueltas en la naturaleza como animalitos, se habrán preguntado los agresores.
La Sala II del Tribunal de juicio salteño señaló a Lasi como autor de los delitos de “robo calificado por el uso de arma, abuso sexual con acceso carnal agravado y doble homicidio calificado criminis causa”, lo que quiere decir que las mataron para encubrir las violaciones. Las vueltas por el esclarecimiento suman hoy, a casi tres años de los hechos, torturas a inocentes, pistas desviadas y el misterio de las decenas de personas que circulaban a esa hora por el mismo lugar que Cassandre y Houria y no vieron ni oyeron nada.
La antropóloga feminista Rita Segato, la escritora Virginia Despentes lo dijeron de distintas maneras pero con igual impacto: la mujer encuentra su límite de circulación en las puntas de los zapatos de los varones. Y esa geografía exhausta de aire y verde es ideal para esconder pruebas, para camuflar razones, para nublar conciencias. Tan aturdida de ese paisaje está también la trama de la trata, oculta entre el pasto crecido y la tierra que se revuelve de vez en cuando para dar con algún resto de una mujer que, una vez más, no es Marita Verón pero tampoco revela su identidad. De algunas, como Fernanda Aguirre, hubo una cara y un nombre para reclamar; de tantas otras, como bien lo visibilizó Susana Trimarco a través de su fundación, de otras no hay nada. Dijo Segato a este diario: “Un tema permanente en mis trabajos es la gran afinidad que existe entre el cuerpo de la mujer y el territorio. Cuando marco con mis banderas, con mis insignias, el cuerpo de la mujer, estoy marcando su anexión a mi capacidad de Estado transnacional. Y una de las formas de todas las religiones, y no sólo de la católica, es marcar los cuerpos siendo esta marca omnipresente. (...) Lo que da los puntos de encuentro son las prácticas. Muchos han dicho que en las visiones culturales la mujer siempre está asociada a la Naturaleza, es el gran útero, la Madre Tierra, se la vincula con una cierta pasividad de la Naturaleza frente a la acción del Hombre. Yo no hablo de la tierra, me refiero al territorio en sentido político. Las prácticas guerreras muestran la manera hegemónica de entrar el cuerpo de la mujer en la ideología, en la representación colectiva: siempre tuvieron ese correlato de la conquista de un territorio, la anexión del cuerpo de las mujeres, la inseminación por violaciones individuales o colectivas, su esclavización para servicios sexuales”. Esa marca perenne sobrevive y goza de buena salud, como bien lo indica este caso. El condenado por este crimen, que claramente encubre a otros, no podría enunciarlo de esta manera, jamás diría que ajustició al género femenino por soltar al mandato de la casa y la crianza, pero de su declaración textual surge esa trampa del lenguaje donde hasta los más vivos quedan pegados: Lasi dijo que “acabó”, dijo “tuvimos relaciones”, dijo “accedí a ellas”.
Despentes narró en Teoría King Kong una violación que la tuvo como protagonista en sus años de juventud. Pero volvió a salir a la ruta y a hacer dedo para llegar a los recitales de sus bandas preferidas. No hacerlo la hubiera matado. Un riesgo que prefirió correr en el campo de batalla que entre las cuatro paredes de su casa.
“No sabía que a una mujer podían matarla por el solo hecho de ser mujer, pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando. Anécdotas que no habían terminado en la muerte de la mujer, pero que sí habían hecho de ella objeto de la misoginia, del abuso, del desprecio”, escribe Selva Almada en la primera parte de Chicas muertas (RH), el libro que acaba de publicar pero que tiene sus años de historia. Años donde no casualmente se instaló la palabra femicidio y la violencia de género recrudeció sus aristas hasta sofisticar sus procedimientos, como en la modalidad del fuego y el refrán repetido de los agresores cuando los interrogan: “Se quemó sola”. Solita.
Almada viene con el proyecto de escribir sobre estas muertes desde 2008, especialmente la de Andrea Danne, una chica de 19 años que fue apuñalada mientras dormía en su casa de San José, un pueblo cercano a su Villa Elisa natal, en la provincia de Entre Ríos. Su asesinato ocurrió el 16 de noviembre de 1986 y cuenta Almada que esa historia le puso los pelos de punta. Ni siquiera tu casa es un lugar seguro, pensó entonces. Por el crimen se sucedieron varias hipótesis, sobre todo aquella que marcaba que la habían matado sus propios padres. Sin embargo, las investigaciones de Almada ahora reviven lo ocurrido entonces: horas de interrogatorios a un círculo que repetía siempre lo mismo, que nadie sabía por qué ni quién pudo haberla matado. Las otras dos muertes que relata Almada tienen ese mismo escenario, pueblos de provincia donde los rumores se oyen más fuerte que las verdades dichas a los gritos. María Luisa Quevedo tenía 15 años cuando fue asesinada, el 8 de diciembre de 1983, en la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña. Estuvo desaparecida unos días y su cuerpo fue hallado sin vida, violado y estrangulado, en un baldío. Nunca nadie fue procesado por el asesinato. Sarita Mundín tenía 20 años la última vez que la vieron con vida, el 12 de marzo de 1988. Sus restos aparecieron mucho después pero su madre siempre dudó de que sea ella ese conjunto de huesos pelados. Pidió un ADN y la pericia le dio la razón, sin embargo nunca se supo qué pasó con Sarita ni de quién eran esos huesos de mujer que aparecieron en el medio de la nada. Chicas muertas trenza estas historias, sus sospechas y testigos, con los recuerdos de una narradora que, como sus protagonistas muertas, creció en un pueblo provincial y se acostumbró a las historias como se acostumbra una al desayuno: a fuerza de repetición. Así describe a la vecina golpeada que recibe tan “bien” los golpes que ya ni se le notan, a esa que secuestraron y no pararon de violar en el medio del campo hasta que pudo escaparse y rehacer su vida con su novio de siempre, a la que visitaba a su tío a cambio de favores de dinero y que le dio el pase a su hija cuando la superó en buenas curvas. A la que se cansaron de penetrar en patota porque era demasiado histérica y cuando ya no aguantaron los cuerpos le dieron con una botella, como para que aprenda. Algo de ese espíritu “solidario” que se enciende entre machos cuando alguno sufre por una conchuda, y que sólo se calma cuando la violencia sexual marca quién realmente la tiene más grande. “Siempre me interesó la violencia y la violencia contra las mujeres me interesa básicamente porque soy mujer, y porque si bien la mayor parte de las noticias sobre femicidios son urbanas, en el interior hay una violencia latente, permanente, que por momentos explota, que es muy distinta de la violencia urbana. No hay motochorros. Pero sí hay dos tipos que se toman un par de copas de más y se acuchillan en un bar. También empezar a pensar estos casos y mi relación con este tema me hizo dar cuenta de que yo también había sufrido violencia. Creo que no debe haber ninguna mujer que pueda decir ‘nunca fui objeto de violencia’. Se naturaliza tanto que termina siendo aceptado como parte de ser mujer. Me interesan todas esas pequeñas anécdotas cotidianas que también tienen que ver con que en algunos casos se llegue al extremo de la muerte. Mostrar que convivimos a diario con esas pequeñas manifestaciones violentas y una misma lo toma como ‘bueno, qué sé yo, no pasa nada’, dice y evoca ese jefe pesado que tuvo hace algunos años y que pasaba por las espaldas de sus empleadas tratando de hacerles masajes. ‘A mí me lo hizo una vez y le dije nunca más, pero cuando les preguntaba a mis compañeras por qué dejaban que este nabo venga y las toque, me decían ‘pero es un boludo, dejalo, no te va a hacer nada’. Y en este ‘no te va a hacer nada’ o ‘no te va a violar’ hay otro mensaje. Esa cosa que yo también naturalicé, porque de otro modo le hubiera metido una denuncia, es la que me interesa y que quise contar en el libro. Esa que pensamos: ‘Bueno, no, hacerle una denuncia es una exageración. El tipo es un pajero pero no pasa nada’. Esas ‘boludeces’ que muchas veces terminan yéndose a la mierda: Mangeri, que la conoce a Angeles Rawson desde los 6 años y la termina matando”, dice y explica, tan bien como su libro, que en el interior está todo mucho más mezclado, en esos pasos de tragicomedia donde el agresor es el cuñado del que te toma la denuncia. Y ni qué hablar del ruido que se arma en torno de cualquiera que levante polvareda, sobre todo si lleva pollera. “Hace unos años explotó en mi pueblo la historia de una chica que escribió un libro, supuestamente basado en una historia que le había contado una amiga, y resultó que en realidad era su propia historia de vida. La escritora era la hija de un tipo que muchos años fue intendente del pueblo, y lo que ella estaba contando era un abuso intrafamiliar, hacia ella y sus hermanas. Era un intendente muy respetado, un tipo muy querido. Yo lo había tratado bastante, era un tipo que parecía muy paternal. Para mí fue muy impactante. Obviamente en el pueblo saltaron a decir que era una mentirosa, otro síntoma muy común en las tramas de abuso. Entonces estas historias de violencia que muchas veces terminan en crímenes están lamentablemente avaladas por nosotras las mujeres desde distintos frentes: desde la que dice ‘es un pajero pero no va a hacer nada’ hasta la madre que no le cree a la hija, que prefiere a su marido antes que a su hija. Es terrible pero somos las propias mujeres las que reproducimos ese discurso patriarcal y misógino, y esas mujeres siguen criando hijos machistas. Yo veo un panorama bastante desolador y me parece que las redes sociales también alimentan la misoginia, el machismo, el bastardear anónimamente a una mujer porque sí, en clara diferencia con los varones”.
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