DEPORTES
Publicidades lacrimógenas con varones sudados y llorosos, televisores en oferta, figuritas con más de 600 rostros masculinos intercambiadas en los recreos de la escuela y también en la oficina, camisetas celestes y blancas en tamaño bebé vendidas en los semáforos, chistes misóginos que empujan a las chicas a la cocina mientras ellos se instalan en el living; empieza el Mundial y todo su marketing les habla a los varones y apenas susurra alguna cosa en el oído de las mujeres. Como si ellas no jugaran al fútbol, como si ellas no entendieran de qué se trata. ¿O será al revés? ¿Será que ellas, a fuerza de pelear cada centímetro de cancha, tienen a flor de piel la pasión y la épica del equipo? ¿Será que ellas, por expulsadas del paraíso del potrero, prefieren la acción a la poltrona frente al show del marketing? Para una mina hacer gambetas y desmarcarse o cuidar el área chica y recuperar la pelota es también luchar contra los prejuicios, demoler a fuerza de juego y solidaridad de equipo los estereotipos de género. De eso se trata este texto y las imágenes que lo acompañan, de una mirada que recupera el corazón del deporte y planta bandera en un terreno que no es ajeno pero así se pretende y levanta la polvareda necesaria de toda revolución.
› Por Silvina Giaganti
Ya es la madrugada del 30 de mayo, pero como cuento los días a partir del momento en que abro los ojos después de dormir, todavía es la noche del 29, la de mi cumpleaños, que festejé con las amigas del fútbol cortando una racha electiva de natalicios cubiertos de introspección y silencio, para abrirme al ruido de las chapitas que saltan de las botellas de cervezas como delfines en el agua abierta y al roce de los abrigos que liberan la energía que transcurre en los abrazos, y para desear –mientras armamos una escenografía y posamos para una polaroid que, estafando un poco al tiempo, nos entrega en el momento imágenes en papel–, frente a una chocotorta rociada con confites que sostiene una vela encendida con una llama azul-anaranjada, un bienestar repartido en tres palabras dichas para adentro con la contundencia con la que se debe pronunciar el Om para armonizar con el universo.
Ya es la madrugada del 30 de mayo mientras vuelvo a mi casa de Monserrat caminando por Chile desde San Telmo, empujada suavemente por la hilera de faroles que iluminan las cuadras que ofician de escenario para que mi mente, estimulada por la reverberación de las risas y las charlas con las amigas con las que el fútbol me cruzó, repase la amplificación de la amistad que sólo un deporte jugado en equipo puede dar. El deporte colectivo opera transformaciones personales descomunales en quienes lo practicamos, porque cada vez que le das un pase a una compañera adentro de la cancha te quedas menos sola en la vida. Porque cada vez que una pierde una pelota y la puedo recuperar es mucho más que una pelota lo que recupero, es probar que puedo y quiero y me voy a matar para cuidar la espalda de todas las que juegan conmigo. Porque cuando una mete un gol y salimos corriendo para festejarlo, no estamos festejando el ingreso de la pelota al arco, estamos ejerciendo la alegría de haber alcanzado una meta cuya condición para lograrla fue ponernos de acuerdo para hacerlo. El fútbol como lo entiende Club Social y Deportivo Cabrera es solidaridad en formato físico, un entrenamiento para transformarnos por dentro y por fuera, como la flor de loto que surge desde el barro.
Ya es la madrugada del 30 de mayo y freno en la esquina de Santiago del Estero, empujo la pesada puerta de calle, subo los seis pisos por el ascensor enrejado de hierro negro antiguo, abro la puerta blindada de madera maciza y me saco la campera de jean y corderito humedecida con gotas de rocío, la camisa con olor a cigarrillo, a perfumes mezclados y a frío, y la remera con mi olor más íntimo. Me desvisto en el cuarto mientras Poxi me mira desde la cama con la suficiencia de una perra mestiza de once años pero con la energía y salud de un cachorro sorprendido por el milagro de existir. Enciendo la hornalla para hacerme un té común saturado de limón y azúcar mientras, con la puerta de la heladera abierta, tomo del pico de una botella de dos litros y cuarto, agua tónica para apagar los latigazos de sed que inflige la alta graduación de alcohol al cuerpo.
Prendo la computadora. Archivo nuevo. Documento en blanco. Quiero, en este cumpleaños, en esta madrugada, narrarme. Quiero escribir para disimular todos los fracasos. Quiero escribir para decir con sosiego el desasosiego. Para tomar la medida del cráter que hay en mi corazón. Para ver si avanzó. Para hacerle fondo blanco a la madrugada y a su noche estrellada antes de que el cielo aclare y me vuelva una más con un año más encima.
Pero antes abro una carpeta amarilla suspendida en el borde superior izquierdo de la pantalla donde guardo la foto de mi primer partido con el equipo. Y entonces me narro conmemorando ese domingo al mediodía de marzo de 2012, mi debut en Cabrera, mirando la foto donde Tota, Florencia, Moyi, La Rusa, Fer y yo sostenemos con los brazos en alto sin flexionar la Penalty número cinco de gajos rosa chicle y blanco que ganamos por salir subcampeonas después de jugar cuatro partidos bajo un sol caliente como el horno de una pizzería un domingo a la noche. Cada una de las yemas de nuestras manos la rozan un poco, en un gesto de que sin ninguna de nosotras esa pelota estaría ahí suspendida encima de nuestras cabezas, como un planeta que flota y nos envuelve.
No es poco hacerse un mundo, tener un planeta. Y yo tengo un planeta desde que juego en Cabrera, que no es un grupo de mujeres que nada más juega a la pelota, sino un equipo. Un equipo no es la suma de las cinco que entran de titulares a la cancha, más las dos que entran más tarde, más Maga, que es nuestro DT este torneo, más Mery, Caro y Luz que ofician de jefas de la hinchada, más Punto M que saca las fotos, más Verena que se fue a cubrir el mundial, más Fernanda que escribe preguntando si ganamos. Un equipo es preocuparse por el resto si algo anda mal, achicar diferencias, desinflamar los egos hinchados, achisparse en una pelea y volver o llamar para pedir perdón. Es cenar juntas, planear ir al campo, pedir fecha libre si son varias las que no pueden estar. Es cantar la canción de Italia ’90 a grito pelado pasadas de tragos. Es intentar traducirla. Un equipo es el que cuando se hizo una entrega de medallas porque salimos subcampeonas y en vez de ir a retirarla preferiste ir a ver a la chica por la que perdiste la cabeza y el tiempo, te llama, se molesta, te entiende, te perdona. Y te pide que no lo hagas más. No así.
Decía que no es poco hacerse un mundo, tener un planeta. Crearse una zona donde cambiar la piel.
Mi amiga Moyi, que juega de 5 pero se adapta a cualquier puesto, me secunda cuando cambio la piel. Moyi, que tiene el pelo corto y rubio, es alta de piernas largas y no da por perdida ninguna pelota. Que es hincha de Ferro y usa shores de equipos ingleses. Que tiene una bicicleta de carrera color verde claro metalizado. Y un perro que sacó de una perrera que se llama Lupo. Que organiza los partidos, convoca a las jugadoras y consigue las suplentes que las desertoras de primer o de último momento van dejando vacantes antes de que se hagan las ocho de la noche de los lunes y nos encontremos en la cancha techada de Godoy Cruz y Gorriti para cambiarnos en el vestuario comentando el fin de semana, para pelotear y trotar primero un poco y arrancar el partido después. Moyi, con la que nos hemos reprochado errores adentro y afuera de la cancha, nos abrazamos festejando un montón de goles, nos fuimos decepcionadas y con la cabeza clavada al piso por perder partidos, nos turnamos para llevar bananas al torneo y al entrenamiento, nos contamos quién nos gusta, nos regalamos boxer, intercambiamos ropa usada, brindamos en cada uno de los terceros tiempos, nos volvemos por la bicisenda de Gorriti, y cada vez que nos despedimos en la esquina de Corrientes y Angel Gallardo después de haber corrido y eliminado toxinas y descargado los sentimientos acumulados en la vida, y nuestras respectivas bicicletas de carrera encaran para Monserrat y Caballito, pactamos que la primera que llega a su casa avisa y espera el aviso de la llegada de la otra. Nos creamos un cielo protector en este mundo de tanto desamparo. Y tenemos un plan nuevo que es salir a correr. Moyi me ayuda a cambiar la piel.
La Rusa me ayuda a cambiar la piel. La Rusa que creó el Club Social y Deportivo Cabrera hace más de 13 años y se recibió con medalla de honor en decir siempre la palabra justa. Que juega de 10 y me quedo corta si digo que es crack, porque jugar en su equipo es tener medio partido metido en el bolsillo, pero a veces me distraigo viendo cómo lleva la pelota pegada al pie y elude 25 veces por partido a chicas a las que les lleva quince años. Y a mí, que no me lleva tantos. Que no la puedo marcar porque no logro descular cómo sacarle la pelota que va pisando para los costados y para adelante hasta que sacude el arco o da un pase gol, dándole la espalda a la jugada porque ya sabe si la pelota entró o no. Ella no lo sabe pero yo escucho todo lo que dice, y cómo lo dice: que un equipo si se lleva mal afuera de la cancha pierde como equipo; que llegar puntual al partido del torneo es indispensable para empezar de titular; que el respeto a las compañeras es más importante que la punta y que ir invictas. Que de los terceros tiempos no se participa con gusto habiendo ganado, habiendo perdido es más importante ir. Y que hay que marcar de cerca porque Cabrera no es un equipo veloz y la diferencia la hace en otro lado. La Rusa me ayuda a cambiar la piel.
Yo me ayudo a cambiar la piel. Yo que soy defensora y que trabajo de que no le metan goles a mi arco. Me agrada ver la cancha desde atrás y mi puesto, porque me hace sentir que tengo la capacidad de salvar algo. Yo que, desde que me regalaron una pelota número cinco de cuero a los cuatro años, seguí jugando en la calle de mi cuadra, poníamos cascotes para hacer los arcos y subíamos a la vereda cada vez que venía un auto. Con mi amigo Javier, hincha de Independiente como yo y sobrino de la vida de mi tía de sangre, Norma, jugábamos todos los días los tres meses de verano en la casaquinta de sus padres en Florencio Varela, desde las 10 de la mañana hasta el mediodía, y desde las 4 de la tarde hasta que la oscuridad caía encima de los pinos y las ligustrinas. Ahí descubrí el juego asociado, y el deseo de hacerme respetar en un deporte que no estaba culturalmente ligado a mi género. En la casaquinta jugué siempre con varones, que primero dudaron en aceptar a una mujer y después me querían en su equipo. Alguna vez me quedé pensando qué fue de esos momentos, de cuando tenía 11 años y jugaba de volante creativo, una mezcla de cinco ofensivo y de jugador número diez. Y ahora miro la cancha desde atrás de todo, porque ése es el tipo de visión que la adultez me ofreció. La de la retaguardia. Yo me ayudo a cambiar la piel.
Florencia, Tota, Vitto, Verena, Fer, Maga, Laurita, Mery, Juli, Caro, Punto M y Luz me ayudan a cambiar la piel, mientras se cambian ellas mismas su piel. La sede del Social y Deportivo, la casa de la Rusa y Verena, que queda en Cabrera y la vía, con un patio largo lleno de plantas en macetas y enredaderas casuales como formaciones geológicas que se fueron adhiriendo de manera caprichosa a las paredes me ayudan a cambiar la piel.
La mesa de madera de la sede de Cabrera, que no es una mesa, es el lugar donde hacemos la amistad, me ayuda a cambiar la piel. Porque es el lugar donde hablamos de amor y de música, del partido que jugamos y de lo que hay que mejorar, de la vida y de proyectos, donde comemos comida sabrosa y tomamos submarinos y whisky en invierno y cerveza y tragos en verano. Donde vemos partidos importantes comiendo empanadas o pizza. Donde levantamos al caído y le decimos que ya va a pasar. Es la pista de baile cuando hay un cumpleaños. Es donde a veces no estamos de acuerdo.
Todas las mujeres que juegan al fútbol y que no hacen cosas para lo que fueron automáticamente habilitadas y que saben que los espacios no se piden sino que se conquistan me ayudan a cambiar la piel. Todas las mujeres que juegan un deporte asociado exclusivamente a los hombres por parte de un chauvinismo atrasado me ayudan a cambiar la piel. Todas las mujeres que saben que colectivamente se aprende más que estando aisladas me ayudan a cambiar la piel.
El sábado a la tarde fui a ver Mujeres con Pelotas, un documental que muestra el mundo del fútbol practicado por mujeres en nuestro país, con testimonios e imágenes hermosas y con otros que insisten en la inviabilidad del amor entre una mujer y una pelota. Me vi reflejada en la incomodidad y el desgaste que la saturación de prejuicios organiza en relación con una práctica que todavía genera resistencias al momento de verla combinada con una mujer, revestida de excusas eugenésicas (las mujeres no tienen la misma potencia ni precisión para pegarle al balón como lo hacen los hombres); económicas (el fútbol femenino es insostenible económicamente para ser aprovechado como deporte), estéticas (es más presentable que una chica juegue voley o hockey porque sus movimientos físicos les sientan mejor).
Mónica Santino, que aparece en el documental y con quien jugábamos al fútbol en una cancha de Caballito cerca de Yerbal y Rojas hace más de quince años y en otra de Juan de Garay en un momento en que eran casi inexistentes los lugares donde las mujeres lo hacían, referente total y entrenadora de jugadoras en la Villa 31, hincha de Vélez por su abuelo y por su padre, que en este momento persigue el proyecto de crear el primer club de fútbol femenino, concentra la claridad en su persona y sus palabras para referirse categóricamente a que todas las excusas eugenésicas, estéticas y económicas no son más que el epifenómeno del anhelo de control sobre el cuerpo femenino. Porque cuando jugás a la pelota porque querés hacerlo sos más vos, tu cuerpo es más tu cuerpo, te encontrás con una comodidad que no sabías que podías alcanzar, te expandís corporal y mentalmente, adquirís conciencia de tu derecho al ocio, al tiempo libre y a formar vínculos nobles, que como cuando das un pase adentro de la cancha, no te dejan nunca más sola, porque sin solidaridad el juego no prospera. Sin embargo no conozco chica a la que no se le haya dicho, de mínima, machito o marimacho por jugar al fútbol, simplemente por sentir que tenés el mismo derecho a jugar a lo que tenés ganas de jugar. No obstante la agenda feminista tampoco ha tenido en su agenda ni le ha dado gran importancia al fútbol femenino como maquinaria imparable de triturar estereotipos de género. Tal vez por demasiado barrial y pasional.
Me enamoré del fútbol con un tipo de enamoramiento que sólo me iba a pasar más tarde con pocas personas: sin buscarlo, sin pensarlo, sin analizarlo ni buscarle causas. Además de enamorarme, el fútbol me conmueve como me conmueve el barrio en el que nací, porque nací en uno bien lindo, en Avellaneda, barrio que a su vez vio nacer y crecer a mi viejo; como me conmueven los pibitos que callejean y juegan a la pelota hasta tarde como lo hice yo, y como me conmueven los perros sueltos que les ladran a los autos, y la cucha de madera que mi papá le hizo a uno en la puerta de su casa, y que se quedó para siempre a vivir ahí, y cuando el año pasado mi papá se enfermó y estuvo internado y volvió curado tres semanas después se le tiró encima para festejar. Me enamoré del fútbol cuando a los cuatro años pedí para el Día del Niño una pelota. Me compraron una de cuero número cinco de gajos rojos y blancos, me la dieron y salí a la vereda y había mucho sol. Hice jueguito y la pateé contra la pared hasta que me metieron adentro para comer.
Mi papá es hincha de Boca pero terminó comiendo domingo por medio de forma relativamente apurada para llevarme a ver a Independiente a la Doble Visera de Alsina y Cordero. Me acuerdo de que la primera vez que me llevó a la cancha fue en el año ’83, un partido nocturno que jugaba contra Ferro, y que para ir nos tomamos en la esquina de casa el 271, el mismo que él se tomaba a las 4 de la mañana de lunes a viernes para luego tomarse otro que lo dejaba en Costanera Sur, donde ejercía su oficio de soldador en Segba. Nos bajamos en Alsina y Mitre y caminamos las más de seis cuadras que separan la avenida de la cancha rodeados de otros hinchas peregrinando como en un ramadán, y a su vez todos escoltados por el despliegue en el borde de las veredas de puestos de choripanes y paties que tiraban humo como chimeneas industriales, y por mantas que desde el piso invitaban a comprar las camisetas titular y suplente, los gorros de lana, de tela y con visera, las cornetas y vinchas, y las fotos en color de los jugadores por separado en formato vertical y del equipo completo en formato horizontal. Y por la aparición intermitente del carrito verde de pizza canchera que era itinerante porque no se quedaba fijo en ningún lugar. Nos deslizamos por ese escenario teñido de rojo por todos lados agarrados de la mano, mientras yo era testigo de lo que a través de los años entendí que era el fenómeno que mejor maridaba con la palabra pasión. Cuando llegamos a la cancha pasamos el rigor frío del molinete y nos metimos por unos túneles de cemento sin pintar subiendo escalones inmensos, mientras se escuchaban con más intensidad los cantos de la hinchada y de repente, después de subir dos o tres bloques cementeros en forma de zigzag, apareció el césped color verde vibrante de la cancha. Sé que en ese momento sentí melancolía de la melancolía que me iba a dar después ese momento: yo a los siete años de la mano de mi papá de cuarenta y siete, haciendo el reconocimiento del que iba a ser el lugar en el que iba a sentir con todas mis células. Me acuerdo todavía de la piel arrugada y suave de su mano agarrando la mía, y de su silencio, porque lo que daba lo daba desde otro lugar. La mejor manera de ver cómo da mi papá es mirarlo a sus ojos verde claro. Nos sentamos en dos plateas cerca de la mitad de cancha. Independiente perdió ese partido uno a cero.
El regalo más lindo ligado a Independiente me lo hizo mi mamá, Livia, que tiene nombre bien italiano porque nació en Reggio Calabria y a los 14 años, escapando del hambre de la posguerra, viajó treinta días en barco con su madre y su hermana y terminó viviendo en un conventillo de Gerli y que, trabajando en Alpargatas, conoció en la puerta de la fábrica de Barracas a mi papá. Semanas antes de la Navidad del ’83, mientras me secaba el cuerpo luego de un baño caliente que me había dado, me preguntó qué quería que me trajera Papá Noel. No lo dudé: “El equipo de Independiente todo rojo con el escudo en la camiseta”, le contesté asertivamente mientras me miraba a mí misma en el espejo del baño, agarrada a sus hombros cuyos brazos me frotaban el toallón por el pecho secándolo, mientras yo iba delineando aspectos centrales de mi personalidad. El 24 de diciembre, una remera roja de piqué con el escudo de cuerina que decía C.A.I a la altura del corazón, y un pantaloncito rojo de género veraniego me esperaban envueltos en papel regalo a los pies del árbol, en la misma esquina donde todavía mi mamá lo sigue armando los primeros días de diciembre, todos los años.
Cuando el año pasado Independiente se fue a la B me enfermé durante dos semanas. Flojera del alma que traspasó al cuerpo que se me desinfló como un globo fin de fiesta que pierde de golpe el aire. Dos semanas donde apenas me levanté para comer y hacer las transacciones básicas con la vida, como trabajar, comprar insumos y sacar a Poxi a pasear por la noche por avenida Belgrano desde Santiago del Estero hasta Balcarce, juntas las dos como soldados atontados por un ruido de alto impacto, atravesando la aridez de una avenida que sólo tiene vida de día, cuyo vacío me invitaba como un amigo íntimo al quiebre que me sucedía cada vez que pensaba en la caída, porque el deslumbramiento por ese Independiente “institución ejemplar” y “orgullo nacional” fue la última ilusión que se terminó de descascarar. Porque lo jodido es dejar de ser quien se es sin saber si nos da la máquina para poder reinventarnos una vez más. Morder el polvo para ser otra una vez que te levantes.
Porque el fútbol no tiene nada que ver con el fútbol, a pesar de ser de las cosas más reales que existen. El fútbol es la excusa para tomarte un colectivo con tu papá y especular sobre cómo va a ser el resultado del partido, mientras se forma la argamasa de recuerdos de una vida juntos. El fútbol es la excusa para que tu mamá se haga hincha de Independiente y se ponga feliz con vos para entrarte por algún lado a ese mundo que te importa tanto. El fútbol es la excusa para ver a tu equipo campeón y copar la sede de avenida Mitre con miles de personas del mismo barrio y cantar, desde la calle mirando los balcones y los autos que pasan, que somos lo máximo aunque no lo seamos. El fútbol es la excusa para recordar el barrio y el escudo pintado en aerosol en la esquina de chapa de Suipacha y Villegas donde paré con mis amigos y que fue bueno dejarla atrás para ir a sufrir en otro escenario. El fútbol es la excusa para saber que la teoría de la reencarnación no es necesaria porque es en ésta donde nacés y morís mil veces.
Empezó el Mundial, ese momento donde la integración patriótica simula alcanzar cimas impensadas, y donde todos parecemos haber leído un manual de cómo ser buenos con nuestro país, nuestros compatriotas y con nuestro suelo. Yo, y las que estamos de este lado, miramos el primer partido en la casa de Marechal, con todas las pibas.
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