ALBúMINA
› Por Guadalupe Treibel
“Genera una emoción poco habitual observar cómo se despliega un genuino fenómeno cultural pop. Primero, Frozen simplemente era la nueva película Disney. Luego, una muy buena película Disney. Empero, al momento de convertirse en el film animado más taquillero de la historia, ya se había transformado en una pieza generacional clave”, advirtió hace unas pocas semanas el medio brit The Guardian en un intento por desentrañar el quid de la vital Frozenmanía. Fenómeno que además de materializarse en Oscar y record de espectadores, venidera secuela y potencial espectáculo sobre hielo, entre otros etcéteras, tiene al mundo tarareando –de meses a la fecha– el precioso “Let It Go”, entronizado por la voz cantante de Idina Menzel. Y lo que es aún más extraño: ¡sin cansar! Como tampoco agota que niñitas del globo continúen bañándose en el mensaje de la cinta suceso: que no salvan los príncipes, que el amor verdadero tiene más de una forma, que las hermanas sean unidas (aun sin ley primera), que no hay villanas sino emociones viles, como el miedo y la vergüenza.
Entonces, que estas heroínas sigan levantado olas y excedan las expectativas de cada ámbito no resulta curioso. Frozen, después de todo, cambió más de una ecuación Disney, además de ser visualmente estimulante y tener un soundtrack a prueba de inviernos. Lo que, en cambio, sí resulta peculiar es el alcance de su potencia, como deja en evidencia una noticia que circula desde los pasados días. Ocurre que, a pesar de que la reina Elsa y la princesa Anna viven en el completamente ficcional reino Arendelle, las/os aficionadas/os norteamericanos han tomado nota de que el director de arte, Michael Giaimo, se inspiró en la orografía de Noruega, en especial la zona de Bergen y sus fiordos. Y, sin reparar en que se trata de una película ¡animada! y que el reino ¡no existe!, han salido en búsqueda de los paradores Frozen. Con ayuda –eso también hay que decirlo– de la propia Disney, que inició una campaña de estímulo en sociedad con el país nórdico. ¿El resultado? Un aumento del 37 por ciento en reservas hoteleras, del 40 por ciento en ventas de operadores turísticos, del 57 por ciento en arribos a Oslo desde Nueva York. Ni qué hablar de que la búsqueda de vuelos noruegos se ha disparado en un 153 por ciento... Un auténtico fenómeno cultural pop, con banca viajera.
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