PERFILES > DILMA ROUSSEFF
› Por Roxana Sandá
“Estoy oyendo sus voces, las voces de la calle”, viene diciendo Dilma Rousseff desde hace tiempo, un año para más precisión, en respuesta sensible a la andanada de demandas populares, muchas verdaderas, otras tantas de máscara ficticia. A una masa informe de especímenes desestabilizadores no les interesa que escuche, sino más bien que se aturda hasta quedar sorda y, en lo posible, que dimita y se vaya bien lejos con sus respuestas a los reclamos de viviendas y mejores servicios públicos de salud, educación y transporte. El que rodea a este Mundial no es el huracán de manifestaciones al que se refería Eric Nepomuceno en 2013, pero hay un coro estable aprovechando otra tormenta perfecta. La que desataron las obras de infraestructura aún pendientes, fíjese usted, ahora que empieza la Copa del Mundo y ya pasaron más de siete años y medio desde que Brasil fuera elegido como sede del Mundial, argumentan con espamento de señora en batón. En uno de sus momentos filosos y con buen ojo, Diego Maradona dijo que “quieren tapar con cemento el Mundial”. En otro, olvidable, el titular de uno de los medios de la localía hegemónica aseguró que “Dilma teme ser abucheada en la ceremonia inaugural”, para luego admitir en el cuerpo de la nota, casi al pasar, que la presidenta mantiene la delantera en todo el país, con el 38 por ciento de los votantes. Encuestas del instituto Vox Populi corrigen que sería reelecta en primera vuelta con un 40 por ciento de los votos. Si las elecciones fueran en estos días, la mandataria que busca la reelección ganaría sin necesidad de ir a un ballottage, porque superaría a todos los opositores.
Emir Sader planteaba el miércoles, en una columna para este diario, que el nacionalismo de los gobiernos progresistas del continente como Argentina, Brasil, Uruguay, Ecuador, Venezuela y Bolivia es un elemento de incomprensión, porque “esos países latinoamericanos incomodan a los organismos internacionales de la derecha”, que construyeron “una América latina irreal”. Dilma Rousseff representa, sin duda, la América latina en su realidad más cruda, nunca en solitario y hasta hoy con el apoyo de un pueblo que primero Lula y más tarde ella fueron rescatando de una miseria que parecía condenada a la eternidad. Un dato fundamental: el índice de mortalidad infantil cayó un 47,5 por ciento en el país. “El Brasil que recibe esta Copa es muy diferente de aquel país que en 1950 recibió su primera Copa. Hoy somos la séptima economía del planeta (...)”, afirma. “En los últimos años nuestro país promovió uno de los más exitosos procesos de distribución de renta, de aumento del nivel de empleo y de inclusión social. Redujimos las desigualdades en niveles impresionantes, elevando en una década 42 millones de personas a la clase media y retirando a 36 millones de brasileños de la miseria.” Por estos días se asustó a la opinión pública con el peligro de un racionamiento de energía y se llegó al ridículo de vaticinar una epidemia de dengue en pleno invierno. Sin embargo, la mujer no trastabilla, antes sí desafía. “Hay gente que alega que los recursos de la Copa deberían haber sido aplicados en la salud y la educación. Escucho y respeto esas opiniones, pero no concuerdo con ellas; se trata de un falso dilema. Las inversiones en los estadios sumaron ocho billones de reales. Desde 2010, cuando comenzaron las obras en los estadios, hasta 2013, el gobierno federal, los estados y los municipios invirtieron cerca de un trillón y 700 billones en salud y educación respectivamente.” O sea, en un mismo período el valor invertido en salud y en educación en Brasil es 212 veces mayor que el valor invertido en los estadios. No es simplemente una verónica contra detractores de turno, son acciones concretas de la estadista que eligió una manera de ver, hacer y situarse fuera de toda forma de violencia, libre de preconceptos, inclusiva y diversa. En el mientras tanto habrá que seguir gambeteando agresiones globales, impredecibles, no simples virulencias, y atravesando los agujeros negros que quedan, para fortalecer un espacio propio y poderoso que de seguro teñirá toda una época.
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