INTOXICADA
Como un decálogo de todo lo que no debería escucharse livianamente en los medios electrónicos, éstos se regodearon esta semana con la historia de un docente que se presentó como víctima de una niña de 12 que le habría puesto veneno en el agua, para terminar siendo denunciado por antiguas alumnas por abuso sexual. Banalidad, voyeurismo, una menor estigmatizada y la memoria colectiva de las mujeres para decirles a ciertos personajes que no pasarán, aun cuando todavía no se sepa muy bien cómo recoger ese guante.
› Por Roxana Sandá
Miguel Angel Porro cierra los ojos, se tapa la cara haciendo techito con las manos, se masajea la pelada, toma café hasta cuando no hay nada en la taza. Se dice abrumado por un supuesto envenenamiento que le habría provocado una alumna de 12 años, aun cuando en la clínica a la que acudió sólo le dieron pastillas purgantes por si las moscas e hicieron denuncia porque así lo exige el protocolo cuando este tipo de casos ingresa a una guardia médica. Es inquieto Porro, de gesto y de lengua: salió de su internación para dar una conferencia de prensa en Udocba, el gremio al que pertenece y que nunca inició seguimientos, pese a las versiones que les llegaban sobre algunos episodios de pedagogía dudosa de su afiliado, profesor de la Escuela Nacional de Comercio Manuel Belgrano de Villa Ballester. A decir verdad, no se necesita rastrear demasiado en la historia mediática reciente y abundante de Porro para captar las porciones groseras de derrapes con que está hecho este guiso. Desde su primera aparición pública viene sirviendo en bandeja la cabeza de una niña a quien él mismo se encargó de caracterizar como la figura border que pondría en riesgo a todas y todxs. “A mí me salió más o menos barata. Qué va a pasar si mañana la mamá no le presta el vestido para bailar o el coche. Yo creo que hay un rasgo peligroso.”
Este hombre de 67 años, con un camino extenso transitado en la docencia teatral primero, y en la materia Construcción ciudadana en la actualidad, sabe qué disparadores activar frente a las fauces mediáticas cuando se refiere a una alumna menor de edad como peligrosa, con problemas psiquiátricos. “Le cuestan los límites”, agrega con voz de lamento, pendulando la cabeza. (Un par de dudas: ¿por qué MAP salió a dar una conferencia de prensa con la velocidad de la luz? En todo caso, si fuera precisa una comunicación pública de estas características, ¿no deberían haberla realizado las autoridades de la escuela?) Y la estocada final: “Es que ahí no hay un padre”, dice a los panelistas de El diario de Mariana, que emite la pantalla del 13, un programa plastilina que va tomando las formas de la agenda coyuntural diaria. La producción se zambulló en un regodeo cuasi pornográfico de imágenes e intervenciones estereotipadas, todas fundidas en un voyeurismo siniestro de pantalla partida que duró cerca de dos horas: Porro en estudios haciendo su descargo con Mariana Fabbiani vs. Porro en la película La noche de los lápices, bajo el papel de un represor que violaba a María Clara Ciocchini, la estudiante interpretada por Adriana Salonia. Analistas de medios podrían hacerse un festín interpretando esas escenas exhibidas a repetición y su efecto “videodromo” sobre la psiquis de espectadores deglutidos hasta los huesos en horario apto para todo público.
En menos de 48 horas, Porro les regaló a los medios su caja de Pandora personal. Justo cuando la autoanunciada víctima del envenenamiento difuso asomó en un acting de egolatría supremo (“quiero anunciar que a partir de lo que me pasó estoy pensando seriamente en abandonar la profesión”), dos mujeres le tiraron por la cabeza un pasado noventista de acusaciones por acoso sexual a alumnas de la entonces Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD). Mariana Pizarro y Andrea Jaet, ex alumnas de esa escuela, aún recuerdan el caso con precisión de bisturí.
Jaet declaró que el profesor fue denunciado por los alumnos y que las autoridades institucionales abrieron una investigación administrativa que terminó apartándolo del cargo. Pero las denuncias nunca fueron judicializadas ni figuran en su legajo. Al día de hoy, Porro sostiene que el hecho del que se lo acusa no existió, pero que si hubiera ocurrido se trataría de un caso de “abuso deshonesto”. Cuando se le pregunta por qué conoce esa figura, responde no sin apuro: “Bueno..., porque en ese momento mi abogado me explicó que, si el hecho hubiera sucedido, correspondía a abuso deshonesto”.
“Me quedé helada cuando vi en un noticiero que el individuo envenenado era el mismo al que en 1996 un grupo de estudiantes del profesorado de Teatro del Conservatorio apartamos del cargo por el acoso sexual a una alumna de los cursos de extensión para adolescentes. Siempre ejerció violencia verbal, simbólica y psicológica sostenida. Es un abusador y acosador de niñas y mujeres, un violento perverso. Se jactaba de la escena de violación que había protagonizado en La noche de los lápices; nos decía que la había disfrutado”, recordó Pizarro, ex presidenta del Centro de Estudiantes de la Enad entre 1995 y 1996, y una de las alumnas que elevó el reclamo.
¿Cuántas milésimas de segundo tarda en consumarse el pasaje de víctima a victimario? Las suficientes como para que la tevé argentina pueda crear un monstruo al que todos se monten sin remilgos. Se ficcionalizó hasta lo que debería preservarse como prueba denunciada por Pizarro y Jaet cuando detallaron que Porro “encerraba a sus víctimas en su auto, las manoseaba, las estimulaba sexualmente. Les decía que ellas en realidad gozaban con lo que les hacía pero que no se permitían el goce porque eran reprimidas. Y que él las iba a ayudar a recuperarse y eso las iba a convertir en mejores actrices”. Son contrastes temerarios, si se tiene en cuenta que el martes la cuestión encabezaba el top ten de las noticias y hoy ya no figura ni a placé. Se removió un pasado por lo menos inquietante, se destapó un listado de posibles víctimas en arremetidas mediáticas feroces que en ningún momento respetaron las subjetividades de las personas abusadas. Ni siquiera se ensayaron reflexiones acerca de por qué el derrotero de las denuncias encalló en un mal viaje administrativo. Mientras tanto, los límites de la pantalla plana siguen estirándose como banditas elásticas para dejar caer el drama ajeno por si ranquea, y volver a escupirlo con espectacularidad banal. Y sin retorno.
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