VISTO Y LEIDO
La escritora Siri Hustvedt vuelve con una novela sobre el mundo del arte, el matrimonio y el trabajo de no ser siempre “la mujer de”.
› Por Marina Mariasch
Dicen que detrás de las grandes escritoras, a veces hay un hombre que también escribe. Escribir puede ser reemplazado por pintar, gobernar, maternar o cualquier verbo. Y eso es lo que viene a decir Siri Hustvedt en El mundo deslumbrante, su última novela recién publicada, donde Harriet Burden es una artista que florece, enroscada y a la sombra, de su marido.
La comparación con la propia vida de Hustvedt es difícil, pero no inevitable. Ella parece jugar a esto de ser y no ser, desde el anagrama de su nombre en la protagonista de La venda (Iris) hasta la supuesta investigadora que firma la falsa introducción de esta novela, con la que comparte letras y sonido (I.V. Hess). Pero nada de eso importa; después de todo, la literatura, y especialmente la de El mundo deslumbrante, es un juego de máscaras.
Ya estamos en la ficción y Hess nos presenta a Harriet Burden, artista plástica, casada durante años con un importante coleccionista en la Manhattan de la última década. El libro está armado con partes de sus diarios y testimonios de quienes la conocieron. Y a pesar de ser una novela compuesta por fragmentos, se mantiene un suspenso. Porque detrás del truco hay un dulce, pero detrás del dulce hay otro truco que puede resultar amargo. Harriet no existe más que como madre de dos hijos y anfitriona de las cenas que sabe ofrecer. Hasta que el marido muere. Pero eso no alcanza para ser reconocida en el mundo del arte.
No es la primera vez que Hustvedt se mete con el amor y el arte. Ya lo había hecho de refilón en casi todas sus novelas y de lleno en Todo cuanto amé, la historia de un matrimonio y un pintor que no encuentra lugar en las galerías. Pero en El mundo deslumbrante hay más que drama: hay máscaras, enigmas, y una trampa mortal al mercado del arte.
Las Guerrilla Girls, un colectivo que nació en 1985, surgió como reacción a una exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en la que, de 169 artistas participantes, sólo 17 eran mujeres. Este dato que se encuentra en una nota al pie es el corazón de la novela. Las estrategias que las mujeres tuvimos que llevar a cabo a lo largo de la historia para hacernos un lugar en el mundo (del arte, la política, lo que fuera), son muchas y variadas: cortarnos el pelo, cambiarnos el nombre por el de un masculino, permanecer en secreto. Harriet elige el juego de los heterónimos, y esconde su producción bajo el cuerpo y el nombre de otros, varones.
Pero además, como en el mejor de los mundos, Harriet no es mujer ni es varón: está mujer o varón según la máscara que elija. Harriet es Harry, y es Anton y Rune. No es que arme el hombre que todas alguna vez deseamos con la mente de uno y las manos de otro. Ella misma es un Frankenstein. Pero el monstruo no siempre es un ser deforme y cruel. “A menudo es una mujer solitaria e incomprendida”, dice Hustvedt o quien habla por ella.
A pesar de que es una mujer madura (“Es interesante cómo muchas mujeres recibieron reconocimiento sólo cuando dejaron de ser objetos sexuales deseables”), y de las operaciones que construye para salir al ruedo tras la muerte de su marido, nada parece ser suficiente. Más que de amor o de arte, esta novela habla de ser mujer en el mundo del trabajo.
Entre testimonios de su amiga psicoanalista, de críticos y galeristas, la declaración más tajante que hace la novela –en boca de una joven algo mística– quizás sea que la creación artística no debería tener nada que ver con los nombres propios, ni con el mercado. Y quizás, también, subyace, que el amor no tiene nada que ver con el arte. Es apenas un trabajo práctico.
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