INTERNACIONALES
El grupo Boko Haram secuestró en Nigeria a más de 200 adolescentes como castigo disciplinador por el hecho de estudiar. Lejos de ser rescatadas por el gobierno, las chicas fueron esclavizadas, violadas y obligadas a casarse. Mientras que el atentado en un mercado con una niña bomba de diez años demostró que los cuerpos de las mujeres también son los campos de batalla de este siglo.
› Por Luciana Peker
Inmolarse es dar la vida o los bienes en provecho u honor de una persona o de una causa, según la definición del diccionario. En el nuevo rompecabezas de un mundo donde las opresiones se chocan y las ideas ya no entran en las piezas armadas de antemano, se dice que una niña de diez años se inmoló en un atentado en Nigeria. A los diez años la vida comienza. Y no sólo la muerte es, debe ser, evitable. Nadie puede decir que una niña sola decide quitarse la vida y quitarla. Tampoco que esa causa es la que lleva al secuestro de otras niñas como castigo por estudiar y para reclutarlas como esclavas sexuales, esposas mártires y ser asesinadas en femicidios apuntalados como suicidios que no son autónomos. La niña tildada de suicida, de niña bomba, de inmolada, es la víctima de ser tomada como rehén de su propio cuerpo.
El sábado 10 de enero, la niña de sólo diez años explotó en un mercado de la ciudad de Maiuguri en un atentado que causó, además, otras veinte muertes. Nadie la miraba como una señal de peligro y no se dimensiona, todavía, el peligro de las niñas usadas como incubadoras de su propia muerte. La niña tenía explosivos bajo su vestido. Y cuando un detector de metales hizo sonar la chicharra del riesgo, otra persona, a la distancia, estalló las armas y despedazó a control remoto la infancia violentada. No fue, siquiera, la única escena de la infancia gatillada. El domingo 11 de enero, mientras en París alrededor de tres millones de personas repudiaban el atentado a Charlie Hebdo y líderes mundiales se tomaban de la mano, en un mercado de Potiskum, en el nordeste de Nigeria, dos niñitas que parecían buscar comida, pasear o acompañar a su familia, explotaron con los misiles que les habían colocado como si sus cuerpos fueran apenas un envase para gatillar. La explosión generó tres muertes y 46 heridos.
El atentado del 7 de enero en París, en la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo, causó doce muertes y el repudio mundial bajo el lema “Je suis Charlie”. Un cartel negro en las redes sociales se queja “Nadie es Nigeria”. Otro dibujo muestra a las víctimas del atentado en Nigeria mirando en una nube la multitudinaria concentración cerca de la Torre Eiffel. Sin embargo, no se trata de dos atentados polarizados por el valor simbólico de las vidas derramadas. Más allá del impacto mediático del atentado en París y en Nigeria, los objetivos y consecuencias son similares: más terror y opresión, derecha contra derecha.
Hace nueve meses el grupo Boko Haram secuestró a más de doscientas adolescentes. Por el mundo giró el hashtag #BringOurGirlsBack, que reposó en las manos de la primera dama norteamericana Michelle Obama. Pero las chicas no aparecieron. La viralización fue como el agua fría baldeada contra famosos. Muchos clics y ningún efecto. Su secuestro no tiene likes, pero la réplica no alcanza. Las chicas desaparecidas desde abril de 2014 no fueron rescatadas. El líder de Boko Haram, Abubakar Shekau, aseguró que fueron convertidas al Islam y casadas: “Las casamos, ahora están en sus hogares matrimoniales”.
Boko Haram quiere decir la educación occidental es pecado. Y aunque occidental no quiere decir igualitaria, ni africana o árabe o musulmana quieren decir inequitativa, su visión es que las libertades de las niñas son occidentales. Por eso, su objetivo fue irrumpir en un colegio para llevarse a las alumnas. No sólo el problema es la vida de las rehenes sino también la vida de todas las otras chicas nigerianas que también son rehenes por el miedo a ir a estudiar y sufrir las consecuencias. “Boko Haram tiene una ideología muy reaccionaria y sostiene la aplicación estricta de una interpretación completamente estrecha de la ley islámica, y plantea que el único libro que debería estar permitido es el Corán. El objetivo es la implementación de una sociedad islámica aislada de la sociedades de infieles”, contextualiza el sociólogo Gabriel Puricelli, coordinador del programa de Política internacional del Laboratorio de Políticas Públicas.
¿Por qué no se pudo rescatar, a casi un año de su secuestro, a las niñas arrancadas de sus pupitres? “Las fuerzas armadas de Nigeria están tan mal formadas y tan corrompidas que son incapaces de realizar un rescate”, descarta Puricelli. ¿Sería posible o esperable una intervención extranjera limitada al operativo? “Hay varios países en el continente con tropas extranjeras pero son débiles, pequeños y poco poblados. En cambio, Nigeria es un país con 180 millones de habitantes y el principal exportador de petróleo de Africa; sería como intervenir Colombia. Por su dimensión es prácticamente impensable”. Las niñas no son salvadas y sí sometidas y vendidas. También el blanco más débil para capturar, violar, humillar, explotar. Pero también la estrategia más certera para pasar inadvertidas como bombas donde la humanidad estalla junto a ellas.
A partir de la caída de la ex Unión Soviética, la guerra en la ex Yugoslavia fue el territorio para una disputa que no era sólo étnica sino política y económica. Las violaciones sexuales a las mujeres fueron arma en esa guerra y una corte internacional –integrada por la fallecida jueza argentina Carmen Argibay– juzgó esos delitos en los que el sexo era el blanco de una perversión sistemática. La nueva guerra no tiene reglas claras, ni violaciones similares a otros mapa mundis. Pero las recrudecidas formas de violencia, desde México hasta Nigeria, repiten el hostigamiento hacia los cuerpos de las mujeres y un dominó maldito en el que las desigualdades sociales y geográficas generan mayores desigualdades sexuales. La antropóloga Mayra Valcarcel, especialista en estudios de género de Islam y doctorante en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEG) de la UBA y el Conicet, enmarca: “La irrupción violenta de Boko Haram en la sociedad nigeriana no puede entenderse sólo a expensas de la coyuntura política, económica y social de ese país, sino también en relación con la posición desigual que ocupa dentro del sistema internacional. Este fracturado paisaje social facilita la acción de distintos grupos fundamentalistas y/o integristas”.
La grieta real de la desigualdad es la que permitió la irrupción, a partir de 2009, de Boko Haram, un grupo que se reivindica islámico y que ya controla una gran parte de tres estados del nordeste de Nigeria que, según algunos cálculos, es un territorio equivalente a Holanda, Bélgica y Luxemburgo juntos. La disputa no es, de raíz, religiosa, pero se da en nombre de la religión en un país multicultural. En el norte, la mayoría es musulmana y en el sur hay una mayor proporción de población cristiana. El gobierno está en manos de Goodluck Jonathan, pero su gestión no logró devolver a sus familias a las niñas secuestradas ni frenar la expansión de las matanzas. El petróleo es clave en la economía y la baja del precio internacional perjudicó las arcas gubernamentales. En febrero hay elecciones y la opción de recambio es el ex dictador militar Muhammadu Buhari. En una nota de la cadena CNN se asegura que ya murieron diez mil personas por la violencia provocada por Boko Haram y que un millón y medio de personas se desplazaron de sus residencias para huir de la persecución.
La violencia es impulsada por la injusticia, pero no se busca justicia. Su objetivo es la segregación de las mujeres y su blanco el cuerpo de las niñas. Valcarcel describe la saña misógina: “Al igual que los fascismos y nacionalismos militaristas realizan una asociación entre cuerpo de la mujer y territorio. El territorio puede ser la nación, la tierra sagrada o el califato. El control sobre el cuerpo de la mujer, la restricción de su movilidad en el espacio público, las ‘limpiezas o purificaciones étnicas y religiosas’ a través de la procreación y el proselitismo forzosos, y la normativización de las relaciones de género y parentesco son expresión del presunto dominio sobre la comunidad y sus fronteras. Los conflictos cívico-militares siempre intensifican el orden generizado, la violencia sexualizada y la hegemonía masculina. Las mujeres son botín de guerra; cautiva, mártir o chivo expiatorio”.
La socióloga argentina Mari Sol García Somoza también es especialista en estudios de género e Islam y vive en Francia. Es docente universitaria en el Instituto de Estudios Europeos de la Universidad París 8 Vincennes-Saint Denis, trabaja en conjunto con Mayra Valcarcel y aunque esté en la ciudad a las que todos miran como el eje del terrorismo, cree que el atentado en Nigeria, con una niña-símbolo forzada a morir para matar, es de una escala mayor a la conocida. “El caso de Nigeria se nos presenta con un nuevo agravante. Una nueva manifestación de la cosificación y el carácter desechable del cuerpo de la mujer. Boko Haram no sólo ha secuestrado niñas de las que aún no sabemos su paradero, sino que ahora también las utiliza como instrumentos para sus atentados. Una vez más, y al igual que ocurre con las víctimas de las cofradías narco en México, las mujeres son objeto de sacrificio. Aquí, supuestamente, en el nombre de lo que esta guerrilla terrorista ha dado en interpretar como ‘guerra santa’, en contraposición de la acepción musulmana mayoritaria y pacifista de jihad.”
La islamofobia no es nueva, pero resurgió después del atentado a Charlie Hebdo. Sin embargo, las mujeres musulmanas son doblemente víctimas. La mayoría de ellas ahora pueden ser más perseguidas, discriminadas, invisibilizadas o sospechadas por estigmatizarlas cercanas al terrorismo. Y nada tienen que ver con Al Qaida –signada como la organización gestora de los asesinatos en Charlie Hebdo– ni con Boko Haram.
La feminista musulmana y comunicadora social Vanessa Rivera de la Fuente, con un posgrado en ciencias islámicas y un diploma en género y etnicidad, diferencia claramente la religión de la derecha islámica: “Boko Haram, al igual que Al Qaida y el Estado Islámico, no representa al Islam. Su origen responde a tensiones políticas internas de Nigeria y no a una guerra religiosa entre cristianos y musulmanes. Uno de los objetivos de este grupo terrorista, financiado por los grandes comerciantes de las guerras en ambos hemisferios, es perpetuar la narrativa del choque de civilizaciones que tan útil se presta para un sinfín de giros de poder a nivel internacional”.
Boko Haram transgrede tres principios básicos de la fe musulmana contenidos en el Corán: el respeto a la vida, la no compulsión en asuntos de fe, y el derecho a la educación o acceso al conocimiento”.
Vanessa vive ahora en Chile, donde nació, y antes residió en Buenos Aires y en París. Sabe que decidir cubrir su cabeza con una tela puede generar miradas recelosas y discriminaciones explícitas. Pero no reside allí la culpa de no dejar a las niñas que sus cabezas puedan expandirse. “El secuestro y el uso de niñas para fines bélicos tampoco tienen fundamento en el Islam, pero sí nos muestra la cara extrema del patriarcado y el machismo que hacen uso de las mujeres, las niñas y los cuerpos feminizados como carne de cañón para la guerra, la esclavitud sexual, la explotación comercial y la servidumbre de todo tipo. Son violencias normalizadas y cotidianas que se justifican con la religión, la ciencia, los medios. Vivimos en una civilización global misógina, y la violencia de los grupos extremistas pone en evidencia los alcances de esta misoginia cuando tiene el control absoluto.”
El politólogo y analista internacional Juan Manuel Karg apunta: “Hay perversión en el secuestro de niñas y adolescentes por parte de Boko Haram, con dos objetivos: proveer de esposas a los fundamentalistas y/o efectuar algún tipo de canje de prisioneros y también realizar ataques suicidas sin que la víctima tenga verdadera noción de lo que está haciendo y lo que va (y le va) a suceder –por ejemplo, con cartuchos de dinamita en su cuerpo, tal como sucedió en varios atentados recientes–.
Son acciones que la ONU ha condenado con fuerza durante estas semanas y que tienen un plus lamentable para estos grupos en relación con los gobiernos: son difíciles de prever o anticipar, con sujetos –en este caso niñas– de los cuales no se espera un atentado ni mucho menos”.
Desde hace trece años Karen Marón es corresponsal en Africa y Medio Oriente. Ella enmarca este nuevo escenario en un territorio que pisa con sus propios pies y mira con sus ojos. “Las niñas y las mujeres siempre han sido utilizadas en los conflictos como armas de guerra. Son usados sus cuerpos como campos de batalla a través de aberrantes abusos sexuales –que las obligan a concebir a los niños que son considerados por los violadores como el germen de su semilla y el triunfo en esa guerra– o a dejarlas mutiladas y marcadas como castigo por pertenecer a una etnia o religión determinada.”
Por eso, la estrategia de utilizar a niñas como bombas humanas “por parte de Boko Haram u otras organizaciones extremistas –y desquiciadas– no es nueva ni sorprendente, aunque ha sido efectiva en sus objetivos. Según Amnistía Internacional, hay 300 mil menores de edad que están participando actualmente en conflictos armados en más de treinta países (Darfur, Sierra Leona, Angola y República del Congo o El Salvador y Colombia). La utilización de niñas, como he visto en varios conflictos de esta naturaleza, se debe a que las mujeres han sido las más vulnerables en las guerras por el abuso en todas sus formas contra su cuerpo. En este caso, siendo inmoladas involuntariamente. Aunque también hay que resaltar que son las eternas resilientes y heroínas que reconstruyen el tejido social después de la destrucción en sus más diversos roles y arquetipos”.
La cobertura mediática tilda a la niña –sin nombre y ya sin vida– de inmolada. Las sospechas llevan a creer que algunas de las secuestradas son obligadas a matarse y matar, según denunció a la policía una chica retenida por Boko Haram que pudo escapar. Pero, aun en cualquier escenario, nunca una niña de diez años puede considerarse voluntariamente inmolada hacia la muerte. En ese contexto, Marón concluye que “por respeto y en honor a esa niña, es ofensivo y denigrante que algunos medios las denominen como las ‘niñas suicidas’. Ellas son niñas inocentes utilizadas por asesinos, que enarbolan las banderas del fundamentalismo con la lógica de la muerte y el terror. Muchas son obligadas, tras ser amenazadas de muerte ellas o sus familiares, y son relativamente pocas las mujeres que cometen estos actos en forma voluntaria”.
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