VIOLENCIAS
La mutilación genital femenina es una de las violencias organizadas más crueles: más de ciento veinticinco millones de mujeres dejaron de ser niñas cuando sus familias les cortaron el clítoris y parte de los labios vaginales, se los cosieron después, para que apenas puedan orinar o menstruar. No hay más razones para esto que una tradición ancestral que prepara así a las mujeres para entregarlas a un varón. El territorio donde sucede son las superficies marginadas de Africa y parte de Asia. Cuando las adolescentes empezaron a rebelarse, la edad de la mutilación bajó, pero ni siquiera esta crueldad consiguió el silencio completo; sobre el filo del cuchillo hay activistas que pelean desde niñas por su integridad, su libertad y también su goce.
› Por Facundo García *
Cae la noche en la sabana. A lo lejos se escuchan hienas. Hace media hora, el motor del coche se empezó a destartalar. Cuando llegó a una loma ya no anduvo más. Queda poca luz, y el hecho de estar a la vera de un río en época de sequía implica que pronto vendrán animales salvajes en busca de agua y alimento. Hay que escapar. Lilian baja de la chatarra suspirando, cierra la puerta, se acomoda el pelo y ayuda a empujar. Arriba las estrellas son un remolino de esmeraldas girando. Es Africa: cuando se hacen cien kilómetros campo adentro, el resplandor de la Vía Láctea ocupa el lugar de la electricidad. No hay televisores. No hay asfalto ni tráfico. Nada que distraiga de las preguntas fundamentales. El camino que conduce desde Narok a Ositeti, en el sur de Kenia, serpentea hasta donde alcanza la vista.
“La mujer masái tiene que ayudar en todo”, justifica Lilian, mientras empuja en sandalias al ruinoso Renault 12 que sin embargo no se mueve. Habrá que esperar a que pase algún vehículo en la misma dirección para pedirle que se acerque –a través de este país de baches, elefantes y polvaredas– hasta la aldea donde vive la familia de la chica. “Si tenemos suerte será alguien de mi clan –estima ella–. Nos cuidamos como hermanos. Es parte de la tradición.”
Los masái son una tribu que surca los pastizales desde que existe memoria. Lilian nació en esa sociedad machista y a la vez fascinante, tiene veintitrés años y está peleando por los derechos y la educación de su gente. Vive con varios familiares, diez gallinas, un gato, cinco perros, otras tantas vacas y veinte o treinta cabras.
–La tenemos complicada. Ya desde niñas la mayoría de las chicas de acá pasa por la mutilación genital femenina. Sabés lo que es, ¿no? –pregunta Lilian como al paso, y levanta la rodilla para subirse a un jeep que se frenó para cargarla.
–La Mutilación Genital Femenina (MGF) consiste en agarrar a las mujeres y tajearles la entrepierna con una hoja de afeitar, un cuchillo o –en el mejor de los casos– un bisturí. Tan brutal como suena. Usualmente definida como el conjunto de procedimientos que “de forma intencional y por motivos no médicos alteran o lesionan los órganos genitales femeninos”, la práctica suele asociarse con el ingreso de las nenas a la adultez, la castidad, la obediencia, la higiene y la religión.
Por lo menos ciento veinticinco millones de niñas han pasado por el ritual. Naciones Unidas dice que casi todas estas víctimas son pobres y viven en Africa o Medio Oriente, por eso no sorprende que muchos se estén enterando de la tragedia recién ahora. Se sabe, las vulvas sangrantes nunca fueron tema predilecto del prime time ni de los noticieros.
Dependiendo de la zona, la MGF se hace de diferentes maneras, en un abanico que va de los raspamientos “leves” a la carnicería sin anestesia. La más extrema es la infibulación o “circuncisión faraónica”: llevan a las niñas, les atan las piernas y después generalmente les cortan el clítoris, además de extirparles de manera total o parcial los labios vaginales. Después cierran todo con agujas o espinas. Sólo dejan una pequeña abertura para que pase el pis y la sangre de la menstruación.
La Organización Mundial de la Salud insiste en que ninguna de estas ablaciones aporta beneficios. Sólo daño. Sufrimiento que al haberse vuelto costumbre se normaliza. En un artículo de la investigadora Hanny Lightfoot-Klein, por ejemplo, se cuenta que muchas de las afectadas consideran usual que hacer pis les tome quince o veinte minutos. No se dan cuenta de que están sufriendo los efectos de haber sido cosidas y de tener un orificio diminuto. En las comunidades más conservadoras, los médicos reciben chicas con panzas que parecen de embarazo y son, en realidad, úteros repletos de líquido menstrual que se ha ido acumulando durante años al no encontrar un conducto de salida. El asunto no mejora si la mujer busca un hombre de pareja. El pene de novios y esposos no siempre cabe por el agujero, y hay que usar tijeras o cuchillos “para abrir el paso”. Ni hablar del parto: hay lugares en los que una vez que nace el bebé se vuelve a sellar la vagina tal como estaba antes. Y entonces recomienza el ciclo.
Según el tipo de operación –los masái, “solamente” cortan el clítoris y parte de los labios vaginales– las víctimas se infectan o sufren problemas crónicos que pueden llevar a la muerte. Son casi treinta los países afectados por estos llantos que nadie oye. Es el paisaje que construyen las corporaciones mediáticas, donde Africa y Oriente son un caos inconexo o un poster de mujeres borradas bajo el barniz de la aventura.
La llegada es una casa de chapa y piso de tierra, con perros que le ladran al jeep. Aunque la oscuridad es cerrada, queda en el caserío alguna linterna con pilas y una hoguera. ¿El toilette? Al fondo, entre los yuyos.
–No te conviene ir al baño de noche. Suelen andar leones y elefantes. Ya te vas a dar cuenta, porque los perros empiezan a ladrar. Y ojo, si ves que ya no ladran y se alejan significa que han visto un leopardo. Los leopardos comen perros y gente. Estate atento –dice Lilian.
La cena está servida. Se come arroz con verduras, untado en grasa de cabra.
No es fácil promover la justicia de género si una nació en una tribu guerrera. La etnia masái, que habita el sur de Kenia y el norte de Tanzania, incluye a más de un millón de personas repartidas en aldeas y unas pocas ciudades, con una visión patriarcal de la existencia y con uno de los ecosistemas más espectaculares de la Tierra como telón de fondo. Es una comunidad alegre, que usa las vacas como moneda de cambio, ama las fiestas, el color rojo y los collares. Son ferozmente independientes, y suelen perforarse las orejas para llevar unos aros enormes que les alargan el cartílago hasta lo inverosímil.
“Entre nosotros el tamaño de las orejas se consideraba signo de belleza. Mi madre las tiene así de grandes, ya la vas a ver cuando venga. Ahora está de viaje”, apunta la anfitriona. Lilian extraña a su vieja y no es para menos. Sola, su mamá la crió junto a sus tres hermanos, después de que el padre vendiera todo lo que tenían para comprarse alcohol e irse con otra. La anomalía de haber crecido en una casa donde la jefa era una mujer, y donde la figura del guerrero derivó en la de un hombre que no cuidaba de sus hijos, le dio a esta muchacha una biografía desviada, e hizo que elaborara una visión personal de sus obligaciones y derechos.
Eso le trae problemas. Lilian es cristiana pero dejó de ir a la iglesia de la zona. “Saben que pienso diferente y me acusan. Había una señora que a la hora del sermón se quejaba de ‘las nuevas ideas’ y me miraba fijo. Tiraba indirectas sobre mi forma de ser. Decía que yo le quería quitar a su marido, un desastre.” Muchos –y muchas– no perdonan que ella hable sin pudores en contra de la mutilación genital. No admiten que a veces use ropa tradicional y otras, pantalones. No se bancan que haya llegado a la universidad a fuerza de insistencia.
“Esto no puede ser”, susurran algunos ancianos. Acá, como en tantos otros rincones del planeta, las mujeres no tienen voz ni voto. Encima cargan con casi todo el trabajo doméstico. En el corral de Lilian, sin ir más lejos, las vacas están tan acostumbradas a que las ordeñe su madre que, cuando la tarea le toca a otra persona, tiene que ponerse algún pulóver de la mamá para que la vaca sienta aquel olor conocido y se deje tocar. De lo contrario la leche no sale.
Como la madre de Lilian está de viaje, a primera hora de la mañana siguiente los adultos mandan a Zaire, un primo de dieciséis años, a que ordeñe las vacas antes del desayuno. Para cualquier otro hombre sería un problema, pero –aparte de que no es machista– el pibe conoce un truco que le enseñó su abuela. Es una canción transmitida a través de generaciones por las mujeres de su clan, y sirve para amigarse con la vaca. Cuando Zaire empieza, el animal se queda quieto y deja hacer.
“Vaca, que estás acá conmigo/¡Hueles a hierba fresca!/Dejá que te ordeñe/ para que puedas seguir buscando agua cristalina/y para que encuentres siempre, siempre campos verdes”, canta Zaire y se interrumpe para dar prueba: “¿Ves? –explica él–, si me callo, la pobre llora para que le siga cantando. ¡Mi abuela es una genia!”.
En el resto de las casas masái no es común que los varones hagan tareas domésticas. Las mujeres lo hacen prácticamente todo, y el ritual de la mutilación es la arista más filosa de la inequidad cotidiana. Son las mujeres las que acarrean en la espalda y a lo largo de kilómetros los bidones con diez o quince litros de agua. Son ellas las que lavan la ropa de los demás, y si llega cualquier varón con hambre se supone que deben ponerse a cocinar algo inmediatamente. Hasta construir las casas es un tema “femenino”.
Por la tarde Lilian visita a unas vecinas que están levantando paredes en mitad de la llanura. No se ve ni un varón cerca. Andarán con sus lanzas, o metidos en negocios con el ganado. Aquí hay únicamente mujeres, barro, madera, sol. Y un descubrimiento: al ver al cronista, todas interrumpen la labor y se aproximan con la cabeza gacha. Es su modo de saludar. Hasta que un hombre no les toca la frente no pueden seguir con lo que estén haciendo. Se acercan incluso las niñas, que dejan sus juegos y vienen con pies diminutos y descalzos, los ojitos mirando al suelo.
“Sí. Las casas las hacemos nosotras. Es una de las condiciones que tenés que cumplir antes de casarte”, informan las vecinas con una sonrisa de resignación. Haber pasado por la MGF y ser capaz de fabricar un hogar se consideran deberes de una novia decente.
¡Tiene que salir bien! ¡Si no el marido se va a vivir con otra que sea mejor albañil!
Para colmo, la costumbre marca que a la choza hay que construirla con ayuda de la suegra. Cuando una joven masái se casa, se reúne con la madre del “nene” y entre las dos se ponen meta barro y caña. Irán montando la estructura con ayuda de vecinas, amigas, hermanas e incluso la mamá de la novia. Una vez armada esa base –que es de barro y bosta de vaca– arranca la convivencia de los recién casados. Si en los primeros días el marido descubre que su mujer no es “suficientemente obediente”, puede enviarla de vuelta con los padres, para que “le enseñen disciplina” y después se la devuelvan amansada.
El hombre puede tener tantas esposas como quiera. Puede irse cuando se le dé la gana, sin responder a otra obligación que las presiones de sus pares. Lilian y sus amigas cuentan que en zonas más aisladas hasta persiste la costumbre de “reservar” a las hijas. O sea: hay niñas que ya están destinadas, desde antes del nacimiento, a cierto marido. La nena crece con los padres, en la pubertad se hace la ceremonia donde se le mutilan los genitales y luego se le entrega al marido que había hecho el encargo años antes. Casi un delivery.
Si se analizan los datos que publica Naciones Unidas, queda claro que estos signos de misoginia extrema cruzan las fronteras étnicas y religiosas. Sólo en Egipto, país islámico, hay 27,2 millones de mujeres mutiladas, más del 95 por ciento de la población femenina. En Somalia la cifra llega al 98 por ciento. Las autoridades religiosas más respetadas aseguran que El Corán no promueve en ningún pasaje este tipo de locuras. La Biblia tampoco, pero las cifras de MGF son también alarmantes en sitios con mayoría cristiana como Etiopía, donde hay más de veinte millones de víctimas.
Cortes. Cortes por todos lados. Cortes en la vulva de las cristianas, las musulmanas y las animistas. Filos. Habitaciones llenas de moscas. Las mutilan familiares o curanderas, con cuchillos y hojas de afeitar que no pasan por ningún proceso de desinfección. Si hay anestesia mejor, y si no, a morder un pañuelo y aguantar. Afuera los parientes cantan y festejan, en parte porque se supone un evento feliz que una niña deje de serlo y en parte porque el ruido acalla los alaridos de las víctimas. Y si los que hacen los tajos son médicos –como es el caso en la mayor parte de Egipto– los riesgos sanitarios disminuyen, pero las consecuencias son similares.
¿Por qué lo hacen? Hay justificaciones de todo tipo. Que se trata de una tradición milenaria. Que así se está “más limpia”. Que “el corte” sirve para conseguir mejores maridos porque revela castidad. Que de paso se evitan violaciones por las dificultades para la penetración –como si eso detuviera a un violador–. O al revés: que el hecho de tener un agujero estrecho le dará más placer al hombre. Que la religión lo prescribe.
La única verdad entre estas razones es que la costumbre es ancestral. La ablación estaba ahí antes de la llegada del cristianismo y del Islam, la colonización de estas religiones no se tomó el trabajo de desalentarlas. Hoy, las estadísticas muestran que sólo causa problemas, y hasta la cantidad de hombres que está en contra es cada vez mayor.
Y el cambio tiene sus riesgos. Ahí donde se ha intentado detener la práctica mediante leyes o campañas poco atinadas, el hecho de que adolescentes y púberes hayan plantado cara a la MGF en soledad ha provocado que las familias decidan anticipar la edad del rito. Hoy en la mitad de los países donde es común la mutilación los cortes se hacen antes de los cinco años. A esa edad las nenas no tienen cómo resistir.
Actualmente el riesgo de que una chica sea cortada es tres veces menor al de hace tres décadas. No obstante, el ritmo de los cambios es desparejo. Para 2050 uno de cada tres nacimientos en todo el mundo se dará en alguno de los países donde predomina la MGF. Si las tendencias continúan, treinta millones de niñas corren el riesgo de ser lastimadas sólo en esta década, bajo la premisa de que el clítoris, identificado con el placer femenino, “es el botón que se usa para llamar a las puertas del Infierno”.
En Kenia la MGF es ilegal, como en veintiséis estados de Africa y treinta y tres países de otros continentes. Eso es en los papeles. Entre los masái hay áreas donde nueve de cada diez chicas han sido cortadas. Cuando se sienten mal tienen que arreglárselas para llegar al hospital más cercano, que puede estar a cinco o seis horas en auto.
Y parece mentira. Viven al lado del Parque Masái Mara, aunque los beneficios económicos de estar cerca de una de las reservas naturales más impactantes del mundo nunca han llegado a ellas. Nadie pavimenta los caminos porque eso “les quitaría encanto” a los safaris en 4x4 que hacen europeos y norteamericanos. Los turistas vienen para admirar las jirafas, no para interesarse por los humanos. Lilian quiere cambiar esa realidad: estudia Educación en Nairobi y coordina laburos con chicas de su aldea y con la organización catalana The South Face, que busca generar nuevas líderes bajo el lema “Africa educa a Africa”.
“Estamos orgullosas de algunas tradiciones, pero reclamamos el derecho a discutir otras. En mi sociedad las mujeres están para ser miradas y no para ser escuchadas. Las casan cuando son niñas, las operan sin consultarlas y les enseñan a trabajar sin descanso”, se lamenta la activista. Tiene una claridad extraña. Como si se quejara desde el optimismo. Está siempre de buen humor, y uno se pregunta por qué misterio estas mujeres, que pelean a diario contra tantos obstáculos, ríen más que muchas oficinistas que uno se cruza en las ciudades.
Será que el pueblo masái también tiene cosas que enseñar. Cierto mediodía, después de varios meses secos, el vapor se concentra por encima de la aldea. Los animales están inquietos. Nadie sabe qué ocurre excepto el tío de la familia, un viejito sordomudo que se pasa las mañanas cuidando al ganado y los ocasos en silencio, viendo cómo el sol escapa en hilachas por el horizonte.
El viejo no oye ni habla, pero ha desarrollado un lenguaje de señas que entienden todos. Esa tarde levanta las manos para interrumpir el almuerzo y la ronda calla para “escucharlo”. Joseph, uno de los hermanos de Lilian, trata de “subtitular” la secuencia de gestos. Cuenta: “el tío... está diciendo que hoy va a llover y que se acaba la sequía... y dice que una de las vacas va a parir”.
A primera hora de la noche la familia se arracima en el corral, frente a la vaca que resopla y que tiene una cría a medio salir. El partero es este tío enigmático: tira de las patas que asoman hasta que sale un ser gordito, mojado y tontón que da la impresión de no entender dónde está. Lilian cuenta:
–Mi tío ama a estos animales. Si se muere uno, lo tenemos que consolar porque llora como un chico.
Llueve. El animal recién nacido siente el frío de las gotas e intenta ponerse en pie por primera vez. ¿Es toro o vaca? A nadie le importa.
–¡Miren, se está levantando! ¡Lo llamaremos “blessing” (“bendición”), porque llegó y nos trajo el agua –propone Enoch, otro adolescente del caserío.
Es el primer chaparrón en mucho tiempo. Si por fin llega la época de lluvias el ganado crecerá fuerte, como los nenes y las nenas que corren por la vegetación todavía amarilla de la sabana, sin pensar en lastimarse y sin creerse más que nadie.
* Facundo García y Vanessa Escuer recorren Africa de norte a sur. Algunas de sus crónicas pueden leerse en suenantambores.wordpress.com.
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