CINE
Otra película de la factoría Hollywood pensada para que una actriz se luzca –y gane el Oscar–. En este caso, vale la pena gracias a Julianne Moore.
› Por Marina Yuszczuk
Alice Howland vive en un mundo estable: profesora de Lingüística en la universidad, da clases con su Mac y unos gruesos lentes negros que la hacen tan cool como Martin Scorsese. Vive en un departamento amplio y ordenado de Nueva York, decorado en verdes y marrones que combinan perfecto con su pelo rojo. Tiene un marido que es médico, tan dedicado a ella como a su trabajo, hijos profesionales y una casa en la playa. Hasta cuando sale a correr, con calzas que le quedan perfectas y un rodete prolijo, Alice se ve y se siente bien. Es el tipo de vida segura donde el único nubarrón que asoma en el horizonte es la negación de la hija menor a seguir una carrera universitaria, su preferencia loca por la inestabilidad del mundo artístico. Da la sensación de que ese pequeño universo deseable sólo podría quebrarse por la irrupción de una enfermedad inesperada, y ésa es la historia que cuenta Still Alice.
Basada en el best-seller de Lisa Genova, la película narra el descubrimiento del Alzheimer precoz que madura en la mente de Alice (Julianne Moore), de cincuenta años, y para hacerlo transita los meses que van desde el olvido de la primera palabra hasta el ingreso en un territorio desconocido donde Alice, fragmentada, no sabe en qué momento dejará de sentirse ella misma. El progreso narrativo es bastante esquemático y por momentos adquiere, como pasa con todas las películas sobre enfermedades, un carácter ilustrativo: después de establecer el mundo perfecto y fluido en el que se mueve la protagonista, la vemos dando una conferencia donde un pequeño hueco en el lenguaje nos indica que el Alzheimer ya está haciendo su trabajo insidioso. La progresión rápida de la enfermedad, las consultas al médico, la negación inicial y la bronca, el paso de comunicarle la noticia primero al marido y después a los hijos (con el agravante dramático de que ellos, incluso la que está embarazada de mellizos, tengan altas chances de haber heredado la misma patología) son episodios que se suceden de manera previsible, y que tal vez no darían una película que valiera la pena si no fuera porque Julianne Moore está ahí para sostener y darle entidad física a un modelo predeterminado.
Con la piel más fina que se pueda concebir y una colección de arruguitas alrededor de los labios que la actriz mantiene casi como una nota de realidad excéntrica (y más cuando se piensa en otras caras de su generación conquistadas por el botox, como las de Naomi Watts o Nicole Kidman), el personaje de Moore se nos aparece en un momento extraño en el que su naturaleza independiente y resolutiva se empieza a quebrar y no le alcanza ni para planificar la muerte. Porque Alice filma secretamente un video donde se da a sí misma instrucciones para tomarse un frasco entero de pastillas y acostarse a dormir, pero a la Alice con Alzheimer la supera esa planificación y no le queda otra que entregarse. En primer lugar, a las decisiones de su familia, y hay algo extraño en esas relaciones, porque no hay minuto en que Alice no parezca estar, incluso entre ellos, completamente sola. La única que parece capaz de mirarla directo a los ojos, de preguntarle cómo se siente y escuchar la respuesta, es la hija menor, Lydia (Kristen Stewart), y entre ellas dos hay casi una película aparte. Una que quizá, de una manera silenciosa, diga mucho más sobre la nueva condición de Alice que otros momentos más estereotipados de la película, como cuando se desespera por no encontrar el celular. En el progreso de esa relación se la ve transformarse de una manera más profunda y dolorosa, de la madre controladora que quería elegir el destino de la hija a la mujer dócil que apenas la reconoce y la escucha recitar un texto como si se tratara de una extraña. Y que responde al afecto, a una mirada amorosa, como si fuera el único lenguaje que va a quedar en pie cuando todo lo demás se caiga.
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