Vie 15.05.2015
las12

Perder el miedo

› Por Marta Dillon

El sábado pasado el cadáver de Chiara Páez todavía no había aparecido en su sepultura clandestina, en el patio de la casa de su novio y victimario, prolijamente tapada por hierros y chapas. Para eso faltaban horas, apenas. Y eran horas, también, las que separaban la acción en la calle para denunciar el femicidio de Gabriela Parra del momento en que esta mujer se desangró junto a la ventana de un bar donde se había sentado para protegerse con la mirada de los otros y las otras. La acción se llama “Siluetazo” y es una cita estricta de esa otra que antes de que terminara la última dictadura militar hizo visible a través de la pintura de siluetas en la calle la ausencia de miles de personas y también de sus cuerpos. Rocío Fernández Collazo se acuerda bien de aquellas siluetas, iba a la escuela primaria y en su memoria guarda el contorno vacío de una mujer embarazada; ella, su socia creativa, Gato Fernández y otras mujeres, la mayoría muy jóvenes, fueron quienes convocaron al primer Siluetazo cuando la víctima fue Daiana García, la joven de 19 criticada por haber usado un pantalón corto para ir a una entrevista de trabajo a la que nunca llegó porque su destino final estaba en una bolsa de basura. Después de esa primera acción, Josefina Castellanos, casi de la misma edad que Daiana, escribió en una red social: “El sábado 21 (de marzo) fui a mi primera marcha. Estaba emocionada porque no sabía cómo iba a ser. Me encontré con mucha gente con las mismas ideas que yo, gente copada, fue una buena experiencia. Como era mi primera vez, estaba poniéndole onda, gritando, levantando mi cartel bien alto, escribiendo nombres con aerosol, y junto a todo esto, decidí tirarme al piso para que dibujaran mi silueta. Lo tomé como una acción más, nada importante. Pero al recostarme, y ver cómo otra chica dibujaba mi contorno, me di cuenta de que lo que estaba haciendo no era algo así nomás. Me puse tensa, me sentí basura, me sentí muerta. Estaba en el lugar de Melina, de Daiana, de Angeles, de todas. Me empecé a preguntar por qué habían sido ellas y no yo. Me pregunté si a mí también me hubieran juzgado por la ropa que tenía puesta. Estoy cansada de vivir con miedo a salir a la calle, no quiero ser ‘valiente’”. Quiero ser LIBRE.”

El último, hace menos de una semana, fue el tercer Siluetazo y otra vez se repitió la rutina de sentir el frío del asfalto en el cuerpo mientras alguien más dibuja el contorno para hacer visible eso que los medios de comunicación muestran con su lógica descriptiva: el horror de los detalles, la búsqueda del culpable y sobre todo las “razones” del femicida: los celos, un supuesto amor enardecido, la oportunidad que ofrece la víctima por cómo vestía o por dónde andaba sola cuando se supone que las mujeres no deben andar solas. Y también lo que ocultan: la violencia como un fenómeno regular, incluso necesario, para sostener una jerarquía, un status; el que otorga el heteropatriarcado a las masculinidades que lo encarnan y que gozan de sus privilegios, conscientes o no de ellos pero dispuestos a reponerlos cuando se ven amenazados. Los carteles que se dibujaban en plena calle el último sábado daban cuenta de esto: “El amor no mata”, “No es un crimen pasional, es un machito patriarcal”, “Mi ropa no determina mi consentimiento”, “El machismo mata”, “Tu ego y tus celos no justifican mi muerte”. Todas frases sintéticas pintadas sobre cartulinas, armas en una disputa de sentido: la mayoría de las muertes de mujeres que se están denunciando fueron ultimadas en un ámbito doméstico que se supone privado o a manos de hombres con quienes tenían o tuvieron alguna vez alguna intimidad, pero no son crímenes individuales, la violencia que sufrieron no es un asunto privado; responde a un entramado de signos y sentidos que se teje cotidianamente. Como cuando se elige hablar de los móviles del femicida, o esgrimir el chiste frente a la resistencia al acoso callejero. Ahí aparece la lógica del clan, el acuerdo masculino, a las mujeres no se las entiende, cuando dicen “no” es porque quieren que las convenzan, a todas les gusta que les digan piropos por la calle, vamos.

En esa esquina de Rivadavia y Avenida La Plata, donde todavía son visibles las cicatrices en la memoria de quienes fueron testigos y testigas del último hecho de sangre, rodeada de chicas –muchas apenas adolescentes– dispuestas a dar resistencia, a vestirse como quieren, a coger con quien quieren y cuando quieren, a dar batalla por su libertad y su autonomía, reflexionaba junto a otra compañera, la filósofa Virginia Cano, sobre lo performático de los últimos femicidios sucedidos hasta ese sábado: tres mujeres habían muerto en muy breve tiempo a tajos de cuchillo y en lugares públicos. ¿Cuál sería la responsabilidad de los medios en el modo en que se difunden estos hechos? ¿Qué están comunicando estos hombres que matan y a veces se inmolan como mártires de un orden que cuando se ve amenazado se repone con violencia? O tiene sus portavoces ilustrados, como el escritor que publicita una marca de ropa para varones elegantes y que se pregunta cómo canalizar la agresividad masculina y a la vez que advierte: “Lo que no se puede es dejar a la masculinidad sin ritos, sin sublimación, sin un lugar social propio, porque degenera en crimen”. ¿Habrá que tenerle miedo a Gonzalo Garcés?, ¿o su diatriba es producto de su impotencia?

Antes de que pudiéramos terminar de elaborar ninguna respuesta a nuestras preguntas, otra performance se impuso. Performance en el sentido de poner en acto, de encarnar una puesta en escena de todo eso que se viene describiendo y que, lejos de ser teoría, es el aire que respiramos. La acción del Siluetazo se había trasladado a la calle Rivadavia. Unas cien personas, la mayoría mujeres, algunos niños y niñas, unos cuantos varones, mostraron las leyendas y dejaron cicatrices visibles en el asfalto de lo que había sucedido. Se escucharon bocinas, hubo quienes preguntaron de qué se trataba y quienes intentaron avanzar sobre lxs manifestantes. Hasta que de varios autos un grupo de varones se bajaron enardecidos, unos apoyándose a los otros, unos gritando más fuerte que los otros, como si entre ellos estuvieran midiendo el tamaño de su potencia, la efectividad de la amenaza que pretendían imponer. “Después se quejan de que las matan”, se escuchó, y también: “¿Qué carajo tengo que ver yo con lo que te pasa a vos, loca?”. Las mujeres frente a ellos resistiendo y los tipos haciendo visible lo que se venía denunciando. Esa violencia que ellos se sentían en todo su derecho a ejercer es la que sostiene un sistema de dominación que nunca se reproduce de forma pacífica, que se cobra vidas a diario y que más tarde aconseja a las mujeres restringir su autonomía para evitar ser masacradas. O disciplinadas mediante formas más sutiles pero dolorosas de esa misma violencia que el patriarcado necesita para reponer los privilegios que la resistencia de lxs disidentes opone.

“¿Tuvieron miedo?”, preguntó alguien por las redes sociales frente a la imagen más que elocuente de lo sucedido el sábado. La mayor parte de las respuestas fueron negativas, aunque hubo niños y niñas llorando en el cordón de la vereda frente al espectáculo. Pero la acción colectiva cobijaba. La decisión de decir “¡basta!” es un amparo contra el miedo. Tanto como el gas pimienta que muchas contaron que llevaban en el corpiño, el bolsillo o la cartera. Porque la debilidad y la retraída frente a la amenaza es algo que nos enseñaron pero que puede y ya empieza a desarmarse. “Ya habíamos recibido insultos y comentarios del estilo ‘hay que pegarles con un palo en la cabeza para que aprendan’ y ‘ojalá que se mueran todas de sida’”, cuenta Rocío de los anteriores Siluetazos, como también cuenta lo poderoso de seguir encontrándose en la calle. De eso se tratan las acciones que se están emprendiendo, de desaprender la sumisión, de conjurar el miedo, de poner el grito donde tiene que escucharse: en los oídos del Estado, sí, para que disponga de políticas públicas que escuchen y amparen a las víctimas. Y también en los de la sociedad entera. Uno de los testimonios más escalofriantes escuchados después del hallazgo del cadáver de Chiara Páez fue el de un vecino del lugar donde la mataron: “Yo escuché los gritos, se escucharon, sí. Pero uno no quiere llamar a nadie para no tener problemas uno, a veces son cosas de pareja”, dijo el hombre en Telefé el lunes por la noche. De esto se tratan las acciones por venir y la marcha del 3 de junio contra los femicidios. De que se escuchen los gritos, de limpiar también los propios oídos para que no nos acostumbremos a vivir contando cadáveres.

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