Vie 16.01.2004
las12

INVESTIGACIóN

¿Dónde ir?

A pesar de que la abrumadora cantidad de mujeres que sufren violencia por parte de hombres de su entorno más íntimo es equivalente a la cantidad de delitos registrados en la Ciudad y la provincia de Buenos Aires, esta “clase” de inseguridad no es prioritaria en la agenda pública y hasta han perdido su función específica las Comisarías de la Mujer, creadas para contener y asistir en estos casos. En esta indiferencia es fácil advertir las razones del silencio de tantas mujeres que a veces preguntan qué pueden hacer, pero casi nunca denuncian o llegan a pedir ayuda.

› Por Soledad Vallejos

–¿Cómo puede ser que, habiendo un reglamento y la resolución de un gobernador, la simple resolución de un jefe de Policía baje de categoría y descalifique a las Comisarías de la Mujer?
La subcomisaria Mónica Gatica todavía no encontró quién le responda. Ella está al frente de la Comisaría de la Mujer de Martínez desde que, en 1990, la resolución 4570/90 de la gestión de Antonio Cafiero creó las Comisarías de la Mujer en la provincia de Buenos Aires para “tomar intervención en delitos de instancia privada y de acción pública cuando resultaren víctimas mujeres, menores e integrantes del grupo familiar, prevenir los delitos de violencia contra la mujer y contra la familia, confeccionar estadística”, y “trabajar en forma conjunta con el Consejo de la Mujer, cumpliendo una amplia acción social, preventiva, educacional y asistencial”. Llegó a su puesto con esa idea, fue capacitada en uno de los ya extintos cursos sobre género que la institución brindaba y no se hace a la idea de convertirse, de un día para el otro, en jefa de una comisaría que se aleja de sus fundamentos. El reglamento de la resolución que creó las CM especificó que se trataría de “Comisarías clase C en cuanto a su modalidad”, esto es, que no era parte de sus funciones ni de su lugar institucional alojar detenidas. Está fuera de sus atribuciones y no le corresponde. Básicamente, porque las Comisarías de la Mujer surgieron al calor de las resonancias públicas del asesinato de Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón, cuando por un instante se conjuró la invisibilidad y el (hoy desaparecido) Consejo Provincial de la Mujer empezó a diseñar herramientas para evitar nuevas víctimas, contener a las ya victimizadas y asistirlas, antes que de auxiliar a las comisarías regulares o aliviar las deficiencias del sistema carcelario.
–¿Actualmente hay detenidas alojadas?
–Sí, hay 17.
–¿En qué año empezaron a llegar detenidas para su alojamiento en la Comisaría de la Mujer?
–En el 2000. Y ahora tengo pocas, porque llegaron a ser 54 en calabozos que están preparados para alojar, como mucho, a 25 personas.
Van cuatro años, entonces, desde que la subcomisaria viene haciéndose una pregunta que, de momento, nadie ha sabido responderle. Cuatro años es justamente el tiempo transcurrido desde que, durante la gestión de Eduardo Duhalde como gobernador (y de la disolución del Consejo Provincial de la Mujer con la llegada de Chiche Duhalde), una resolución del jefe de la Policía Bonaerense cambió las jerarquías de la CM y las convirtió en “destacamentos”. Así, se habilitaron calabozos en las sedes y se dispuso la derivación de detenidas. Además de en Martínez, hay detenidas en Quilmes, Berazategui y La Plata. A raíz de eso, en algunas CM dejaron de trabajar en asistencia y prevención de violencia de género para limitarsea atender a las detenidas (en los hechos, cumple la función de brigada femenina). Algunas CM fueron cerradas. La de Mar del Plata fue convertida en Destacamento de la Mujer y actualmente se limita a ser una oficina dentro de la escuela Juan Vucetich. Las jefas de cada CM dejaron de percibir las retribuciones que tenían por el cargo, habida cuenta de la recategorización, y su rol es minimizado dentro de la fuerza. Lentamente, ese plumazo sin letra chica capaz de barrer con una decisión del Poder Ejecutivo provincial va horadando uno de los escasos resquicios que el Estado habilitó para nombrar y mirar de frente el problema de la violencia de género.
Las cifras disponibles sobre violencia contra las mujeres, sin embargo, no parecen ser despreciables ni fáciles de minimizar. De acuerdo con el Proyecto Balance Regional sobre Violencia emprendido en 2003 por Cladem y Unifem, hay cerca de 60.000 mujeres abusadas, maltratadas, violentadas física y psicológicamente en la Argentina cada año por alguien de su entorno más inmediato y personal (en la región, según el BID, en su informe Violencia Doméstica, del año 1997, 4 de cada 10 mujeres sufren violencia). De todas ellas, apenas el 10 por ciento llega a recurrir a instancias oficiales en busca de protección o asesoramiento, y de ese 10 por ciento sólo el 30 por ciento llega a concretar una denuncia. La punta del iceberg, las escasas estadísticas oficiales que permiten hacer una proyección hasta alcanzar esa cifra, dejan ver que, en su mayoría, esas mujeres tienen entre 31 y 40 años (aunque también las hay más grandes y por debajo de esa edad); que en el 80 por ciento de los casos, el enemigo está puertas adentro, comparte con ella la cama, la comida y los días. Otras veces, la agresión viene de la mano de una ex pareja, o de un novio. El hostigamiento, en ocasiones, comenzó hace tiempo: desde casi 10 años antes de pedir ayuda, según aseguró el 20 por ciento de las víctimas atendidas en la Línea Mujer de la Ciudad de Buenos Aires (uno de los escasos distritos que produce estadísticas y relevamientos); desde siempre, para un porcentaje levemente menor (18 por ciento). La violencia puede ser psicológica (80 por ciento), física (60 por ciento), económica (40 por ciento) o sexual (18 por ciento). En una abrumadora mayoría (70 por ciento), los hombres violentos pertenecen a sectores de alto poder adquisitivo. En el 69 por ciento de los casos, esas víctimas de violencia que han llegado a llamar por teléfono para pedir algún auxilio, escuchar asesoramiento, buscar contención y meditar sobre los posibles caminos a seguir, esas mujeres no realizan denuncia alguna. Ese casi 70 por ciento de las voces vuelve a callarse, quizás para hablar nuevamente más adelante, o quizás para sumarse a las miles que no rompen el silencio y se someten cotidianamente a esa violencia que, al parecer, las autoridades suelen soslayar a la hora de diseñar políticas públicas o prestigiar los recursos de que ya dispone.


“Violencia doméstica” o “familiar” es el eufemismo que, a partir de un caso con resonancias públicas como fue el asesinato de Alicia Muñiz a manos de Carlos Monzón cuando terminaban los ‘80, fue moldeándose desde las instituciones argentinas para nombrar lo que tiene poco que ver con motivos hogareños o familiares y sí, en cambio, mucho que ver con el género. Agresiones escudadas en relaciones de poder asimétricas y brutales, alimentadas por patrones culturales de sumisión femenina a los deseos masculinos y ejercidas por hombres violentos, empezaron a cobrar visibilidad de la mano de algunas iniciativas oficiales. Fue el caso, por ejemplo, de la resolución que creó las CM en provincia de Buenos Aires, un proyecto impulsado desde el Consejo de la Mujer (que presidía, en ese momento, Ana Goitía) y que preveía, entre otros objetivos, “contribuir a modificar las pautas sociales que permiten y aumentan la violencia, promover conciencia social sobre la problemática, generar recursos para la resolución de problemas derivados de la violencia, Centros de Prevenciónde la Violencia, Comisarías de la Mujer y formación de una red de servicios asistenciales”. Se preveía, también, la realización de campañas de difusión y la producción de estadísticas y relevamiento de casos, algo que se complementaba perfectamente con el trabajo empírico y cotidiano que iban a llevar adelante los equipos interdisciplinarios de profesionales (abogad@s, psicólog@s, sociólog@s, asistentes sociales) que iban a colaborar con oficiales especialmente capacitadas en problemáticas de género y violencia. Pero si en un principio el Estado provincial sí sostuvo la financiación de la labor de esos equipos y llevó adelante cursos de capacitación para las integrantes de la fuerza, la cuestión se complicó con la desaparición del Consejo Provincial de la Mujer y su sustitución por el Consejo Provincial de la Familia y Desarrollo Humano, de la mano de Chiche Duhalde. A partir de entonces, y bajo el mando de León Arslanian en su intento por depurar la Policía Bonaerense, no sólo comenzaron a crearse las Comisarías “de la Familia” y descuidarse la formación de personal policial de acuerdo con la perspectiva de género, sino que, además, se borró del presupuesto la financiación para el equipo de profesionales civiles asignados a las CM: desde entonces, pasaron a formar parte de las Unidades de Fortalecimiento Familiar.
La licenciada Lucía Heredia es una de las profesionales que, a partir de entonces, se acercó a la CM de Martínez para ofrecer, de manera voluntaria, su colaboración como psicóloga. Lleva ya 10 años trabajando en la cotidianidad de la comisaría, asistiendo a mujeres víctimas de violencia y presenciando la progresiva degradación institucional que fue sufriendo ese espacio. Actualmente, es coordinadora de Coordmujer, la ONG que asesora y atiende casos de violencia de género en Zona Norte.
–A partir de la disolución del Consejo Provincial, se rompe la relación que mantenían las CM con el Poder Ejecutivo bonaerense. Las CM quedan a cargo de la Departamental, y ya no se dispone, como manda el reglamento de la resolución 4570, que haya profesionales con honorarios pagos en las CM. Eso se articula con la ausencia de políticas públicas al respecto, y con la promulgación de la Ley de Violencia Familiar de la provincia que, como opera sobre la familia, no habla específicamente de violencia de género.
Heredia se refiere a la 12.569, la Ley sobre violencia familiar de la provincia de Buenos Aires reglamentada en enero de 2001 que, aun cuando tutela al “grupo familiar” como bien a proteger (y no a la integridad psicológica y física de las mujeres, habida cuenta de que la violencia intrafamiliar tiene, en más del 80 por ciento de los casos a mujeres por víctimas), reconoce la posibilidad de que la ex pareja, un novio o un concubino sean agresores. Entre las medidas cautelares que la ley habilita a tomar con carácter de urgente, figuran la exclusión del hogar del agresor o la prohibición de su ingreso al domicilio, el garantizar el derecho alimentario (muchas veces, la violencia de género tiene un fuerte correlato en lo económico), la tenencia de los hijos. El texto, además, dispone que “el juez o el tribunal deberá instar al grupo familiar o a las partes involucradas a asistir a programas terapéuticos”, algo que, además de contemplar prácticamente en pie de igualdad a víctima y victimario (algo en lo que algunos tribunales insisten, al ordenar audiencias de “conciliación” entre las mujeres golpeadas y los golpeadores), ni siquiera resulta obligatorio para el agresor. Fundamentalmente, porque la ley no prevé sanciones para el hombre violento, a menos que los episodios de violencia hayan revestido tal gravedad que puedan ser tipificados en alguna de las figuras del Código Penal. Y, por cierto, tampoco el Código Penal contempla un tipo específico que reconozca la existencia de la violencia de género, sus consecuencias y la necesidad de considerarla en tanto delito. La violencia contra las mujeres, hasta el momento, es considerada de manera institucional como apenas algo más que un conflicto, antes que como un delito. La ley, además, dispone que el Poder Ejecutivo “instrumentará programas específicos de prevención, asistencia y tratamiento de la violencia familiar y coordinará los que elaboren los distintos organismos públicos y privados, incluyendo el desarrollo de campañas de prevención y de difusión”; que se llevará adelante “un Registro de Denuncias de Violencia Familiar”, y que en se destinaría “en las comisarías personal especializado (equipos interdisciplinarios: abogados, psicólogos, asistentes sociales, médicos) y establecer un lugar privilegiado a las víctimas” y “capacitar al personal de la policía de la provincia de Buenos Aires sobre los contenidos” de la ley, a fin de hacer efectiva la denuncia.
–En Zona Sur, hace un año y medio, una oficial a cargo en una comisaría (no una Comisaría de la Mujer, sino otra regular), no quería tomar una denuncia de violencia emocional y psicológica. Ya existía la Ley de Violencia, pero la oficial no la conocía y no quería tomar la denuncia. Tuvo que ir una de las integrantes de la Fundación con la fotocopia de la ley para mostrársela, y recién entonces le tomaron la denuncia. En algunas comisarías, además, hay jefes que no permiten que los oficiales a cargo tomen las denuncias –cuenta Marisú Devoto, presidenta de Fundación Propuesta, una ONG de Zona Sur que, de manera informal, se aboca al “trabajo empírico” de difusión en algunas comisarías, y colabora de manera más formal con la Oficina de la Víctima de los tribunales provinciales.


En cuestiones de organigrama funcional, cada Comisaría de la Mujer depende, de manera directa y única, de la departamental de su distrito. Es el jefe de las comisarías de partido o región el mismo que supervisa, regula y asigna los presupuestos para las distintas Comisarías de la Mujer y las de la Familia. Es ese jefe, también, el que dispone como destino posible para las detenidas los calabozos de las CM. El jefe departamental, a su vez, reporta al comisario general Colaci, superintendente de la policía provincial, quien depende, de manera directa, de Raúl Rivara, ministro de Seguridad de la provincia. Ni el superintendente de la policía ni el ministro de Seguridad provinciales han accedido a hablar sobre la irregular situación de las Comisarías de la Mujer con Las 12.
No hay, por otra parte, ningún tipo de coordinación ni red que articule el trabajo de las distintas CM provinciales, o que, al menos, las mantenga en contacto para llevar adelante jornadas de capacitación o para compartir experiencias.
–No hay una supervisión, no hay una dirección en cuanto a datos, estadísticas, estrategias de trabajo. En el 2002, quisimos organizar una especie de coordinación, para unificar criterios, para que todas las Comisarías de la Mujer tuvieran un mismo sistema de trabajo, para ordenar esa disfunción. Pero algo se malogró en el medio, no se llegó a un acuerdo –recuerda la subcomisario Gatica.
–¿Cuál es la situación de las CM dentro de la fuerza?
–Es sentir que sos oficial de cuarta, o que no existís para la institución. Lo único que te va sosteniendo y que va jerarquizando tu trabajo es la relación con la comunidad, el llevar públicamente nuestro trabajo. Son 14 años que tengo de estar a cargo de la dependencia, que no teníamos nada de presupuesto, de estar peleando para que me den la caja chica que corresponde. Es complejo y difícil. Te discriminan por ser de la CM, que no sirve para nada y que, por ahí, ahora servimos más porque tenemos detenidas. Pero esto no tiene mucho sentido, porque se desvirtúa la función de las CM. Las funciones nuestras son trabajar en violencia, en prevención directa familiar. Es un trabajo de interacción con la sociedad y la comunidad totalmente distinto al de otras comisarías, porque lo nuestro es modificar conductas. Desde la CM, en una comunidad somos agentes modificadores de conductas, tanto para adentro de la institución como para afuera, y ésa es una tarea terriblemente difícil. Pero si no teconcientizás de que ésa es la función, no se logra. El hecho de ponerme detenidas hace más complejo y desgastante estar acá con el personal, y eso te da más posibilidad de tener errores, no hay estado de distensión ni de contención distinto. Antes, podíamos tener una reunión quincenal para ver qué había pasado con ciertos casos, pero ahora eso no existe más. Creo que uno va perdiendo, va naturalizando en uno la tensión y se pierde la sensibilidad, se pierde la comunicación con las personas. El trabajo se desafectiviza tanto que ya termina siendo mecánico. Entonces, la sensación que tiene el otro no sirve, y más en los casos de violencia, que son muy complejos.
Por otra parte, de acuerdo con las disposiciones, el alojamiento de detenidos o detenidas en sedes policiales no puede ser por un tiempo mayor a seis meses. En las CM, sin embargo, se registra el alojamiento de detenidas (en todos los casos, se trata de mujeres en espera de condena) desde hace 1, 2 o 3 años.
–Con el tema de las detenidas –acota Lucía Heredia–, la comisaría se transforma en un lugar diferente. Las policías ahí adentro andaban sin uniforme, desarmadas, generalmente de civil, porque el uniforme pone una cierta distancia. Además, empezó a aparecer otra gente, hay otra dinámica, vienen familiares con un montón de comida, y están esperando horas ahí afuera. Pero más importante es que, a partir de la llegada de detenidas, empezaron a mandar oficiales hombres, y hubo casos en que esos hombres maltrataban a la gente. Y si eso en cualquier comisaría es gravísimo, en la CM es especialmente grave, porque se trata de asistir a personas que vienen de sufrir agresiones y violencia.
–¿El personal masculino que envía la Departamental está capacitado en género y violencia?
–Algunos sí y otros no. El que no tiene ciertas características, directamente no quiere venir porque no soporta esto, y yo tampoco quiero que vengan, porque no hay una visión más amplia. Hay otros oficiales que tienen otras características, pero hay que trabajar mucho con ellos para que tomen conciencia, además del hecho de que una mujer que viene a denunciar que es maltratada por un hombre y la atienda un hombre es un poco violento. Al ser atendida por las chicas es distinto, se siente más comprendida, hay una cuestión de solidaridad de género y de comprensión. Pero con los oficiales masculinos no. Ha habido algunos con los que hemos registrado la complicidad que se genera entre hombre y hombre: “pobre hombre, ¿cómo no le va a dar una oportunidad?”. No registran la violencia y todo el maltrato que genera en la familia, lo cual me lleva a mí a hacer todo un trabajo con ellos. “Mirá qué simple, vos te pusiste en el lugar de la víctima”. “¡Nooo!”. “Sí, el tipo te maltrató, te insultó, te agredió y vos no lo registraste. Y terminás diciendo que la mujer tuvo la culpa porque no le hizo la comida a las 3 de la mañana. Pensalo”, le digo, “pensá lo que hiciste con ese hombre, lo comprendiste”. Pero cuando no lo piensan, cuando no hay nadie que se los haga pensar, se genera esta complicidad con el agresor.

“El Ministerio de Seguridad –reza la página oficial del organismo bonaerense– tiene como objetivo asistir al gobernador de la provincia de Buenos Aires en la determinación de las políticas relativas a la relación con el Poder Judicial y el ejercicio pleno de los principios y garantías constitucionales y en la determinación y ejecución de las políticas provinciales en materia de seguridad pública”. Sin embargo, y aun cuando sí incluyan una mirada a los derechos humanos, los planes de estudio de la Escuela de Policía Juan Vucetich no contemplan, de manera alguna, contenidos relacionados con derechos de la mujer, violencia de género ni doméstica ni familiar. No resulta tan curioso, entonces, escuchar que, dentro de la fuerza, las Comisarías de la Mujer sean consideradas como un destino castigo, desprestigiado, carente de recursos y con ninguna repercusión mediática originada en operativos espectaculares. No sería tan asombroso si la violencia de género fuera un tema marginal en sus magnitudes, pero esa proyección de 60.000 víctimas anuales silenciosas de que hablábamos al principio, por el contrario, prácticamente equipara la cantidad de delitos denunciados durante 2003 en Capital Federal y provincia de Buenos Aires. Entretanto, todavía hay quienes califican a los femicidios (más que generalmente precedidos por situaciones de violencia) como homicidios “pasionales”.

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