VISTO Y LEíDO
Una esfera blanca que se voltea sobre sí misma o que, en el caso de Susana Szwarc, se esconde entre las hojas de un libro o debajo de los zapatos para no ser testigo de lo que ocurre.
› Por Alejandra Varela
El cuerpo funciona como un territorio puesto a prueba en relación con los distintos elementos que lo descomponen, donde lo real explora en esa forma femenina que cae, se desintegra, se vacía. Hay una oscilación entre lo mínimo y lo grandioso en la poesía de Susana Szwarc, trayecto que hace del mirar una acción propagadora de la sonoridad del poema, de su constante voluntad de movimiento.
El ojo que se ubica como palabra portentosa en el título del libro es ese fragmento, ese lugar acotado que se despliega como totalidad. Suerte de aleph pero, más precisamente, puesta en práctica de la teoría que Michel Foucault establece en Prefacio a la transgresión, donde el ojo funciona como límite pero también como lugar de exaltación, como ese giro surrealista que por momentos altera el orden de El ojo de Celan.
Las palabras se integran a un mundo animado, saltos de disrupción en una cotidianidad que siempre tiene algo de clandestina, de vida aterrada en el refugio hogareño donde se respira un estado de intemperie. La política es la letra descolocada que hace del lomo servido en bandeja un cuerpo sacrificado.
La imagen de una normalidad alterada que se subleva en gestos desconcertantes se construye siempre a partir de acciones. La poesía se conjuga entre verbos y sustantivos que prodigan imágenes inconclusas. Los estados son ráfagas, cambios de punto de vista, maniobras en sentido contrario que sugieren tensiones.
Hay un otro con el que se comparte el desamparo, al mismo tiempo que se escarba en las palabras para que ellas digan, en su repetición, todo lo que no conviene explicar con grandilocuencia. También el movimiento se deconstruye y lo político aparece como al descuido, en una enumeración que no debería generar alarma.
“En la trasnoche el hambre nos pertenece” es el ejemplo de un estado del alma que deviene en materialidad, en escritura que se ofrece en el accidente donde la palabra se desmarca para contar lo trágico, lo político, lo que está a punto de estallar en cualquier detalle. Es la posibilidad de ver lo que establece la diferencia entre la rotura y la felicidad, una elección o un destino ineludible. Todo se vuelve materia, objeto que puede ser atrapado por los ojos, por la imagen onírica que el propio ojo crea. Bisagra entre el interior y el mundo anonadado.
El lenguaje que podría contener un universal choca contra el objeto y es como un descenso, como la obligación de llevar las ideas a una existencia más escuálida donde las palabras se pegan y pueden ser rotas, golpeadas.
En la estructura de extremos que propone Szwarc el encierro es un campo delimitado por alambres, visión permanente, forma reconocible en cualquier escenografía, disimulada en la disposición inocente de una casa. Porque hay algo que ya se ha ido, como en esa jaula que se vuelve pájaro en la poesía de Alejandra Pizarnik, la voz poética es un fantasma que confiesa su partida.
Un mundo shakespeareano en miniatura celebra el final del libro. Ofelia ahogada en una palangana es la culminación, la referencia clásica al sinfín de espectros que la autora desató en la escena del poema. Como creación de la visión, la figura espectral hace de la evocación la partícula de un tiempo simultáneo donde la poesía puede dejarse ganar por el registro de una crónica inmediata, donde cualquier descuido puede ser el golpe que permite salir, la herida expuesta para encontrar lo ilusorio.
El ojo de Celan
Susana Szwarc
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