RESCATES
el temblor Katia Krafft 1942 - 1991
› Por Marisa Avigliano
Tenía once años cuando escuchó la voz de Haroun Tazieff en Le gouffre de la Pierre Saint-Martin, un documental escrito por Roger Vadim sobre el abismo Lépineux, una fosa de los Pirineos. La voz del vulcanólogo no necesitó mucho andar para escurrirse dentro del laberinto infantil y provocar una vocación eruptiva, las sangrías del mundo subterráneo estaban haciendo chasquidos en la lengua de Katia. La adolescente con libros sobre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, el volcán de la mujer blanca (lo llaman así porque la sinuosidad y la nieve dibujan la silueta de una mujer acostada) que supieron hechizar también a Malcolm Lowry: “En el horizonte, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, aquella imagen del matrimonio perfecto, se alzaban ahora, claros y hermosos, bajo un cielo matutino de pureza casi íntegra”, la adicta al cine de lava, fan de Rendez-vous du Diable, la película de Tazieff donde se veía la intimidad de los cráteres a través de una cámara que devoraba la escena turgente chupando magma de las profundidades y lanzando una corriente espumosa de fuego escarlata que parecía rasgar la pantalla, siguió su destino ígneo en la Universidad de Estrasburgo. Física y geoquímica para la joven Katia Josephine Conrad que había nacido un 17 de abril en Soultz-Haut-Rhin (Alsacia) y que años después iba a recorrer el mundo filmando el movimiento continuo de la corona de más de ciento cuarenta volcanes. En Estrasburgo conoció a Maurice Krafft (se casaron en 1970) y juntxs formaron el dúo estrella de errantes vulcanólogos franceses. El itinerario que recorrieron es tan serpenteante como las imágenes violetas con manchas naranjas que aparecen en sus videos de fluida roca dramática. Islandia, Zaire, fumarola de azufres en el Mauna Loa de Hawai y volcanes explosivos en Colombia, Indonesia y Filipinas arman un archivo fotográfico de más de trescientas mil diapositivas y cientos de rollos de películas. Cuando Katia creó el chromographe, el primer analizador portátil de gas, en los pasillos universitarios la vulcanología todavía no había hecho gala de su temperamento estruendoso. Después de la erupción del Monte Santa Helena (Cascade, EE.UU.) en mayo de 1980 la dupla alsaciana se especializó en los llamados volcanes grises de nubes ardientes. Conmocionada por la tragedia de Armero, la población colombiana que desapareció en noviembre de 1985 tras la erupción del Nevado de Ruiz a pesar de la alerta de los vulcanólogos, ideó un documental para prevenir riegos volcánicos. En 1991, después de advertirle al gobierno filipino acerca de la inminente explosión del Pinatubo, advertencia que salvó miles de vidas, viajaron a Japón siguiendo los primeros retumbes del Unzen. El 3 de junio Katia y Maurice murieron en los márgenes del volcán atrapados por el flujo piroclástico, una mezcla de gases volcánicos que recorren el suelo. Una mirada desde las nubes, un grito redentor desde un helicóptero les hubiera podido avisar a tiempo que el sendero por el que iban caminando era el mismo sendero por el que corría la oleada caliente del volcán Unzen, uno de los más peligrosos de Japón, ubicado en la isla de Kyushu. Los encontraron dos días después muy cerca del cráter –una de las cimas sagradas a las que las mujeres recién pudieron acceder en la era Meiji, a fines del siglo XIX– y fueron velados en Anyoji, un templo budista de la ciudad de Shimabara. “Moriremos en una erupción algún día”, había dicho Katia revelando una de las fotos –solían acercar la cámara a 30 centímetros de distancia de la lava– que un rato antes le habían tomado en las entrañas de la tierra a la acribillada ardiente.
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