MITOS
Siempre libre
Fue en los años sesenta cuando Libertad Leblanc entendió que a las fantasías hispanoamericanas –así de amplia fue su fama– les hacía falta un fetiche de larga melena rubia y tan agresiva como una travesti. Entonces se inventó a sí misma, se convirtió en su propio representante, distribuyó sus películas por el mundo y escandalizó todo lo que pudo hablando de sexo del mismo modo en que lo practicaba, libremente. Ahora, a una edad que jamás confesará, vuelve a exhibir su generoso escote y su lengua picante después de veinte años fuera de las pantallas y los escenarios.
› Por Marta Dillon
¿Es esta señora pequeña, de cabello recogido sobre la nuca y el gesto pudoroso que intenta retener bajo la camisa negra la redondez lechosa de sus pechos, la misma que en la marquesina sobre la calle Corrientes sostiene con una mano enguantada el borde rosado de sus pezones? ¿Es esta mujer de ojos cansados la que abre la boca cada vez que la fotografían como si su aliento fuera más certero que la piedra de David? No, no es la misma. Es ella quien lo dice y como prueba enseña las manos: las uñas algo maltrechas, un resto negro en las cutículas. “Ves, así me quedan después de una tarde entera removiendo la tierra de mis plantas. Cuarenta metros de balcón que ya parecen una selva. Libertad Leblanc es un invento mío, yo soy otra. Soy la que puede dormir a la intemperie en el desierto con un grupo de beduinos sólo para ver la noche en el Sinaí y la que sabe cómo lijar muebles y pintarlos sin la ayuda de nadie.” Es sólo la risa que subraya el relato de sus aventuras el punto en que las dos, el personaje y la mujer, se encuentran y se abrazan, como si se consolaran de algún modo las penas que deja la nostalgia. No es que ella extrañe los tiempos pasados. Es que los tiempos han cambiado demasiado desde que Libertad María de los Angeles Vichich dejó el colegio en el que su madre la había puesto pupila sencillamente para hacer lo que quería. Ni siquiera sabía dónde la conducirían sus pasos; a la ciudad, sin duda, pero ésa era la única certeza. Y hasta ahí llegó haciendo honor a su primer nombre, el que le puso su padre cuando nació en un año incierto –e inconfesable– en la estancia La Esther, en un paraje patagónico que ella no sabe si todavía se llama Chinamuerta. “Yo siempre fui así, de avanzada, con mamá mucho no podíamos hablar entonces porque ella era de la generación en que las mujeres no salían de sus casas. Las de mi generación también eran así, sometidas, pero yo no, yo hice lo que quise. Me casé cuando quise, me divorcié cuando no aguanté más y me busqué la vida cuando mi marido pensaba que volvería a él arrepentida porque me iba a morir de hambre.” El era un empresario del teatro que la ayudó a entrar por primera vez al quirófano para hacerse “un arreglo en los pechos” que ella –o él, vaya a saber– veían deslucidos después del embarazo de su única hija. No podía saber ese hombre, “amante perfecto”, que ese primer artificio sería el primero de muchos que convertirían a la joven madre, en pocos años, en una “fantasía popular, algo que evidentemente se estaba necesitando”, según sus palabras y que ella supo descubrir con un olfato más de empresaria que de artista, más de sobreviviente que de vanguardista.
–Yo estuve un tiempo en el teatro independiente, me acuerdo que Alejandra Boero me pagaba un sueldo muy modesto como figura de su elenco. Pero yo quería más. O necesitaba más, porque desde mi mamá hasta mi ex marido estaban esperando que volviera arrepentida.
No lo hizo. En cambio, alternó el teatro con las fotonovelas, ensayando ante las cámaras –”que de inmediato se enamoraban de mí”– el personaje sexy que después iba a perfeccionar hasta la exageración, su marca registrada. “Porque eso es lo que hice, aumentarlo todo, ponerme dos filas de pestañas postizas, una peluca arriba de la otra, convertir lo que se supone sutil en obviedad. Yo siempre fui muy femenina, pero Libertad Leblanc es travesti. ¿Por qué? Está claro, las travestis exageran cualquier rasgo femenino, igual que yo.”
No cantaba, no bailaba, no sabía llevar plumas, ni siquiera había filmado alguna vez como para ser invitada a un festival de cine, en Venezuela, cuando la década del ‘60 recién empezaba. “Conocí a un periodista de ese país en el Instituto de Cine, yo siempre andaba por ahí buscando trabajo. Y el me vio y me vio hermosa, tan blanca, y dijo que había que llevarme al festival porque se necesitaba gente nueva. Fui decolada, porque las estrellas eran otras, era Graciela Borges y sus relatos de Cannes (donde años más tarde Libertad inauguraría una sesión de topless antes que ninguna europea), Gilda Lousek, Elsa Daniels. Todas mujeres lindas y con aspecto de ingenuas. Yo, por mi cara, también podría haber dado ingenua, ¿pero para qué? Iba a ser aburrido. Yo pensé bastante qué hacer en ese festival y se me ocurrió ponerme un bikini chiquitito, a lunares, y mientras le hacían notas a Graciela al lado de la piscina me saqué el vestido como si fuera a tomar un baño. ¡Para qué! ¡Fue un escándalo! Se me vinieron todos los periodistas al humo, los productores pedían películas mías, no podían creer que nunca hubiera filmado.” En ese acto casi inocente está la génesis de Flor de Irupé, su primer largo, protagonizado después de una negociación bastante complaciente por su parte, con una distribuidora venezolana y un director argentino que la memoria de Libertad debería remitirse a su autobiografía –escrita compulsivamente a lo largo de cuatro décadas– para decir su nombre. “No fue un gran contrato, te imaginarás, porque recién empezaba, pero esa película es una alegría porque me permitió hacer muchas otras. La segunda, Acosada o The peep pussy –como se llamó en Estados Unidos– estuvo en Broadway un año entero. Yo tenía allí un cartel enorme, redondo, con luces. Ahí sí que se recuperaba el costo de las películas y se ganaba mucho.”
Era lógico que le interesara recuperar los costos, porque lo que estaba en riesgo era su propio capital. Nunca tuvo manager y coprodujo la mayoría de sus películas en una época en la que ninguna otra mujer lo hacía.
¿Fue una decisión?
–Es la vida la que te va llevando. Lo que yo te puedo decir es que siempre tuve la fantasía de ganar mi propio dinero, porque eso era lo que te aseguraba y te asegura libertad. Y eso es lo que yo más necesito. Me acuerdo que una vez estuvieron en casa el productor de Tiburón y su mujer, que era directora de la revista Cosmopolitan, ¡y no lo podían creer! Porque todavía no existían la Julia Roberts o esta chica Barrymore, que tienen sus ideas y las producen. Yo fui pionera.
Entre las anécdotas que dejó el efecto sorpresa de esa mujer despampanante que llegaba sola a cualquier escritorio, a ella le encanta contar la de un productor mexicano que la descubrió en una fiesta y le sugirió que le dijera su manager que lo viera al otro día:
–Entonces yo me calcé un tailleur, me recogí el pelo, evité el maquillaje y estuve en la oficina a la hora indicada. “¡Pero Libertad, por qué se levantó tan temprano! Y encima llegó antes que su representante”, me dijo el hombre. Y ahí le dije, “señor, yo soy mi propio manager”. Hicimos ocho películas juntos y para mí fue un halago que él dijera a los medios, una vez, que yo, hablando de negocios, tenía bigotes.
¿Cuándo aparecía la travesti entonces? ¿En los estrenos o en las oficinas?
–Era divertido –dice como toda respuesta, con esa risita que parece esconder alguna cola de cometa–, pero también tuve que luchar mucho. Porque yo misma era la distribuidora de mis películas. Imaginate que cargaba las latas y me iba de país en país. Y en todo América latina había censura. Tenía que hacerlo todo, programar, mostrar, pelearme con los censores y después aparecer divina y con el escote hasta el ombligo en las presentaciones.
Así como Graciela Borges, involuntariamente, le prestó los periodistas que ella había convocado para que Libertad Leblanc empezara a inventarse, fue Isabel Sarli quien ofreció el segundo peldaño en la escalera a la fama: –Lo que pasa es que cuando llegó la primera película a Venezuela no había mucho dinero para publicidad, así que fui yo la que dije que hiciéramos un afiche en blanco y negro, con un desnudo y una leyenda: “Libertad Leblanc, la rival de Isabel Sarli”. Y funcionó. Armando se enojó mucho, se me vino encima, que usaba la fama de Isabel. Y tenía razón, pero bueno, no gastamos nada y salió perfecto.
–¿Pero alguna vez te sentiste rival de Isabel?
–No, de ninguna manera. Con Armando sí teníamos nuestros encontronazos porque esa fama también circuló por el mundo. Pero ella es divina, muy naïve, eso sí, pero una mujer preciosa...
–De todos modos, el tipo de películas que usted hacía eran parecidas a las de Sarli.
–Yo nunca repetí un director. Creo que somos distintas, sobre todo porque a ella la delineó Armando. Y yo me hice sola.
–Pero las dos eran siempre mujeres sometidas a los deseos de los hombres, en general violencia.
–Es verdad, la violencia aparecía. Es la eterna lucha entre el varón y la mujer. A ellos les gustaba ver a las mujeres en la casa y la que se salía del camino, bueno, la disciplinaban. Pero yo rompí cantidad de cánones, no siempre representé mujeres golpeadas, lo que pasa es que acá se vio menos de la cuarta parte de las películas que hice. Yo también hacía personajes de mujeres fuertes, independientes, que tal vez era una fantasía de hombres de otros lugares. Por supuesto que la fantasía masculina era agresiva... pero contra eso (y aquí, en el gesto, aparece el personaje de Libertad Leblanc) el hombre tiene un gran encanto y una lo perdona (se ríe y de inmediato se recupera la señora de las muchas plantas). Pero eso sí, yo no me casé más desde los 18, yo vivo sola, a los hombres los disfruto pero no quiero parejas.
Era virgen cuando se casó, no porque fuera un valor para ella. Era la usanza, dice. “No se puede hablar sin tener en cuenta la época, dentro de 20 años también se verá distinto lo que ahora es normal. Lo que yo te puedo decir es que estoy muy conforme con haber hecho siempre lo que quise. Porque el hombre y la mujer tenemos exactamente los mismos derechos, ante la ley, ante la vida, ante el sexo. ¿Por qué un tipo va a ser regio porque se acuesta con muchas mujeres y la mujer si tiene deseo no se va a acostar con quien quiera?
–¿Siempre estuvo tan segura? ¿Nunca se sintió culpable por la mirada ajena?
–Lo único que cambió para mí es que al principio necesitaba estar enamorada para poder llegar a los hechos. Creía que era así, y cuando me casé, fue un mes después de conocernos, enamoradísima. Ahora sé que lo que me lleva a la cama es la pasión. Y la pasión puede ser tremenda y durar una noche o una vida. Pero en general viene otra y va borrando las anteriores. El amor es otra cosa, pero eso del amor, el afecto, el compañerismo, el matrimonio, todo ese tipo de cosas no está dentro de mis ideas, de mis sentimientos. A mí, eso del hombre y la mujer para toda la vida, eso no lo creo. La gente no cambia al mismo tiempo y pasa el tiempo y se van convirtiendo en extraños bajo un mismo techo. Quizá no sea lindo decirlo porque eso es lo que formaba la familia, el hogar, la cosa de la tradición y la continuidad de la vida... igual creo que no es real.
–¿Y nunca tuvo la fantasía, ni siquiera, de casarse con alguien adinerado?
–Tuve tantos, tantos hombres, pero nunca pensé en casarme. Nunca quise depender de nadie ni siquiera para que me proteja. Porque ¡cuidado con los señores protectores! Después tenés que bajar la cabeza y decir sí aunque no tengas ganas.
Libertad asegura que a ella el sexo le gustó desde la primera vez. Que su marido puede haber tenido muchos defectos, pero que era un excelente amante. “Y cuando una mujer despierta al sexo con un amante atento, sea quien sea, ama al sexo para toda la vida. No hay otra manera de descubrir sus maravillas, una nace y muere con el sexo... Yo no entiendo a esas personas que dicen ‘no, yo ya no más’, como decía mi mamá, por ejemplo. Para mí que ocultan su deseo, así como antes los hombres ocultaban el llanto. Por suerte ahora todo cambió, aunque la verdad es que compadezco a la juventud.”
–¿Por qué?
–Por el sida, querida, porque ahora todo está lleno de peligros. Para mí el sida fue como un hachazo en la nuca. Porque yo lo conocí en 1983, tenía un amigo queridísimo en Venezuela, un amigo del alma. Y tengo la visión de su muerte espantosa, en qué poco tiempo, él que era tan bello. Fue un shock tremendo. Porque primero decían que era algo que afectaba a los homosexuales, pero enseguida vi morir a otros amigos, uno detrás del otro. No dejaba de contar muertos. Y quedé muy afectada.
–¿Al punto de dejar de tener relaciones sexuales?
–No, no, no, eso no. Pero me volví muy precavida... yo era... (vuelve a reírse sola)... muy libre. Tener sexo era como comer, como dormir. No te olvidés que yo era de la época del amor libre, usaba espiral y no tenía problemas. Después con esto del preservativo todo se volvió muy incómodo, no me vas a decir. Todavía me da un poco de pena. Mirá, la otra vez volví a ver Hair y fue triste, o peor, no sentí nada, ya no. Porque una sabe que todo eso ya no fue... creíamos en tantas cosas...
Entre esas ilusiones que Libertad da por perdidas se cuenta el ser peronista, “ahora ya no es lo mismo, no sé en qué se transformó, en un movimiento, creo”, dice sin mencionar su participación en la primera campaña de Carlos Menem, su última actividad política.
–Yo era peronista desde los 12 años. Te voy a explicar por qué: mi abuelo era esloveno, vino durante la Primera Guerra Mundial y como traía algo de dinero y le gustaba el campo, no bien llegó le dijeron: “Mire, todo lo que tenga para comprar alambre y cercar, eso es suyo”. Y fue a la Patagonia y con los hermanos se alambraron cualquier cosa... después los hijos tiraron todo al diablo, como siempre... pero yo me acuerdo de chica estar en el campo, no había piscina pero sí esos tanques australianos gigantes y ahí en el parque tenían un puma atado con un collar de hierro que mi abuelo sacaba a pasear, era muy así, el mandamás, como todavía sigue siendo en algunas provincias, que cada uno era el dueño de algo. Y venían los chilotes, como les decían a los chilenos, con sus alpargatas bigotudas, y mi abuelo les daba la ropa y les pagaba con un papel para que fueran a buscar comida a su almacén, pero ellos no veían nunca dinero... era un sistema de vida que desde chica me parecía mal. Y cuando llegó Perón pregonó cosas diferentes, el derecho a la educación y al salario, siempre la juventud tiene ideales y yo los tuve. Incluso tuve un tío que fue senador radical, y yo era peronista, la oveja negra de la familia.
–¿Y durante la última dictadura también se sentía peronista?
–Yo en la dictadura... bueno, yo me fui la mayor parte del tiempo. Porque te acordarás del Rodrigazo, yo justo estaba haciendo revista, la única vez en mi vida, en el teatro El Nacional, el espectáculo se llamaba Viva la Libertad... Trajeron 15 Bluebell girls de París, plumas de Nueva York, estaba encaminada y ni los gatos quedaron después del Rodrigazo, no iba nadie, tuvimos que mandar a las muchachas a Francia de nuevo. En la misma década nos sacaron las salas en Estados Unidos porque no querían que se dieran películas en español. Fue una hecatombe económica para mí, imaginate, ¿dónde trabajaba yo? Porque cuando vos tenés muchas propiedadeses peligroso porque esas propiedades te exigen cubrir huecos, porque si no te podés fundir por los gastos.
Era el año 1975 y Libertad asegura que entonces perdió el 60 por ciento de su fortuna y encima le habían cerrado la posibilidad de distribuir su material en las salas de Broadway. Ella, que siempre había invertido en propiedades porque no le gusta “la timba de las acciones”, de pronto tuvo que deshacerse de las más preciadas: su quinta en Parque Leloir donde Vinicius de Moraes componía canciones y Manuel Puig iba a contarle sus penas de amor. Desde entonces dejó de filmar, ya había acumulado cuarenta títulos y, confiesa, también se sentía un poco cansada de representar ese personaje siempre espléndido.
–Pero tenía que trabajar, ya no programando como hacía antes, si no agarrando lo que venía. Y los militares me contrataron para trabajar en Canal 9. Había un coronel que a mí me parecía bastante buena gente, pero había otro, un capitán, que fue un problema grave para mí, estábamos a las patadas...
–¿Por qué?
–Porque yo pedía un actor y ese actor no podía trabajar, siempre lo mismo, hasta que llegó un momento en que no sé, no quería, no podía seguir y dije bueno, ya me arreglaré. Igual filmé una película en esa época, acá en el Tigre. Pero acá no se sabía nada de lo que estaba pasando más allá de las personas afectadas, yo siempre además estaba yendo y viniendo, encima estaba la cuestión de la censura. ¿Y qué hice? Me fui a Colombia, donde allá mi fama era una cosa impresionante.
–Lo decidió sola.
–Sí, y así también hice las macanas gordas porque por ejemplo no quise hacer la película de Berlanga, La escopeta nacional, porque había un viejito que sacaba un pelito del pubis de mi personaje y entonces él me dijo “Libertad, no te preocupes, ponemos un doble”, pero a mí me parecía una grosería, una falta de respeto a la mujer... y la verdad es que lo tendría que haber hecho porque habían escrito el personaje especialmente para mí, después también rechacé a Tinto Brass que me ofreció un papel en Calígula, también la Columbia me ofreció hacer una película con Julio Iglesias y a mí no me gustó el libro... qué sé yo, tendría que haber elaborado un poco más mi carrera, pero en la vida pasa y cuando hacés mucho te equivocás.
–¿Vos leíste Abaddon, el exterminador, de Ernesto? –pregunta Libertad refiriéndose a Ernesto Sabato, y para ejemplificar lo poco que sabía sobre la represión en Argentina–. Ese libro fue premiado en París por la prensa, y un buen día llego yo a París y en el aeropuerto veo que la prensa se me viene encima, y yo pensé, bueno, es por el libro, porque habla de mí, tres cuatro páginas, pero cuando se acercan lo primero que me preguntan es sobre los campos de concentración y los desaparecidos y las torturas. Si hubiera sido por mí me iba de París en ese mismo instante porque no podía creer lo que me estaban diciendo. Y cuando volví busqué con quién podría hablar que fuera militar, que me escuchara, que me explicara. Y hablé con un hombre y le dije lo que se decía en Europa y por supuesto me tranquilizó, me dijo que era una calumnia. Pero claro, después, enseguida, el hermano de Pachequito, un compañero, ¿te acordás?, desapareció. No sé si era guerrillero, qué sé yo, pero lo que sí te puedo decir es que ahí empecé a creer lo que me dijeron en Europa. Pero antes no lo sabía, la gente acá no lo sabía...
–¿Pero antes no existían las listas negras, los que se iban al exilio...?
–Eso sí, pero la prohibición llegaba hasta acá, en realidad estábamos un poco acostumbrados a eso, yo me sentía siempre molesta porque en ese sentido soy durísima, porque si algo tiene sentido en mi vida es lalibertad, yo hago honor a mi nombre. No lo podía aceptar, la verdad, y querés que te diga con esto de ahora yo me quedé de piedra, eso de que en la época de Alfonsín se enseñaba a torturar...
–¿Pero con las prohibiciones y todo podías tener relaciones con militares?
–Yo no tuve nada con militares, conocí algunos circunstancialmente pero siempre a la distancia, nunca tuve relación. Yo la verdad es que nunca me acosté con militares, pero si conocí un tipo que estaba de civil una noche y me gustó, capaz que bueno (se ríe)... eso no lo puedo asegurar, pero habrá sido sólo por una noche y sin saber que eran funcionarios. En ese momento yo era muy libre, conocía a un hombre, me gustaba, no había sida, si estaba de particular yo no le preguntaba nada, ni la edad, ni la ocupación...
No hubo primavera para Libertad Leblanc con la vuelta de la democracia. Ya no pasaba más de tres meses en el país y se había cansado de un escote que ahora luce en la calle Corrientes como si los años le hubieran pasado por el costado. Se dedicó a viajar, a escribir, a retocarse la cara cada vez que cree que lo necesita, como ahora, que está segura de que un “tironcito más” no le vendría mal, aunque necesitaría una suite de sanatorio en la que pudiera alojarse con su perrita para no dejarla sola porque se enferma. A pesar de los vaivenes de la economía nacional, o tal vez por eso, ella aprendió a conservar su fortuna en propiedades en Europa que le dan lo suficiente para vivir cómoda. No es por dinero que vuelve al escenario, rodeada de unos muchachos tan jóvenes que se los ve lampiños.
–Son todos lindos –dice ella cuando le preguntan–, pero yo aprendí que donde se trabaja no se come, porque después las relaciones se complican.
No es la diferencia de edad, no es que haya renunciado al goce, esta restricción es sólo una regla de urbanidad. ¿Por qué vuelve a trabajar, entonces? ¿Será verdad que quiere hacer algo por el país?
–Sí, porque yo no soy política ni nada de eso, pero soy una fantasía y para muchos creo que puede ser una alegría también.
–¿Y cuál es su fantasía, Libertad?
–¿La mía? Seguir haciendo lo que me gusta, lo que quiero. Y no morirme por lo menos hasta los cien años. Estoy en contra de la muerte, es una injusticia venir al mundo sabiendo que una va a morir.