DEBATES
Una lábil frontera
Sinuosa, desdibujada, en construcción, así es la posible frontera que podría trazarse entre trabajo sexual –denominación de la que se apropian algunas/os protagonistas– y explotación lisa y llana. El debate en torno de estos frágiles límites, que involucra el concepto mismo de trabajo y la supuesta dignidad que conlleva, y exige un ejercicio –casi imaginario– de pensar cómo serían las distintas elecciones si este sistema no fuera el que es.
Por Florencia Gemetro
El debate en torno de la situación de prostitución, explotación sexual o trabajo sexual ha sido, y continúa siendo, en sus distintas concepciones una asignatura pendiente aunque largamente discutida. Tomó dimensiones públicas, sensacionalistas, en ocasión de la derogación de los viejos edictos policiales –medidas de carácter autoritario que otorgaban a la Policía Federal la atribución de detener, juzgar, condenar y penar por su propia voluntad–, más tarde con la pulseada política a raíz del Código de Convivencia Urbana –o mejor debería decirse Código Contravencional–, tras el creciente incremento de las migraciones y el tráfico de mujeres, niñas y niños, el hostigamiento y asesinato de personas en situación de prostitución o en función de la continua apuesta de cientos de protagonistas que de/construyen el carácter de su subjetividad a diario. Las que siguen son algunas miradas sobre un debate siempre presente que pone en relieve los roles establecidos en las sociedades contemporáneas.
El término trabajadoras sexuales ha sido apropiado y resignificado en nuestro país por Ammar (Asociación de Mujeres Meretrices Argentinas –ver recuadro–) y otras agrupaciones de travestis y transexuales como una estrategia de lucha e identidad política en construcción que nuclea a personas en situación de prostitución en función de una organización colectiva de trabajo. Un agrupamiento que les permite denunciar la violencia sistemática y el maltrato psíquico y físico al que son sometidas por una compleja trama social a través de un conjunto de intereses que incluyen desde particulares legitimados por una moral conservadora hasta un acabado entretejido conformado por funcionarios públicos cuya conveniencia en el negocio conserva los intereses de encubrimiento e ilegalidad. La sospecha sobre la complicidad policial, por caso, quedó al descubierto con la irre/solución de los asesinatos y desapariciones de las mujeres en Mar del Plata, cuando hace poco más de un mes, el juez Pedro Hooft imputó al suboficial Iturburu por asociación ilícita en la organización de una red de prostitución y extorsión en virtud de la investigación por la desaparición de Silvana Caraballo y Verónica Chávez en 1998. “Algunas de las mujeres –dijo el magistrado– pasaron a ser ya no ‘chicas de la calle’ sino ‘chicas de la unidad regional’.” Los crímenes por las desapariciones en Mar del Plata aún permanecen impunes.
La organización política también constituye una forma de visibilización, una oposición a la estigmatización social, representa ese testigo incómodo de una realidad desnuda que dice “aquí estamos”, frente a la hipocresía o la doble moral que reprime mientras demanda y paga los servicios. La enunciación, como sujetas de trabajo, brinda posibilidades de acceder a las prestaciones y los servicios sociales y de salud. Evidencia también las condiciones de trabajo en las sociedades contemporáneas, donde “las potencialidades humanas (fuerza, intelecto, creatividad) se transforman en una mercancía que, como cualquier otra, se intercambia ‘libremente en el mercado’”, dice Renata Hiller, una lectora que participa en el debate a partir del artículo “Prostitución, no trabajo”, de Sonia Santoro (publicado por este medio el 19/12/04). “La prostitución –continúa la lectora– es un trabajo porque no es más que la puesta en acto del cuerpo mercantilizado (y previa o paralelamente sexuado) de la mujer (aunque también podríamos hablar de la mercantilización del cuerpo masculino).”
Sin embargo, la relación entre una persona en situación de prostitución y el cliente no reviste las características de un simple contrato laboral sino que se instituye en una relación cultural asimétrica y compleja. “La diferencia con otros servicios es que la persona que los presta utiliza su propio cuerpo, mientras que, en la prostitución, se alquila el uso directo del cuerpo propio a persona ajena. Esta citación involucra derechos humanos basados en la dignidad, la cual se define en que la persona es un fin en sí misma y no puede servir de medio para un fin (...) El cliente utiliza el cuerpo de la persona que se prostituye para fines ajenos a ella. La sexualidad está asociada al placer, y el placer de la prostituta no forma parte del negocio de los servicios sexuales, es irrelevante; sin embargo, el placer del cliente sí”, asegura la peruana Quintanilla Zapata (en Cladem: Prostitución: ¿Trabajo o esclavitud sexual. Edición propia, Diciembre 2003).
El contexto social y económico en que transcurre la creciente demanda del comercio globalizado en relación con el sexo involucra la trata de mujeres, niños y niñas, “una megaindustria que mueve más de 17 millones de dólares al año”, (Cladem: 2003). Según el informe que ha dado a conocer hace una semana la asociación Angel, de Río Cuarto, Córdoba, serían más de trescientas las niñas de entre once y diecisiete años que estarían siendo explotadas sexualmente en la ciudad. Una realidad por demás evidente aunque invisibilizada que ocurre frente a nuestras narices sin cobrar real preocupación por las políticas públicas. Que no deja lugar a opción. Y pone de manifiesto no sólo razones económicas sino todo un sistema cultural y político de poder. La investigación realizada por Unicef Argentina en el 2000, ya describía un sistema organizado clandestino e ilegal de tráfico, "importación y exportación", de mujeres niñas y niños de todos los niveles socioeconómicos. Un mecanismo descarnado de violencia, “una institución necesaria para el control de la sexualidad humana”, dice Cecilia Lipszyc, socióloga investigadora argentina, que compromete la libre decisión de las personas en situación de prostitución, de las trabajadoras sexuales, al tiempo que establece roles de subordinación en un sistema socialmente jerarquizado en torno de ordenadores de la feminidad y masculinidad.
Ahora bien, una vez garantizados el acceso a información, educación, empleo, y en el marco de un sistema de igualdad en la diversidad, despejado todo tipo de coacción social, cultural, económica –visión imaginaria, acaso ejercicio, si esto fuera posible–, ¿qué sucedería en torno de quienes se atienen a la prostitución como una opción, una libre decisión? ¿Quedaría al desnudo una “cierta” moral ordenadora también? ¿O la certeza de un orden verdadero en donde algunas actividades fueran sancionadas por referir a la sospecha de un orden antes instituido?
Alejandra Sardá y Laura Eiven (Cladem: 2003) subrayan una “frontera lábil en la división del trabajo sexual de la explotación, así como la elección que cada una de nosotras tenga sobre su propia vida”. Continúan: “¿Por qué duele más el cuerpo cuando hablamos de intimidad? ¿Qué diferencia encuentra el trabajo explotador de las maquilas del de la prostitución?”. Tal vez la inquietud, la pregunta, inauguren una búsqueda, abran interrogantes, tiendan puentes, interpelen los modelos instituidos e instituyentes por fuera y al interior de los progresismos y las correcciones políticas sin desdeñar la percepción de las/os protagonistas. Sin olvidar la existencia de trabajadoras/es sexuales, personas en situación de prostitución, niñas y niños con necesidades específicas, sin olvidarlas/os al despojo inevitable, al destino involuntario de la decisión ajena.