CINE
La patota –el film de Santiago Mitre que protagoniza Dolores Fonzi– viene de ganar dos premios importantes en el último Festival de Cannes y acaba de estrenarse ayer, cuando los ecos de la movilización que gritó Ni Una Menos todavía se escuchan. La mención viene a cuento porque la película es una remake en versión bastante libre de la que hace más de cincuenta años filmó Daniel Tinayre con Mirtha Legrand como protagonista. Una y otra comparten líneas esenciales: hay una violación en banda de unos jóvenes marginales contra una chica rubia con buenas intenciones pedagógicas para con ellos, un embarazo como resultado que no se interrumpe y hasta la necesidad de dejar sin efecto la denuncia porque ella, Paulina, comprende antes que todo la cuestión de clase. Paulina decide, contra todo, pero es esa decisión a contrapelo de todo lo que a diario reclaman las víctimas de abuso lo que la deja pegada a la pantalla, la convierte más que en un personaje en una idea.
› Por Marina Yuszczuk
Hace cincuenta y cinco años Daniel Tinayre filmó una película rarísima: una señorita bien, hija de un juez que compartía con él una casa de habitaciones enormes y varios sirvientes, se recibía de profesora de Filosofía con medalla de oro y, contrariando a su padre, tomaba la insólita decisión de ir a dar clases en un barrio humilde. La escuela era nocturna, sólo para varones, y la misma noche que Paulina Vidal iba a conocer el lugar, un grupo de alumnos la atacaba en el trayecto del colegio a la estación de trenes, la llevaba a una casa deshabitada y la violaba. La razón estaba explicada en la película desde el puro prejuicio: después de mirar por la ventana a una vecina coqueta que se maquillaba para salir, los muchachos confundían a Paulina con esa otra chica, la buscona, la más “violable”. El índice de violabilidad no se inventó con Melina Romero ni con ningún caso actual; ya en esa época, que una mujer hiciera visible su sexualidad al parecer hacía comprensible para el espectador –al menos según los guionistas Daniel Tinayre y Eduardo Borrás– que los integrantes de la patota abusaran de ella. El verdadero crimen de esos chicos, en todo caso, era haberse metido por error con una chica decente y tapada hasta el cuello, que para colmo tenía el noble gesto de bajar del Olimpo adinerado hasta los barrios bajos para enseñarles algo a ellos.
La resolución cristiana de la película, basada en la idea de pecado y perdón, indicaba que los alumnos, admirados por la integridad de la maestra (que, incluso después de enterarse de que estaba embarazada como producto de la violación, seguía dando clases en el barrio), se arrepentían y confesaban. Ella, practicando ese tipo de caridad católica que marca las relaciones entre ricos y pobres, los perdonaba y les pedía por favor que no dejaran de estudiar, para que al menos pudieran tener un futuro mejor. Mirtha Legrand –nada menos que a ella había elegido Tinayre para interpretar a Paulina–, una diva del cine, rubia, paqueta, lavaba de ese modo las culpas de toda una clase con un personaje que se volvía capaz de una bondad que rozaba lo absurdo.
La remake de La patota dirigida por Santiago Mitre que se estrenó ayer actualiza la historia de un modo bastante libre, pero los elementos principales siguen estando ahí: en este caso Paulina Vidal (Dolores Fonzi) es una abogada joven que está haciendo un doctorado, y aunque tiene un padre juez (Oscar Martínez) que podría darle una mano para ascender en su carrera elige, contra todo pronóstico, ir a dar clases de formación política a una escuela rural de Misiones. El comienzo de la película –uno de esos diálogos brillantemente escritos y actuados con los que Mitre ya había impresionado en El estudiante– es una discusión tensa en la que Paulina le expone al padre sus razones, y la escena es prometedora porque lo que se ve ahí son dos grandes personajes, cada uno con razones fuertes y con pasión para sostenerlas. Paulina es de una generación que quiere cambiar las cosas a nivel social pero no sabe bien por dónde empezar, y le reprocha al padre que después de haber vivido una juventud en el PCR no entienda las aspiraciones de ella.
Como sea, las primeras lecciones de Paulina frente al grupo de adolescentes que tiene como alumnos terminan siendo lecciones para ella. Ahí se revela toda la distancia que hay entre sus lecturas de facultad, sus ideas, y la poca disposición de los chicos a dejarse impresionar por las buenas intenciones de una principiante. Es que Paulina se niega a admitirse diferente; en lugar de considerar su propia educación, nivel económico, color de piel, e incluso el lugar de poder que ocupa en el aula como factores a tener en cuenta al negociar un diálogo con los alumnos, ella, un poco Heidi y un poco trágicamente ciega, cree que puede hablarles de igual a igual, aunque ellos le marquen bien clara la diferencia hablando en guaraní, marcando un territorio que la deja afuera.
Ese es el personaje al que le sucede lo mismo que a la Paulina de Mirtha Legrand. Una noche, tomándola por otra chica, unos alumnos la violan y la dejan embarazada, pero el centro de la película está en la decisión polémica de Paulina –si bien esa misma noche va a hacer la denuncia– de no seguir adelante con el proceso judicial porque, siendo ellos pobres, duda de que realmente se pueda hacer justicia. Menos ingenua que La patota de Tinayre, la película asume la diferencia social como amenaza, aunque su protagonista no lo haga, y por eso los integrantes de la patota están representados desde el principio como “negros”, esa versión más reciente de un fantasma que visita el sueño nacional desde aquellos relatos donde una mujer blanca caía presa del malón de indios. De nuevo, en la versión de Mitre la violación estaba destinada a una chica de la misma clase que a lo sumo era culpable de ser mujer y de gustarle el sexo. Porque al sexo legal, decente y con forro que tiene Paulina con su novio de hace quince años (Esteban Lamothe) se contrapone en la película, como una provocación, el sexo de los pobres, la chica que arrodillada le chupa la pija a un brasileño y después se saca la tanga por debajo del vestido tubo.
Esa mujer era la que iba a ser violada por un ex novio despechado, si no fuera porque Paulina se cruzó en el medio. Después, el embarazo y las decisiones de la chica van poniendo en escena, una tras otra, todas las cuestiones que se juegan alrededor de una violación, como la pretensión de los varones de decidir sobre el cuerpo de la mujer, pero el nudo del conflicto es la postura protectora que Paulina asume con respecto a sus agresores. Tanto en El estudiante como en este película, Mitre toma un personaje y lo expone a un mundo determinado como si fuera una especie de experimento: había un punto en el que Roque Espinosa decía su “No” frente a una carrera política exitosa que le implicaba vaciarse de principios, mientras que Paulina sostiene su “No” a toda costa, frente al rechazo del novio, las amigas, el padre sobre todo. Y en algún punto, a partir de esa decisión, La patota se vuelve una fantasía, un “¿Qué pasaría si..?” que puede escandalizar a los espectadores o enfrentarlos con su propio deseo de tomarse atribuciones sobre el cuerpo y la vida de la chica, donde Paulina Vidal se vacía como personaje para sobrevivirse como idea. Como El extranjero de Camus, parece inmovilizada por una aceptación empecinada que se parece bastante a la decisión de no luchar, de esquivar el conflicto de clases, la tormenta de la culpa, la amargura de acusar, de sentir que se ensucia las manos señalando a los culpables o de decidir sobre la vida de los otros. En fin, todo ese espanto necesario al que debe enfrentarse tantas veces una víctima de abuso.
Pero lo cierto es que Paulina se comporta todo el tiempo como si la violación fuera una cosa que le sucede solamente a ella y que se debe resolver entre ella, su conciencia, y a lo sumo una entrevista a solas con el violador que nunca se concreta. Por alguna razón, las dos ficciones masivas que actualmente tocan el tema del abuso sexual –la tira Entre caníbales, dirigida por Juan José Campanella, y La patota– encaran el tema de la justicia como una opción puramente privada, ya sea que se consiga por vías legales y no tanto, como en la película de Mitre, o por venganza personal como en la tira protagonizada por Natalia Oreiro (aunque en ese caso la justicia por mano propia se resume, hasta ahora, en un asesinato concretado por un amigo de Ariana que a ella la salva de ensuciarse las manos). Desde este punto de vista, se trata de ficciones que coinciden dentro de una agenda pero que no tocan la dimensión social que se logró dar al abuso sexual después de tantos años de querer acotar el tema entre cuatro paredes.
Dicho todo esto, y en vista de que La patota hace su aparición en un momento de lucha contra la violencia machista, es importante señalar que Paulina Vidal no existe: es un personaje y una idea, la demostración de un planteo con respecto a llevar hasta las últimas consecuencias un modo de pensar, incluso cuando la realidad arrasa. Pero en su posibilidad de elegir entre abortar o no, en el respeto que demuestran el padre y el novio hacia esa decisión y el lugar que le reconocen a Paulina como sujeto independiente, en el hecho de que ella no tenga miedo de que los que la violaron al vuelvan a atacar, o viva la violación como un hecho puramente privado sin contemplar la posibilidad de que los violadores ataquen a otra mujer el día de mañana, en todo eso, Paulina no tiene ninguna relación con las víctimas reales. Su actitud niega la bronca de muchas de esas mujeres y nenas, y en todo caso tiene sentido dentro de un relato que usa una fábula para plantear una experiencia de clase en la que el hecho de ser la hija de un juez le ofrece la posibilidad de tomar acciones legales servidas en bandeja. Para demasiadas de las mujeres que terminan descartadas en bolsas como basura o aparecen semienterradas en un baldío, las que tienen que soportar que sean sus propias parejas o padres o familiares los que las traicionan, las nenas a las que se obliga a llevar adelante un embarazo traumático, hasta la perspectiva de hacer justicia parece un lujo que no se les concede, y la furia como respuesta colectiva y movilizadora es lo único que cabe.
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