Viernes, 19 de junio de 2015 | Hoy
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Como un panfleto a favor de las buenas costumbres, el documental Hot Girls Wanted captura las vidas de jóvenes que se dedican al porno pero termina pidiéndoles que sienten cabeza.
Por Marina Yuszczuk
Hubo un momento en que el porno se diversificó por categorías, que son tanto pestañas en el explorador como maneras de clasificar las poses y los cuerpos igual que en un menú: interracial, latinas, gordas, tetonas, MILF, S&M, anal, masajes, tríos. El último grito de la moda, al menos en la industria norteamericana que ahora para más realismo se disfraza de amateur, es el de las adolescentes: “Teens” es la categoría más buscada por aquellos que todos los días, en la privacidad que solamente puede ofrecerles Internet, se estimulan con esas chicas que arañan la edad legal para aparecer en películas porno y al mismo tiempo son bastante jóvenes como para pasar por vírgenes. Aunque la virginidad ficcional se pierda muchas veces, sentadas frente a una cámara las chicas juran que están nerviosas, que nunca antes lo hicieron, ríen como nenas pícaras y se muerden el labio. Son muchas, miles, y en las páginas que se parecen a álbumes de figuritas es posible elegir entre Jenna o Stella May, Ava o Lucy, 18 o 19 años, para pasar el rato.
Hot Girls Wanted, ahora disponible en Netflix, es un documental de Jill Bauer y Ronna Gradus que se mete en ese mundo para escuchar las razones y relatos de las chicas, al menos de un puñado de ellas que habitan una casa de Florida junto con un ¿proxeneta?, ¿productor?, ¿manager?, en fin, el chico de 23 que las reclutó en Craiglist (el sitio más masivo de clasificados online) y ahora coordina las actividades de las chicas y les da algún consejo del tipo “No estás gorda, pero necesitás tonificarte”. Las chicas que viven en la casa alquilada por él hablan a la cámara con la misma fruición que el resto de los norteamericanos en los realities, el mismo tono entre reflexivo e importante, la misma forma de pausar y administrar los silencios para marcar lo mucho que les cuesta esa revelación de la intimidad a la que se someten con tanto entusiasmo. Y lo que dicen es simple: elegí este trabajo porque era la forma más rápida de irme de la casa de mis padres, porque quería tener plata, porque me gusta que me miren y me hagan sentir linda. Mientras los seguidores de Twitter se acumulan y los dólares se les escurren de entre los dedos (Tressa ganó 25.000 durante los cuatro meses que hizo porno, pero se gastó casi todo), el documental va ofreciendo estadísticas que muestran las perspectivas reales de una ocupación en la que las chicas tienen pocos meses de vida útil, hasta que son reemplazadas por una tanda de nuevas.
Toda la película está encarada con un tono entre comprensivo y maternal, de compasión frente a esas chicas que ignoran –desde la perspectiva elegida por las directoras– la realidad de lo que eligen, o que no eligen tanto como creen. Por eso el armado es lineal, y comienza por mostrarlas en plena joda, fumando porro, tomando cerveza y rapeando sobre lo bien que la están pasando, lo fascinante que es poder hacer lo que se les da la gana, para derivarse sobre el final a la parte más asquerosa del asunto –la práctica del abuso facial, donde en cierta forma se las viola por la boca con penes y otros objetos hasta que vomitan– y enfocarse al final en la historia de Tressa. Después de cuatro meses de videos y una pequeña fama, Tressa decide dejar el porno a instancias de su novio y su mamá, y consigue trabajo como manager de un restaurante. Hot Girls Wanted es interesante como primera aproximación a un mundo relativamente reciente en el que para muchas chicas se está volviendo cada vez más normal la opción de hacer porno para pagarse los estudios, o ganar unos cuantos miles de dólares de forma rápida y después dedicarse a otra cosa, pero ese montaje no puede disimular que la historia de Tressa se propone como ejemplar, y la complejidad del tema se resume casi en una invitación de abuelita a las chicas a sentar cabeza.
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