EL MEGáFONO
› Por Nora Veiras
¡Mirá lo que soy, una especie de ballenato!
–No exageres, estás un poco excedida pero no es para tanto. ¿Sabés qué? Tengo algo para recomendarte.
–¿Qué?
–Yo estuve realmente bárbara, flaca pero bien, con forma, cuando me puse los aparatos en los dientes.
–¡¿Qué?!
–Sí, fue bárbaro, me molestaban tanto que no comía nada... todo blandito.. un yogur, un postrecito. Eso sí, te los tenés que poner arriba y abajo porque tengo una paciente que se los puso sólo abajo y come como una lima nueva...
–Lo mejor es enamorarse... –intercede una tercera, cuarentona ella y esperanzada todavía.
–¡Noooooooo! Haceme caso, los aparatos –brackets, obvio– son caros pero más efectivos y, de última, te aseguro, que el costo es menor...
Todas se desconocían y sólo las convocaba el comprarse ropa en casa de una amiga. Nada de esos infames espejos de los probadores ni de vendedoras amorosas del estilo “te queda brutal”. Pero igual se hacía imposible eludir la imagen aunque fuese en el cálido dormitorio. La infame lucha contra el sobrepeso invadía el encuentro.
–Vos hacé de modelo que sos flaquita –propuso una, ajena a la historia de dietas y desdichas de otra de las cuarentonas.
–Me decís flaquita y me desconozco –arremete ella habilitada para contar sus penurias–. Hace años, una amiga me llevó a uno de los grupos de autoayuda... era un desastre, bastaba una foto carnet para adivinar mi sobrepreso. Era un cachete parlante.
–No te imagino gorda.
–Sí, creéme una especie de viejo frigobar. Pero lo del grupo fue genial: un día una pendeja divina, que pobre se veía obesa, le dijo a la coordinadora: “Te acordás de aquella poesía que tanto bien nos hizo, Detrás de la grasa”. ¿Se imaginan qué poeta?
–Yo también fui a los grupos –intercedió otra que ya pisó los cincuenta y anda a tientas con la nueva cifra redonda– y te puedo decir que hay dos cosas clave: lavarte mucho los dientes y tomar mucha agua, siempre con la botellita, te desinchás, claro que es fundamental tener un baño cerca.
Para entonces, tantos placeres, habían logrado apabullar a la que se sentía un ballenato. Encallada en un rincón del sillón no se compró nada pero salió de la casa urgida por una nueva obsesión: pedir turno con el dentista. Después de dos separaciones, encontrar otra clase de “aparato” le resultaba más doloroso.
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