Vie 09.04.2010
las12

EL MEGáFONO

Lo que no quieren ver sus ojos

› Por Martin Böhmer (*)

Por segunda vez el Oscar a la mejor película extranjera premia a una obra argentina que vuelve sobre nuestro encuentro con el mal radical. En la primera una profesora de historia que no sabe historia ignora también todo de su hija y de su país, y la película nos muestra el lento despertar de su conciencia y la posibilidad de comunidad entre las víctimas y los que se creen ajenos a toda responsabilidad.

En el último film premiado ya no hay final feliz para el policial argentino porque la policía es, efectivamente, una mafia y la venganza no puede traducirse en justicia. Es por eso que se descubre un evento de venganza privada excusada por la ilegitimidad de la autoridad. El derecho no cumplió con el trato del castigo penal y la política convirtió al asesino en empleado público. Otra vez el círculo de violencia da una vuelta más: las víctimas se vuelven victimarios con la excusa de que la autoridad no cumple con su función. Es el reclamo que va desde el gaucho Martín Fierro que se convierte en asesino al lamentable aforismo “no pago los impuestos porque se los roban”.

Sin embargo, el final de El secreto de sus ojos es un tanto más inquietante que eso. La cárcel privada configura un cosmos en el que se consumen dos hombres ya viejos. Ambos murieron allí, uno prisionero y el otro devenido en un guardia que ni siquiera otorga la piedad de la palabra, el mínimo reconocimiento de la humanidad en el otro. ¿Es este microcosmos un regreso a la confortable certeza de que las víctimas y los victimarios de la dictadura son una pequeña porción de los argentinos? Ese atravesar alambradas de púas ¿es la forma de mostrar que el horror está encapsulado en un campo de concentración donde víctimas y victimarios quedaron atrapados mortalmente en una relación donde ya no se distingue quién es quién?

Es difícil pensar que ésta pueda ser la forma de elaborar nuestro pasado trágico, un pasado que nos sigue pidiendo cuentas y que se refleja en nuestras prácticas cotidianas. Más difícil aún resulta pensar que ésta sea la forma de articular un entendimiento de lo que somos, recurriendo a la estrategia fácil de poner toda la culpa en los demás. Los argentinos no somos “benjamines espósitos” (el protagonista de la película) ni hermanos menores de una familia sin padres. Tenemos una larga historia familiar y en los retratos de la sala hay muchos que quisiéramos hacer descolgar con una simple orden. Pero el pasado vuelve por sus fueros, se reedita en cada roce de intereses, en cada conflicto social que se convierte hiperbólicamente en golpe de Estado o intención dictatorial. Un policial que no puede ser da para un Oscar en el que Hollywood celebra la creatividad de una película extraña, extranjera. Pero a nosotros, que estamos tratando de crear otra forma de relacionarnos entre iguales y con las autoridades que ahora votamos y controlamos, todavía nos faltan los cineastas que nos digan cómo articular nuestros relatos familiares para vivir y crear mundos nuevos que admitan la existencia de otros diferentes a nosotros, sin dejar atrás nada importante de lo que fuimos.

(*) Investigador principal del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec).

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