Vie 20.02.2004
las12

A MANO ALZADA

Poco sexo y muchas inversiones

(¿Que Sex and the City rompía estereotipos?)

› Por María Moreno

No se entiende por qué se eligió para iniciar la séptima y última temporada de Sex and the City el catorce de febrero, Día de los Enamorados. Y justamente con un episodio como El amor también cotiza, que bien podría haber eliminado el "también" de su título. Porque la serie siempre ha sustituido en su "mensaje" la búsqueda del amor por la del matrimonio y la de un amante por la de un socio capitalista. Con la entrada de Carrie Bradshaw en la Bolsa de Comercio para representar al New York Star, el apriete de Samantha a un bolsista que resultó ser su vecino, la idea de Charlotte de convertirse al judaísmo para poder obtener la propuesta de casamiento del pudiente Harry y la confesión de Miranda de que ama a Steve como si se tratara de una mácula –¿será porque es un simple barman que encima tuvo cáncer?–, la serie de apariencia progre y zarpadita se saca la careta y hace juego con el plan de George Bush de destinar 1500 millones de dólares para incentivar el casamiento entre gente de bajos recursos. Su expresión precisa fue: "Para tener matrimonios saludables". Porque si las privilegiadas Carrie, Charlotte, Samantha y Miranda no consiguen pescar un gil en el mercado de los encantos, imagínense a una mujer negra, madre soltera y a un chicano que vive desde hace años de su seguro de desempleo, por seguir los estereotipos dominantes y a los que habría que poner de a dos –según el plan de Bush– para sacarlos de la calle a la hora en que no son necesarios en los comicios o para que cumplan con el pago del alquiler.
La serie tiene un éxito rotundo aun en el país de los piqueteros, los planes Trabajar y la desnutrición infantil seguramente por su costado irreal, a pesar de ser promocionada como un relevo antropológico de los solteros neoyorquinos. Más o menos como ver a Fred Astaire bailando por las paredes en Sombrero de copa. En Sex and the City, el amor siempre se deposita en las acciones en alza y El amor también cotiza sólo lo vuelve explícito. Jamás se vio a ninguna de sus protagonistas sufrir más por una mala inversión y la mirada radiante y policial con que Carrie suele mirar a Big parece la de las cámaras de televisión sobre el fallecido Paul Gethy y no la de una eterna enamorada. Mientras que el horror de Miranda al amor demuestra un espíritu mezquino como el de un ahorrista cobardón que jamás apuesta a lo grande, paga sueldos de miseria y no agranda el boliche. Si bien su título promete erotismo, Sex and the City muestra sólo escenas resultadistas con el eje dogmático del orgasmo, menos como medida de placer que como medida del status social sexual del partenaire. Una cámara monocorde suele enfocar el puchero de la protagonista emergiendo por sobre una espalda cuando no acabó o, por el contrario, un gesto mezcla de horror y pudor cuando sí acabó, como si hubiera sido atropellada por un tren. Sólo Samantha se abandona y parece menos especuladora en su cacería polisocial y es, entre las cuatro, aquella a la que las demás le tienen cierta compasión y sorna. Porque no sólo la ven como bastante puta sino como mersa en comparación con la Charlotte de uniformes republicanos y la Carrie, cuya ropa tan aplaudida, es el lugar común de lo obvio de los diseñadores de última generación.
En la era Reagan se difundieron encuestas que alertaban contra el peligro de ser una mujer independiente. Según una realizada por investigadores de Harvard y Yale, una mujer soltera con educación universitaria tenía a los treinta años un 20 por ciento de probabilidadesde matrimonio, a los 35 un 5 por ciento y a los 40 1,3 por ciento. La Universidad de Stanford aseguraba que, según sus investigaciones, una divorciada reciente sufría un 73 por ciento en su nivel de vida mientras que el hombre gozaba un incremento del 43 por ciento. Dos investigadores franceses aseguraron que las mujeres de entre 31 y 35 años tenían una probabilidad del 39 por cinto de no poder concebir. Un simple censo no sólo desbarató la promoción para que las solteras se precipitaran sobre los hombres a riesgo de morir sin hijos, pobres y neuróticas: en 1985 la cifra de mujeres que no se había casado era la más baja del siglo XX y en EE.UU. había solteros en berbecho para posibles apuestas en una proporción de 1,9 millones más. El llamado a la cupla formó parte de las estrategias que Susan Faludi desnuda en Reacción, la guerra no declarada contra la mujer moderna para que las mujeres palearan la recesión volviendo a casa. Y Sex and the City la ilustra. Hoy como ayer, muchas norteamericanas eligen no casarse y apuestan menos a un Big que a luchar por la aún no lograda igualdad laboral con los hombres. Sex and the City –que puede verse por Cinecanal– explora superficialmente mitos como el que el poder femenino hace huir a los hombres, que ser soltera es un déficit y, dentro de una pareja, que el menor poder adquisitivo de un hombre atenta contra la independencia de la mujer.
En Sex and the City los gays se juntan entre ellos mientras que las tres chicas son convencionalmente hétero a pesar de su entorno para todo consumo, incluso el de la carne. La bisexualidad de un amante joven y el beso de una chica durante el juego de la botellita mostraron el límite remilgado de la filósofa del amor Carrie Bradshaw, está claro que el sadomasoquismo y un ocasional lesbianismo son un chiche más para la Samantha prosexo, pero que un novio master sería inadmisible. La serie terminará –si seré perra en decirlo– con un capítulo titulado El hombre (The one), donde Carrie se quedará con Aleksandr Petrovsky, interpretado por Mikhail Baryshnikov, dejando en suspenso su amor por Big a través de la amistad y de la decadencia del hombre casado con su celular, quien sufre una angioplastía (¡castigado por soltero!).
Sex and the City tiene aún buenas replicas como cuando unos hombres del FBI irrumpen en una escena S/M de Samantha con su vecino estafador y uno de ellos dice: "¿Podría quitar sus esposas para que pueda poner las mías?". Pero nada que ver con las que escribe Norah Ephron o las que decía Gloria Swanson en Sunset Boulevard o Marlene Dietrich en Marruecos, esa tradición mezcla de humor judío y novela negra tan bien explotada por Hollywood.
El rostro archiconocido del ruso Baryshnikov evoca el armisticio entre los sexos luego de la Guerra Fría. Según las gacetillas, en estos veinte capítulos de la séptima serie, unas de las cuatro solitarias quedarán solas, otras alcanzarán el anillo cuyo mayor peso fue alcanzado por la eterna comparecedora ante un juez de paz, Liz Taylor. Y lo más subversivo de esta serie es aquel gas que escapó de uno de esos ansiosos culitos en un trance amoroso, levantando el interés por la serie (el gas tiende a elevarse). Y dan ganas de repetir esa frase que Gardel decía horrorosamente en una de sus películas: "Pero, ¿y el amor, padre?".

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