A MANO ALZADA
Para quién se viola
(Una lectura sobre las estructuras del poder y los cuerpos de las mujeres)
› Por Sergio Moreno
Uno de los prejuicios progresistas consiste en evitar el cara a cara con los victimarios al suponer que interrogarlos más allá del plano judicial implicaría un cierto aval a la lógica de sus motivaciones. Pero por suerte existen ciertas posturas que desean ahondar en los distintos protagonistas de los hechos de violencia para desmontar sus dispositivos, con el fin no sólo de ponerles un límite sino de proponer transformaciones que vayan más allá de aquellas prácticas encuadradas en palabras como castigo, prevención o rehabilitación.
Las estructuras elementales de la violencia, ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos (Universidad Nacional de Quilmes) de Rita Laura Segato es un libro que corre la figura de la violación de su par protagonista –victimario-víctima– para apuntar a la fraternidad viril, ese espacio en el que la hombría cristalizada por el estatus patriarcal da sus pruebas. Según la antropóloga Segato, el patriarcado es una estructura jerárquica entre géneros que no debe confundirse con sus representaciones ni con la movilidad de sus efectos. Las intervenciones que el libro realiza, luego de dejar sentada su defensa del cruce de disciplinas capaces de dialogar entre sí como la antropología, el psicoanálisis y el discurso jurídico, van desde el cuestionamiento a Lacan y Lévi-Strauss hasta la propuesta de políticas públicas y reformas legales.
Segato apoya la tesis de Carole Puteman según la cual no sería el asesinato del padre aquello que funda la ley y el contrato entre iguales sino la apropiación de todas las mujeres de la horda por el macho, patriarca-primitivo: la ley de status entre los géneros sería anterior al parricidio como origen de la cultura. La violación no sería ni una patología ni un pasaje al acto de la dominación masculina sino, más allá de los períodos históricos y las sociedades que no la consideraron un delito sino parte de rituales colectivos reglados y ordenados en determinadas circunstancias, como un elemento fundamental para la reproducción de la economía simbólica patriarcal (teniendo en cuenta que la estructura patriarcal no puede confundirse con sus representaciones ni con sus consecuencias no siempre lineales). Es también una vertiente progresista la que suele desplegar sus encuestas para insistir en que las violaciones más frecuentes son de puertas adentro y que ocurre en todas las clase sociales, lo cual es cierto. Pero, al prestar atención a lo que llama la “violación cruenta”, perpetrada por un sujeto anónimo a una mujer circunstancial (una minoría dentro de las violaciones), Segato se vuelve al señalado por el prejuicio –negro, inmigrante, delincuente, marginal– para revelar, a través de su testimonio, su característica de agresorvíctima de un mandato.
A través de entrevistas a violadores realizadas en la cárcel de Papuda, Segato y su equipo dieron otro sentido al hecho de que gran parte de los entrevistados no podía dar cuenta de sus motivaciones: según su expresión, a la manera del “arte por el arte” las violaciones no tienen por fin la satisfacción a desmedro de la voluntad de la mujer ni son producto de su resistencia, sino que son agresiones por la agresión misma. Para los entrevistados –o desprendiéndose de los dichos de sus prontuarios– es un enigma el haber pasado al acto mediante “el impulso por el que un sujeto masculino se siente atacado por los signos y gestos de lafemineidad”. En el fantasma de violación es fundamental la presencia imaginaria o real del otro hombre o los otros hombres en calidad de testigos de una suerte de demostración de virilidad. Se entiende que quien rinde ante los ojos de la fratría esa prueba es alguien que se encuentra en posición de subordinación respecto a otros hombres. Lejos de ser una prueba de poder, funciona como un intento fallido por restaurar una autoridad masculina dañada, no tanto real sino estructural, en razón de clase, raza, ausencia de bienes. Es por eso que Segato habla de mandato de violación: “En rigor de verdad, no se trata de que el hombre puede violar, sino de una inversión de esta hipótesis, debe violar, si no por las vías del hecho, sí al menos de manera alegórica, metafórica o en la fantasía. Este abuso estructuralmente previsto, esta usurpación del ser, acto vampírico perpetrado para ser hombre, rehacerse como hombre en detrimento del otro, a expensas de la mujer, en un horizonte de pares, tiene lugar dentro de un doble vínculo: el doble vínculo de los mensajes contradictorios del orden del estatus y el orden contractual, y el doble vínculo inherente a la naturaleza del patriarca, que deber ser autoridad moral y poder al mismo tiempo (...) El violador no actúa porque tiene poder sino porque debe obtenerlo”. Segato ha escuchado en el relato de los violadores un notorio impulso autodestructivo asociado a su acción, “una especie de suicidio consumado en el cuerpo de otro”. En ese sentido, no interpreta el hecho de que el violador sea violado a su vez por sus compañeros de cárcel como castigo a un delito juzgado moralmente por otros delincuentes, sino como el usufructo de una virilidad frágil. En un sentido no siempre metafórico, la violación “es un acto canibalístico, en el cual lo femenino es obligado a ponerse en el lugar de dador: de fuerza, poder, virilidad”. Del mismo modo no ha escuchado en las insistentes expresiones de “no fui yo”, “otro me obligó a hacerlo”, “había algo o alguien más” la excusa exculpadora o atenuante, sino el relato de una dimensión incomprensible para el mismo violador, como si su acto se hubiera producido sin un sujeto.
A la luz de este libro se puede registrar en las violaciones perpetradas por Héctor “Nene” Sánchez la importancia del otro hombre: el padre de Marela que lo habría estafado –¿humillado en su virilidad?–, su hermano en cuyo territorio estaba la niña Mónica Vega en compañía de Adriana Frutos, su cuñada. No hay placer en juego, sino afrenta al par varón a través de “sus” mujeres. También la sombra de ese otro hombre para quien se actúa aparece en el caso de Natalia Di Gallo y de la veterinaria Marina Soto, mientras que la orgía reglamentada que parece comprometer a la policía y al poder político en los crímenes de Santiago del Estero aparece menos como producto de la certeza de una impunidad (que ahora comienza a desbaratarse) que como los estertores rituales del intento por restaurar un poder que se está resquebrajando. La condena de policías en los casos de la desaparición en Mar del Plata de Ana María Nores, Silvana Paola Caraballo y Verónica Andrea Chaves, en el caso de Natalia Mellman -módicos e imperfectos actos de justicia–, parece exigir nuevos rituales de virilidad perpetrados, a través del femicidio, por parte de instituciones rezagadas en los procedimientos paramilitares, desvirilizadas por la impertinencia democrática donde no todo es comprable.
Parafraseando a Segato: la policía no viola y mata porque tiene poder sino porque empieza a perderlo. En ese sentido, quizás no se pueda decir: Nunca más Santiago. En las antípodas del poder, el violento de puertas adentro, despojado de su virilidad por su expulsión de su identidad de trabajador, por la proliferación de imágenes de los bienes de los otros hombres, por su caída figura de proveedor, continúa buscando inútilmente reponer, cebándose en un cuerpo de mujer, el estatus expropiadoprecisamente porque nunca fue del todo ganado. A este personaje –cuyos semejantes encontró en la cárcel de Papuda– Segato no lo llama ni víctima ni victimario sino “agresor”, pieza determinada en un régimen violento del que sólo podrá salir a través de un mundo de “otros transformados: una mujer cuya libertad no lo amenace, unos compañeros que no le impongan condiciones para pertenecer y unos antagonistas que no muestren a sus mujeres como extensión de sus posesiones y su honra”. Para esta autora, la salida no es el registro de reincidentes ni la psicologización del violador sino la inscripción en la ley de todas las formas de violencia de género como experiencias no deseables para una sociedad, la organización y la escucha de la experiencia de las víctimas, las políticas públicas que favorezcan a los violadores des-identificarse de los dictados impuestos acerca de la mujer genérica y la proliferación de discursos que pongan en cuestión lo dado como ley natural.