A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
El horror(oso) porvenir
(Apuntes detrás del velo del episodio Agrandadytos)
› Por María Moreno
En Barnard College durante 1982 estalló una polémica que suele renovarse en el feminismo. Dos brillantes profesionales, Catharine Mackinnon y Andrea Dworkin, iniciaron una carrera donde, partiendo de una crítica a la pornografía, se terminaba homologándola a violencia efectiva contra las mujeres. Según ellas, que llegaron a proponer una ley antipornográfica, la pornografía era un material de análisis fundamental a la hora de presentar una teoría sexual de la desigualdad genérica. Al despersonalizar a través de sus representaciones obscenas las relaciones personales, éstas nada tienen que ver con el sexo sino con la violencia ejercida contra las mujeres. Así, se le atribuyó a la pornografía el poder de incitar a la violencia efectiva. Las tesis del dúo terminaban retomando el abandonado esencialismo, instalando sólo un plus sobre las diferencias biológicas para adjudicar violencia a los hombres y a las mujeres una inocencia que sólo podía convertirlas en víctimas. Esa tajante diferenciación entre los sexos, entre representaciones y acciones precisas, entre fantasía y violencia real, fue discutida en su momento por notorias figuras del feminismo mientras que las luego llamadas feministas antiporno eran apoyadas por las huestes de Ronald Reagan.
En algunas objeciones vertidas contra Dady Brieva –después del segundo episodio del programa Agrandadytos– hay ecos de este debate: suponer que esas palabras desdichadas que piden mostrar la bombachita –y ocultárselo a mamá a sugerencia de la niña– puedan ser guión de abusadores y cebo para niños es pensar una linealidad entre la representación y el pasaje al acto. Sin contar con el hecho de que toda clase de escenas sexuales violentas con o sin niños son servidas diariamente a cada abusador a la manera de un irrestricto archivo siempre renovado. El episodio Agrandadytos fue sólo un síntoma de la situación de los niños en la era del reality y quizá las protestas deberían haber llegado antes. El boom del casting para menores a fin de que logren papeles actorales cambia el sentido de lo que en los años cincuenta se señalaba como la opresión de los niños prodigio. Si se observa más allá de Agrandadytos, existe una erotización de los niños que adquiere la forma de una prostitución blanca. Agrandarse en la tele significa mimar los atributos de los géneros en sus estereotipos sexuales para hacer gozar a achicaditos –por el salario de hambre, el desempleo, la humillación social– que jamás sospecharían de sí mismos un ápice de gusto pederasta mientras suelen exigir que los pederastas efectivos sean duramente castigados. Por otra parte, si el tinellismo ha convertido la humillación en un espectáculo ¿debería extenderse esta práctica a los niños? Alejada de lo anecdótico, Marta Dillon señalaba la semana pasada, ante el ruido indignado de las voces en la nota que editaba, que quizá lo más peligroso del episodio no era el posible guión para abusadores sino que los padres transmitieran que para aparecer en televisión no había que dejar un ápice de dignidad afuera, la invitación al sacrificio de revelar todos los secretos a riesgo de no quedar nominado ni para la vida. Amén de los niños efectivamente prostituidos, esclavizados o sostenidos en lo más elemental por los comedores escolares, en el futuro queda otro horror: que los encuestadores registren jefas y jefes de familia clandestinos, menores de 12 años,esclavos de un patriarca averiado y de una madre loca por los medios, que le hacen parar la olla mostrándolo frente a cámara, persuadidos de que él o ella todo lo hacen jugando.