A MANO ALZADA › A MANO ALZADA
Adiós, Marta
(retrato personal de una pionera, más una reflexión sobre la ética de la despedida)
› Por María Moreno
De Marta Merkin, que murió el lunes, habrá que recordar, al menos en este espacio, el que ella haya contribuido a fundarlo. En la década del ‘80, condujo junto con Ana María Muchnik el programa Ciudadanas que, junto con el suplemento “La mujer” de Tiempo Argentino y el programa televisivo La cigarra abrió el debate democrático sobre la condición de las mujeres. Era un espacio que no adscribía al feminismo; el “género” no se usaba ni siquiera en la academia, pero vigoroso en su misma caótica heterogeneidad. Cuando mucho más tarde, Marta dirigió la colección de Sudamericana Mujer, inauguró algo así como las aguafuertes de género. Había sido excelente fotógrafa, hacía periodismo de investigación, pero su escepticismo humorístico no le permitía acomodarse a las identidades. Rigurosa cronista y hábil reportera, nunca se tomó por su firma. Cuando hoy se la recuerda, en medio del azoro lloroso con que los amigos inician el ritual de juntar las estampitas laicas, siempre insiste la palabra “solidaridad”. Y el recuerdo de chistes que, como escribió Juan Sasturain, no se pueden contar. Ana Amado la evoca junto a ella y a Kado Kotzer sentados en el camión que volvía de la Aduana, cargado con los libros del exilio en México. Podían haber tomado un taxi, pero en esas lecturas sumadas estaba todo el archivo del exilio y sus guardianes no debían poner distancia con ese tesoro que incluía, junto a textos imprescindibles, viejas revistas de cine, efímeros fascículos, catálogos vencidos. Ana Amado la recuerda también en el período en que una de sus hijas decidió bautizarse y Marta peleó su madrinazgo ante un crédulo cura de suburbio, convenciéndolo de que era una judía conversa que había perdido su constancia de matrimonio religioso. En esa novela que es Los Lugones, una tragedia argentina, los pasos ya se le iban del periodismo a la literatura pero, en su tercera persona puede entreverse el tono de Marta. Por ejemplo, en la escena en que una ex amante de Leopoldo Lugones recita los versos que le dedicara el poeta (... “En mi infinito amor sobreviviente, Seré tu sombra dócil y callada para besarte los pies eternamente”) y entonces la mirada de la joven protagonista comienza a distraerse con el hecho de que la musa tiene juanetes. O cuando la narradora afirma: “Un hombre que no sabe hacer frente a una mujer que llora, tampoco sabe hacer frente a una mujer que bebe”. Desde la colección Mujer de Sudamericana, fue mi editora. Yo exigía entonces, para dar mi paso al libro, la atención de una maestra diferencial y la firmeza de una girl scout. Marta ocupó con dulzura ese espacio. Un azar calculado nos acercó por el lado malo de una experiencia. Su madre y la mía sufrían distintos grados de mal de Alzheimer. En los libros respectivos aparecidos en la colección Sudamericana Mujer –el de ella se llama ¿Qué tienen las mujeres en la cabeza?–, las dos contábamos ese destino común en clave de humor negro, donde no estaba ausente una poética de la madre perdida (de sí misma) antes de convertirse en la madre perdida (para nosotras). Las dos éramos conscientes de estar viviendo un duelo en vida que, sin embargo, lo sospechábamos, no nos ahorraría el duelo final. Fuera de las letras, nuestras conversaciones sobre geriátricos y modos de decadencia tenían los matices negros de una película de Berlanga, de esas donde el marqués de las marismas cuentasobre una parienta que hace vida marital con una muñeca o sobre la costumbre del Franco de dormir con el brazo impoluto de Santa Teresa de Jesús bajo la almohada. El humor sostenía el dolor, lo acompañaba sin disminuirlo. Teníamos un pacto tácito. La que se adelantara a la otra en esa orfandad extraña donde la madre se había “perdido” antes de morir “avisaría”. Marta fue la primera. “Fue raro”, me sintetizó. En esa frase escueta yo debía entender que se trataba de un duelo diferente, pero de un duelo al fin. No se explayó: me cuidaba y, al mismo tiempo, me guiaba en lo que no podría ahorrarme. Poco antes le había pedido su testimonio para una nota sobre eutanasia. Allí narró con crudeza la situación de su madre: alimentada por sonda nasogástrica, atacada por broncoespasmos, sin conciencia y cubierta de escaras, había sido reanimada un par de veces por los médicos que la atendían. “Los médicos dicen que la gente que quiere se muere –me contó Marta–. Si sigo esa lógica, pienso que cualquiera de los episodios que mi madre tuvo y en donde fue reanimada expresaron el deseo de ella de morirse. Al otro deseo, ella no está en condiciones de decirlo. Yo soy la depositaria legal de su vida y así como elijo el color del camisón, cosa que antes no hacía, de la institución donde está, también me siento depositaria de ese otro deseo y estoy segura –no tengo manera de comprobarlo– de que si ella tuviera un segundo de lucidez querría morirse. (El peso que yo tengo sobre ese deseo de ella es atormentador.) De las cosas que más me aconsejaron es que me amigue con mi mamá y lo intenté hasta que me di cuenta de que yo no estaba enojada con ella. Fue una buena madre y fui una buena hija y no tenemos cuentas pendientes. Me parece que está pasando por algo horrible y si tengo que medir su voluntad a través de la mía, yo no quiero pasar por lo que está pasando ella.” Era un alegato que desdeñaba la posición de la víctima y que marcaba el mensaje esquizofrénico de una sociedad que, al mismo tiempo que teoriza sobre la unidad primitiva de las mujeres, con el cuerpo materno transmite un Freud apresurado donde el vínculo más ambivalente es el de la mujer con la madre. A menudo un deseo no pide ser realizado sino escuchado. Eso es lo que Marta reclamaba en su testimonio. Claro, estaba hablando de otra cosa pero dejaba sentado un rechazo al sufrimiento inútil a través de una ética de la despedida donde la dignidad debía preservarse, a pesar del dolor de los seres queridos. Y Marta murió con la misma elegancia irónica con que, enarcando las cejas sobre sus ojos rasgados, lanzaba esas sentencias lapidarias que todos recordamos y que, en realidad, no contenían veneno, sino un pensamiento crítico en forma de haiku, emitido con un sonrisa.