Vie 04.11.2005
las12

A MANO ALZADA

Una madre

(De cómo la tragedia anuda la salvación y la perdición en un mismo, doloroso, lazo.)

› Por María Moreno

Una madre denunció a su hijo. La gramática, aunque correcta, parece adolecer de un fallo en un registro ajeno a su espacio: ese predicado no podría seguir a ese sujeto. En el tango, la transgresión del hijo acorta la vida de la madre para que él cante una culpa más severa que la impuesta por la ley; se mata a la madre con los propios actos, más allá de su destino biológico. O la duración de la madre está enajenada a su lealtad para que sea su rostro lo último que el hijo caído vea antes de morir. En la política, el hijo asesinado releva a la madre de su función, al llevarla a las letras mayúsculas con que entrará a la plaza y la vida pública. En la tragedia, matar al hijo propio será homólogo que darse muerte.La semana pasada, con una sorprendente discreción, los medios contaron el caso de una madre que denunció a su hijo luego de que éste le confesara su participación en el crimen de un hombre y las graves heridas de su mujer, ambos ancianos. Y fue precisamente esa discreción que se reservó el apólogo rector o el chillido populista, la que despertó la imaginación. ¿Quería ella que se cumpliera la ley a pesar del dolor que esto le acarreaba? ¿La escena del hombre muerto y de la mujer herida la llevaron a relativizar el peso del vínculo de sangre con el que las había provocado? ¿Confió en la prisión como lugar de regeneración y, al mismo tiempo, de resguardo ante la posibilidad de seguir transgrediendo la ley? Cuando levantó el teléfono y dio el paradero del hijo, ¿eran las prédicas de Blumberg las que la persuadían de aceptar el máximo precio? ¿Pensó, cuando alentó la detención, que ésta tendría la limpieza ejemplar, desconocida por el gatillo fácil? O –versión edificante– relevó la decisión del hijo como María en las bodas de Canáa? ¿Fue entonces el hijo quien, al confesar, dejó en manos de la madre, el destino que la literatura gauchesca considera disgraciado? En las ficciones criminales, que a menudo alimentan las páginas de los legajos jurídicos y de la literatura mayor, la denuncia de los padres es la prueba irrefutable en el hijo de una maldad superior. En el Facundo de Sarmiento es un padre el que acude a la ley para frenar lo que despunta como mala semilla. Cuando se involucró a Cayetano Santos Godino, el petiso orejudo, en el crimen de varios niños, allá por 1912, el mito describió con saña cómo a los ocho años el joven asesino había sido denunciado por su padre ante un comisario que facilitó su reclusión en un reformatorio de Marcos Paz. Sin embargo este hecho no era la prueba de la singularidad de Godino. En las familias hambreadas era común confiar al hijo díscolo al Estado. Una madre denunció a su hijo. ¿Debe sorprender tanto este enunciado? Ante la corrupción de la ley en sus múltiples formas, y aunque esto las lleve a una condición de reas, las madres públicas suelen exigir a rajatabla su cumplimiento. Claro que es en la interpretación de esta ley donde las figuras de la justicia pueden ser antagónicas. Para una madre, la justicia significa que el amotinado tenga un colchón seco en su celda. Para otra, que el hijo se escape con un botín, una simple reparación ante los crímenes impunes de los poderosos.Los motivos de la madre que llamó por teléfono a la autoridad no deben ser simples y su anonimato una garantía efímera de reserva para el apellido familiar que ella intentó salvaguardar con un gesto trágico.

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