Vie 13.07.2007
las12

VIDA DE PERRAS

La importancia de llamarse... ¿cómo dijo?

› Por Soledad Vallejos

Créanlo o no, no sólo nos gusta recibir correos de lectoras y lectores: también nos encanta leerlos (¿debería escribir “está bueno” para adecuarme a los vientos cool que corren?) y encontrar que, a veces, pequeñas obsesiones cotidianas no nos incumben en forma exclusiva. Compartir, vamos, siempre viene bien, por eso de no quedarse remando en medio de la nada y demás etcéteras. Procedo, pues, a compartir un mensaje que llegó hace un rato. Dice la lectora Cecilia S.: “El domingo 1º de julio se me ocurrió ver el programa Tres poderes (Majul y otros dos periodistas). Estaba la futura vicejefa de la Ciudad de Buenos Aires Gabriela Michetti. La cuestión es que entre los tres periodistas la bombardeaban a preguntas... tuteándola. No es menor la cuestión. Cuando vuelva Macri de París hay que estar atentas cuando estos mismos periodistas lo reporteen. ¿Lo tutearán? Sospecho que no. Porque a la mujer se la tutea como a los niños. Como también sucede entre los hombres cuando hay títulos de por medio. Como en esa publicidad de un medicamente donde el técnico de computación lo trata de usted al médico y el médico lo tutea. ¿Se dieron cuenta? Actos pequeños, casi imperceptibles que reafirman estereotipos, sostienen las creencias retrógradas de una sociedad. No hay que bajar la guardia. Hay que escuchar y leer atentamente... y denunciar la discriminación. Lo dice la Constitución”.

Y sí, la verdad es que el comentario venía recontra a cuento en estos días de calles empapeladas con el anuncio de quien —todo lo indica— se convertirá en candidata presidencial (y con un texto en el que algunas lenguas viperinas quisieron interpretar más una amenaza que un augurio: como si “el cambio recién empieza” refiriera no a un proceso político, sino a uno de photoshop y ad hocs por el estilo), y la nominación es la misma. Si la vicejefa electa es Gabriela (o Gaby, como prefiere nombrarla Macri, que es Mauricio, que es el jefe), la candidata a presidenta es Cristina, la piquetera que supo bailar por un sueño es Nina, la política que fue Carrió y perdió imagen cuando se volvió apocalíptica (y desintegrada, já, perdón) es Lilita... Como bien sabemos la lista sigue, y es tan pero tan contundente que puede explicar por qué gran parte de una campaña política puede consistir en la invención de que algo del tiempo del ñaupa (empresarios poderosos que quieren ser políticos exitosos se vienen viendo desde Citizen Kane, y un poco antes también) suene novedoso pero sólo (remarquemos esto) a condición de que el objeto de promoción sea un señor, y no una señora. Y aunque no es descubrir la pólvora decir que el poder se construye con modelos masculinos (igual que las lógicas que lo alimentan, sustentan, y reproducen siguen por los mismos carriles), no se puede negar que abruma seguir constantándolo a cada paso, cada afiche, cada zapping, en estos tiempos en que todos y todas se llenan la boca diciendo que qué bien las mujeres, que cuánto avance de acá, cuánto aprendizaje de cómo ingresar a la vida pública en menos de un siglo, y así.

Decíamos que por primera vez en la historia política del país tenemos una candidata con chances más que serias de ganar (las encuestas hasta ahora vienen difiriendo en porcentajes, o como mucho en estimar posibilidades de segunda vuelta) y así y todo el poder asusta tanto que, si está por tomarlo entre sus manos una mujer, hay que recurrir al entre nos cariñoso del nombre, pero jamás a la seriedad distante del apellido. Pensaba recién, viendo cómo uno de esos afiches de imagen pulida y premeditada contrastaba al caer la noche con los perfiles de dos mujeres que ofrecen sexo por dinero en las calles de Constitución, que en Francia pasó lo mismo. Por uno de esos azares que a una le gustaría contar de a montones pero no, tuve la suerte de estar en París en los últimos días de la campaña de Ségolène Royal. Se venía el ballottage, y de lo único que se hablaba en las calles, en la tele, en la radio, en los diarios, era de las diferencias entre “Ségolène” y “Sarko”. Habrán pensado que quedaba feo llamar al entonces candidato y hoy presidente “Nicolás”, que necesitaban acercarlo al electorado y desacartonarlo, pero sin dejar de mostrar cierta autoridad, y entonces terminaron por acortarle el apellido, tanto partidarios como detractores. Como sea. Lo impactante no era tanto eso como que a ella, a la mujer que en un momento de la campaña tuvo posibilidades realmente fuertes de ganar, sólo se la llamaba por el nombre, y hasta por el diminutivo “Ségo”. De eso, al menos, la senadora candidata se va a salvar.

De lo que no se salva ninguna mujer en situación de poder, o más o menos cerca de él, es de tener que recurrir inevitablemente (voluntaria o asesoradamente) a estrategias de persuasión que las vuelva de apariencia mansa, a sonrisas compradoras que revelen cercanía y no seguridad en sí mismas. Si se les escapa una hilacha de ambición, si nadie se aviva de que antes de sacar la foto hay que borrar del plano el más mínimo destello de hambre de poder y —dios no lo quiera— una confianza en que podrán gestionar como cualquiera, a hamacarse. En tiempos de cuerpos sexuados y en oferta constante dele zarandearse en bailes de caños y danzas streaper, la opinión pública y la comunicación política insiste en que mejor no asustar, mejor azuzar una idea de confianza basada en lo sensible, el gesto que contiene y no enfrenta, la sensatez que comprende, no la convicción que desafía. Qué manía, che, esta del eterno femenino. ¿Será verdad que lo eterno no se acaba nunca?

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