URBANIDADES
La ley de la selva
› Por Marta Dillon
Fue durante un taller de género que se dio en la escuela secundaria Joaquín V. González que Francisco –por poner un nombre al menor de edad en cuestión– explicó con lógica prístina por qué en su casa el que manda es su papá: “Porque pega más fuerte”. Cuando las coordinadoras del taller intentaron reflexionar sobre lo dicho explicando que fuerza no es sinónimo de autoridad, Francisco retrucó: “Vos decís eso porque mi papá no te pegó nunca con la alpargata”. Pronto alumnos, alumnas y coordinadoras notaron que las primeras risas eran algo más que risas cómplices, el que había hablado no era un caso aislado y la preponderancia de la fuerza –se dieron cuenta todos más tarde– no se circunscribía al ámbito familiar sino que se repetía en la escuela misma, y en el boliche al que iban a bailar y cuando se juntaban en alguna esquina para pasar el tiempo libre. Y eso no tenía nada que ver con varones y mujeres, más allá de que unos peguen más fuerte que otras. Porque entre las chicas también pasa lo mismo, dijeron ellas, si no sabés pelearte no podés salir, porque tarde o temprano hay que “pararse de manos”. ¿Las razones? difusas, como suelen ser al inicio de cualquier conflicto, porque la mirada se fue detrás de quien no debía, porque la misma mirada fue mal interpretada, porque antes hubo otros conflictos entre hermanos o primos o vecinos de los actuales protagonistas. A Mariela –otro nombre elegido al azar– hasta le daba miedo a veces salir al recreo, porque ella, dice, no sabe pelearse. Es más, a ella le enseñaron que no había que pelearse, que la fuerza no da razón y que es mucho más valiente alguien que desiste de los golpes que quien pega más fuerte. “Qué viva, mi mamá dice eso porque ella no sabe lo que es, porque tarde o temprano te pasa. Y a mí me gustaría saber pelear para no tener miedo siempre.” Miedo a las otras chicas, no a los varones. Porque, dice Mariela, chicas y varones son iguales, no hay diferencia, no es como antes que si salías con muchos chicos te decían que eras una puta, ahora a ellas mismas les gusta que les digan así o parecido. La experiencia sexual es un orgullo, tanto que un grupo de mujeres de segundo año se llaman a sí mismas “peteras”, por ciertas habilidades bucales de las que hacen gala. El problema no es de sexo, dicen ellas, el problema parecen ser esas hebras de violencia con las que se teje la trama social en la que están envueltas. El problema es que hayan tenido que aprender la ley del más fuerte antes de poder cuestionarla, porque lo que primero se aprende es a sobrevivir y para eso, ya lo saben, no sirven las reglas de urbanidad, sirve defenderse en el sentido más arcaico, a los golpes, fingiendo un coraje que más tarde o más temprano se va a ajar porque alguien más tendrá más fuerza, o más armas.