URBANIDADES
Otro mundo es posible
Por M.D.
El oficio de cronista tiene sus efectos colaterales. Suele suceder(nos) que de un momento a otro, frente a cualquier paisaje o acontecimiento que se presente a la mirada, el o la cronista empiece a construir un relato que se tipea, inútilmente, sobre la frente, en un ejercicio que muchas veces impide desandar la distancia que esa misma mirada exige. Y si a eso se suma cierta tentación de la crónica en general frente a los dramas cotidianos, la ecuación se licua en tragos de difícil digestión que convierten cualquier retazo en una historia a la que necesariamente se le pinta un color aquí y otro allá, dejando que la crónica se emparente con la ficción, o al menos el relato con la mirada. Y la mirada, sabemos, no es inocente, mira a través de unos ojos en particular que han sido tallados por la experiencia, la historia, los dolores, los amores. Ese diseño singular es una manera de enfocar y también de (tratar) de entender a los otros, o de ponerse en el lugar, al menos hacer como si porque la misión del o la cronista es contar lo que ve, transmitir esa resonancia que algunos hechos provocan en la propia historia para que el eco salve el primer sonido de la muerte súbita del instante. Es lógico, entonces, que cada uno vea lo que ve y lo cuente como puede. Es esperable –siempre que haya un latido detrás de la pluma– que donde alguien advierte una historia otros (otras) no vean nada. Y que aunque la ciudad se despliegue en un abanico diverso que transita sin pausa desde la publicidad de celulares (muchos celulares, modernos, multifunción, absolutamente necesarios parece) a la oferta de besos a cambio de limosna (o del cuerpo enajenado a cambio de una tarifa), la mirada del, la cronista siga su propia huella. O, lo que es peor, quede prendada de un destello que fugazmente la arrancó de su cauce. Yo, cronista, confieso que las cicatrices en mis ojos me dejan ciega cuando una noche cualquiera me sorprendo caminando por el bajo, el nuevo bajo como le dicen ahora, aunque yo misma he vivido su fulgor y no hace tanto, y descubro que hay gente linda y perfumada que toma cerveza en plena calle y se deja arrullar por las bandas de músicos que instalan ahí mismo su escenario. Otro mundo es posible, me digo, y yo nunca lo veo. Hay gente que compra esos celulares que se anuncian en los carteles (¿para qué otra cosa podrían estar ahí si no?) y come platos que se cobran en euros. ¿Y yo no lo veo? ¿Será que no quiero mirarlo? ¿Que cierro los ojos igual que cuando alguien se acerca a la ventanilla del auto a mostrar sus muñones o sus heridas, que es otra forma de poner el cuerpo, a cambio de unas monedas? ¿A cuántas cosas más estaré cerrando los ojos? ¿Qué es lo que se está escurriendo a pesar de este vicio de convertir en relato todo lo que veo?