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› Por Marta Dillon
Con la velocidad que tienen los mensajes, con esa manera que tenemos de comunicarnos que en la que a veces sobra cualquier otra cosa que no sea un felicitaciones dicho como quien festeja un premio o un trabajo nuevo, así fuimos tejiendo una red de emociones que iban desde la incredulidad más llana a la euforia e incluso el llanto por lo que puede ser, lo que podría haber sido. La anulación definitiva de las leyes de impunidad, las famosas leyes de Obediencia Debida y Punto Final, esa era la noticia. Ahora van a pagar, nos decimos en teléfono con amigas del alma de esas que una puede dejar de ver cien años y recuperar el ritmo de las charlas íntimas en cinco minutos. ¡Salud, compañera!, me escribe alguien desde Jujuy, alguien con quien jugué alguna vez cuando era una niña y mi mamá me pasaba el cepillo por la mata de rulos aunque me quejara amargamente de que lo quería tener suelto igual que todas. Algo se movió en estos días. Algo que todavía no sé nombrar porque, como dice Raquel, no esperábamos que llegue nunca a pesar de que lo exigíamos en las marchas o en los discursos. Ahora van a pagar, me dice Raquel, y yo no me imagino cómo. Pero esas, bueno, son debilidades de una mujer pequeña que quisiera acusar a quien corresponda por la desaparición de su madre. Pero quién corresponda son declaraciones políticas –y responsables políticos, por supuesto– y no esos tipos que entraron en mi cuarto y tiraron abajo los muebles y le decían a mi mamá que si fuera por ellos le regalarían una rosa pero dadas las circunstancias la tendrían que matar siempre que ella no colaborara. Me acuerdo de uno que tenía tonada cordobesa y revisaba los colchones con mis hermanos arriba, todos niños que lloraban mientras yo miraba como si no me pasara, sabiendo lo que tenía que decir y lo que no tenía que decir en cuanto a los apellidos que había en mi casa. ¿Y por qué me acuerdo de estas cosas hoy que mis amigas y yo nos felicitamos, que otros que fueron niños conmigo, más niños que yo y estaban a mi cargo, me llaman sin acordarse por qué me llaman? ¿Por qué no festejar y listo en lugar de tener esta piedra entre las costillas de no saber cómo hacer para abrir un juicio, para que estas bestias paguen como prometimos que lo iban a hacer? Un triunfo de los organismos de derechos humanos y de los familiares, decimos cada vez que se pregunta y yo me pregunto a mi vez ¿no será mucho que el triunfo y la derrota estén de este lado?, ¿no será demasiado estar sosteniendo siempre esta bandera con mi memoria tan fresca que lastima? Preocupaciones menores de una mujer pequeña que se haría agua de inmediato si no fuera porque después de esas felicitaciones de rigor sigue la invitación al cine, a ver los hijos, a saber de nosotras y un llanto de bebé en el teléfono que rasga el oído pero dice clarísimo que todo sigue girando.
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