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› Por Marta Dillon
Verónica Pereyra llegó al Hospital de Clínicas en busca de seguridad. Y se fue con el alma vacía. Hizo todo el viaje desde Moreno junto con su marido, que el último lunes había pedido el día en el trabajo para no dejar sola a su mujer. Hacía días que ella venía desmejorando, se le notaba en la cara ese modo que tenía de escurrírsele la energía entre las piernas, un hilo rojo y constante que no había parado de fluir desde el 8 de julio, cuando tuvo la última menstruación. Y claro, al principio parecía normal, a lo mejor un período un poco más largo de lo habitual, nada más. Pero los días corrían y ella seguía sangrando. En el hospital de General Rodríguez, el 22 de julio, la atendieron en la guardia y le hicieron una ecografía. Claramente aparecía el diu que ella tenía desde el último parto, desplazado. Se lo vamos a tener que sacar, señora, le dijo el ginecológo de guardia, la está lastimando. Lo hicieron enseguida, pero la hemorragia no se detuvo. El 26 Verónica volvió a la guardia de Rodríguez, estaba débil, le dolía la panza, apenas podía atender a sus dos hijos. De inmediato le hicieron otra ecografía, pero no se la imprimieron, dice, porque se manejan así, con pocos recursos, explica. También le hicieron análisis de sangre, le tomaron la presión, le dieron vasoconstrictores y hierro para estabilizarla pero no una explicación. Por eso me fui al Clínicas, explica Verónica con la voz un poco temblorosa porque todavía, el miércoles 3 de agosto, ella sigue sangrando. “Me fui para Capital porque confiaba en que allá me iban a atender bien, que iba a encontrar más recursos, tenía una amiga que se había tratado ahí y hablaba muy bien de ese hospital gigante.” Llegó el lunes pasado, con su marido y su dolor de panza como un puño cerrado en la mitad del cuerpo. Le dijeron que su caso no se atendía por guardia, que tenía que esperar desde las 10 –hora en la que llegó– hasta la una y media, sacar un turno de consultorio externo y esperar que lleguen los médicos, a las 14. Volver no podía volver en ese estado y con ese nivel de incertidumbre, así que marido y mujer se sentaron en un banco contra la pared y esperaron. A la hora señalada –más o menos, obviamente– llegó la doctora, le pidió que se subiera a la camilla ginecológica y le hizo un tacto intravaginal. Fue feo, dice Verónica, manché todo. La doctora se quejó de la falta de análisis, ella explicó que en Rodríguez no había papel para la impresora del ecógrafo y también esa sensación extraña de estar perdiendo la energía por entre las piernas. La doctora le dijo que ésa no era excusa, que para atenderla necesitaba un test de embarazo y en todo caso otra ecografía. “Póngase en mi lugar, señora, yo no me puedo arriesgar a tratarla”, ¿por qué? preguntó Verónica. “Porque me compromete”, dijo la doctora. Nunca se mencionó la palabra aborto. Nunca la atendieron a Verónica. Volvió a Rodríguez donde todavía la tratan, con el dolor intacto, una impotencia y una bronca nueva, porque, como ella dice, “por más que me hubiera hecho un aborto deberían haberme atendido”. El Hospital de Clínicas dejó de ser una referencia para ella.
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