URBANIDADES › MADRES
› Por Marta Dillon
Sin entrar a discutir sobre el valor del feriado para el 24 de marzo, el riesgo de banalización que esto implica –ya hay invitaciones circulando en Internet para asistir a discotecas “aprovechando” el feriado–, lo cierto es que hubo esta vez un salto repentino, casi violento, al centro de la historia oficial por parte de quienes siempre caminaron en los márgenes. Si cada vez que se estrenaba una película que aun de costado tocara a la dictadura y sus horrores como tema había signos de hartazgo, ahora se nota que las películas no alcanzan para cubrir la programación de canales y ciclos de cine. Y hasta algunas Madres, aquellas locas de la Plaza, sobre todo aquellas que siempre se mostraron a la izquierda del resto del movimiento de derechos humanos –y que se distinguen del resto porque de ellas se sabe a través de una única voz, la de Hebe de Bonafini– parecen ahora sentirse cómodas en el centro de la escena, en el centro del consenso, en la historia que cuentan todos. Es difícil y llevará tiempo advertir de qué se trata esta suma de recordatorios, esta profusión de muestras, discursos y homenajes. Llevará tiempo saber qué se está mostrando realmente y qué se está ocultando, porque una cosa no existe sin la otra. ¿Sucederá como con algunos bronces, que se tornan iguales con el paso del tiempo, propios de una galería y no mucho más?, ¿será que las placas con los nombres de quienes faltan ya son parte de nuestro paisaje urbano y ya no señalen sino que se pierdan? Es posible. Y aun así, imposible sustraerse a esta conmoción de 30 años que en ese solo número da cuenta de cuántas generaciones ya están involucradas no como testigos sino como protagonistas, como soporte de las huellas que dejó, que sigue imprimiendo la dictadura, el terrorismo de Estado, la desaparición de personas.
Si las escenas se mueven, si las palabras se escuchan, las discusiones proliferan, entonces está bueno. O estará bueno, al menos habrá una oportunidad para que el debate se derrame del coto protegido donde habitan quienes siempre supieron y siempre marcharon.
Y más allá de lo que ahora mismo suceda, de dónde elijan algunas pararse y otras marchar, lo cierto es que si las Madres no hubieran iniciado su ronda en la Plaza de Mayo no sabemos cuál sería la historia. Esas mujeres, estratégicamente mujeres, según ellas lo cuentan, porque pensaban que a un puñado de madres nadie se atrevería a hacerles daño y era mejor poner el propio cuerpo antes que seguir perdiendo otros, opusieron una lógica que trazaría una huella paralela a cualquier conflicto político anterior y encontraría la continuación en los pasos de otras mujeres. En Catamarca, por ejemplo, con las marchas del silencio; en el resto del país, como Madres del Dolor. Doblemente rebeldes, no sólo porque dejaron sus casas y sus cocinas a donde por generación pertenecían sino porque a ellas, a las madres, estaban dirigidos buena parte de los discursos de la dictadura. Interpelándolas por el destino de sus hijos, ensalzándolas como guardianas del hogar, protectoras de la familia, inspiración de los hombres de bien. Ellas tenían que ser las primeras disciplinadoras y sin embargo fueron las primeras en ponerse en la cabeza lo que estaba destinado a cubrir culos, o culitos. Pañales, eso se pusieron para empezar a caminar, en un gesto impensado tal vez, como símbolo de su maternidad y como desafío: ¿no nos ven? Acá estamos, parecían decir, nosotras, las que sabemos de mugres y limpiezas, de comidas y acunadas, nosotras somos capaces. En algún momento las Madres dijeron: a nosotras nos parieron nuestros hijos. Algunas acordarán, otras no. Pero ellas parieron otra historia. Fueron capaces de politizar un vínculo que se expandió como lo hace una familia y que no necesita de mayúsculas para recortarse del cotidiano.
Las hemos visto envejecer. Es fácil darse cuenta ahora que las pantallas las muestran en sus primeras rondas, tan jóvenes, tan desesperadas. Y también las hemos visto crecer: en su discurso, en su capacidad de sostener la palabra, en la toma de conciencia que muchas experimentaron en sus encuentros con otros y otras. Ya no están sólo en Plaza de Mayo, también caminan por el derecho al aborto libre, seguro y gratuito, también denuncian la represión policial, se mezclan con otras generaciones, se cuelan en claustros universitarios. Están en movimiento. Y eso, más allá de que alguna pretenda usar la voz de todas para decir lo que hay que hacer, da cuenta de que no habrá historia oficial que cristalice un relato único. Habrá relatos, múltiples, en construcción, circulares muchos –porque así en círculo aprendieron a caminar y ese círculo sigue siendo símbolo de horizontalidad–, pero en pocos faltará la mota blanca del pañuelo que más allá de la gesta señala a mujeres comunes capaces de seguir aprendiendo mientras el tiempo esté de su lado.
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