URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Siempre que me acuerdo de mi abuelo vuelvo a sentir el mundo bajo mis pies. Así lo veía yo desde sus hombros, meciéndome como si me acunara, rozando con mi palma la aspereza de su barba siempre crecida mientras me apoyaba en su cabeza como sobre un mirador. “Cuando te canses, me avisás”, me decía apenas salíamos por la calle Carlos Calvo hacia la esquina y yo escuchaba la promesa de verme remontada al punto en que el barrio volvería a pertenecerme, en que yo sería gigante y me olvidaría de la bronca que me daba que para salir tan cerca me obligaran a atarme el pelo, a domeñar los rulos en una colita tan apretada que me hacía lagrimear. El me dejaba despeinarme, me compraba cien gramos de queso de máquina y sin soltarme los pies que se balanceaban sobre su pecho hacía rollitos que yo disfrutaba más que cualquier otra golosina. Era un hombre callado; tenía las cejas más hirsutas que haya visto nunca, tanto que yo creía que eran un toldo para que no le entre sol en los ojos. A él le gustaba cocinar empanadas salteñas sólo con cebolla de verdeo y carne cortada a cuchillo, milanesas finitas como fiambre, pasteles de queso, cerdo con ciruelas y una cantidad de manjares que se fueron ajando como él, con los años y el dolor, con la necesidad de cocinar todos los días, como nos pasa a tantas mujeres. Los años y la pena lo fueron confinando cada vez más al silencio. Después de la desaparición de su hija mayor, el pelo se le puso blanco de golpe. Hasta ese momento yo pensaba que tendría para siempre un abuelo sin canas, distinto al que salía en los libros escolares, erguido y con anteojos sólo para hacerme la visita guiada a su hospital de Lanús donde era el rey de los ratones blancos en su laboratorio de bioquímico.
Tal vez sea mi propio recuerdo del silencio de esos años, pero todavía tengo la sensación de que sus palabras fueron cada vez menos después de la desaparición de su hija mayor. La que hablaba, cuando pudo retomar la palabra, era mi abuela. Ella tenía voz para rezar, para acusar –nunca a quienes yo creía que había que acusar–, para dar órdenes, para criticar sus comidas. A lo mejor estoy siendo mala con ella, pero la verdad es que de chica, mi abuela me daba miedo. Me daban miedo sus rosarios rezados como mantras, su letanía sobre el castigo de los pecados, la lista de sus culpables, el desprecio por la comida de mi abuelo.
Mi abuela murió antes, a los 92 años. Mi abuelo era como diez años más joven y la sobrevivió sin placer –y casi sin palabras– mucho menos de una década. Durante los últimos años casi no lo veía. Las familias son así, hay que dejar que sus secretos estallen para ver qué queda cuando ya se asentaron las esquirlas. Todavía hoy me desconcierto de lo poco que quedó. Y ni siquiera sé si es bueno o es malo. Es como es. Un día una se levanta y alrededor no hay nada de lo que creyó que duraría para siempre. ¿Qué puedo decir, si yo misma padecí de lejos la lenta muerte de mi abuelo diciéndome que no era su hija, que tenía los que le quedaban? Diciéndome nada más que hago lo que puedo como si eso alcanzara. Podrá haber razones, o no, lo cierto es que la distancia empieza a abrirse y cerca de mi abuelo no había nada de ese punto fijo al que volvía de chica como quien se recuesta en una piedra que hace tiempo descubrió en la montaña para saber que todo pasa menos algunas cosas.
Pero todo pasa. Se vuelve a armar. Y pasa. El dibujo en la arena que borra la ola. A nadie le cuesta descubrir ese vaivén en el amor, como si a nadie le sorprendiera que las elecciones propias están sujetas al cambio. Pero la familia, eso no se elige, hay que soportarlo o convertirse en mala persona, desamorada. El amor tiene su cuota de estoicismo, de renuncia, de aceptación, pero tampoco la pavada. Sobre todo cuando la pavada se forjaen silencio, en secreto, en papelitos de colores para las fiestas que se incendian con el primer rayo de sol.
Puede ser que mi experiencia sea traumática, pero conozco pocas mejores. Es como si no se pudiera revisar lo que te ha sido dado, ni cuestionar lo que te ha sido quitado. Esto es lo que te toca, sonreí que es el día del padre.
Todos y todas aprendemos con el tiempo a perder; y a veces perder es soltar lastre, un alivio. No hay otra manera, creo, de aprender a sumar, a elegir, a trabajar por esa trama de vínculos paralela a lo incuestionable y que a lo mejor por esa misma debilidad se cuida, se ampara, se perdona, hasta se tolera. Y si es necesario se corta. Y se vuelve a atar.
La verdad es que extraño a mi abuelo. Es un dolor fresco no haber podido consolarlo de sus propias pérdidas. ¿Yo podía? Quién sabe. Algo aprendí en sus paseos al mercado que todavía conservo: cuando alguien te da la mano cambia el punto de vista y cambia todo. Ojalá pudiera alguna vez tender ese puente entre generaciones. Aunque después se pierda, porque si algo enseña la familia es a perder. Y esa es toda una escuela.
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