URBANIDADES
› Por Marta Dillon
A principios de año, mucho antes de que legisladores y legisladoras asumieran que el tema tendría que volver a instalarse en sus despachos y –en el mejor de los casos– en las propias cámaras legislativas, el Episcopado nacional emitió un documento que en el mismo día y a la misma hora recibió cada persona electa por voto popular en la ciudad de Buenos Aires. El título era lábil, con esa astucia que manejan los prelados: “El desafío de educar para el amor”. Y, por supuesto, hablaba de educación sexual sin decir nada de la educación sexual salvo generalidades vacuas que sólo herían cuando sentenciaban normalidad y anormalidad para relaciones heterosexuales y con fines reproductivos en el primer caso, y de las otras, para la segunda categoría. Sin embargo, hay una habilidad manifiesta en la premura para presentar el documento y también en correrse de la cosa puramente mecánica para hablar de sexualidad (aun cuando eso es lo que más lo asusta, no vaya a ser que se nombre lo innombrable en el aula, que niños y niñas descubran en sus docentes seres sexuados, que sientan cosquillas frente a la posibilidad de crecer y desarrollarse). Porque, vamos, si es por la mecánica del acto, quien más quien menos, cualquiera puede averiguarlo mirando la televisión, colándose en algún sitio web o preguntándoselo a algún par, que es así como los niños, niñas y adolescentes consiguen la mayor parte de la información con la que cuentan a su más tierna edad.
Ya se sabe lo que las iglesias, particularmente la Católica, hacen a diario, no siempre obvio, con el amor –además de un cautiverio, baste recordar la tira de Quino, cuando su personaje Susanita, amiga de Mafalda, dice que cuando sea grande quiere hacer caridad para comer masitas y pasteles mientras junta “polenta y otras porquerías” para darle a los pobres–, pero no está mal pensar de una manera generosa sobre ese concepto a la hora de pensar en educación sexual. Pensar si no sería empezar a construir una sociedad más inclusiva si en un espacio permanente para debatir esas cosas que incomodan –y que muchas veces se relacionan con la sexualidad– se pudiera decir que existen, por ejemplo, niños que ya suponen que serán gays, niñas que juegan al fútbol pero todavía no saben si serán lesbianas, jóvenes que se visten contrariando su sexo por las noches y tienen miedo durante el día, varones que son amigos de las chicas y no se sienten compelidos a tener sexo para complacer a sus congéneres, chicas que no necesitan actuar ningún rol preestablecido para gustar, etc, etc. Quiero decir: poner en juego la diversidad, la inquietud por el deseo que se desarrolla y hace trampas, revalorizar el derecho a decidir y a construirse como sujeto, ver en los otros y las otras una oportunidad para acceder a un universo nuevo y no un territorio a ser conquistado. ¿Qué pasaría si en lugar de estar discutiendo si mostramos o no un preservativo en el aula se pone un solo tape de un programa de chimentos, una propaganda de supermercados Norte, por ejemplo, y debatimos sobre el lugar en el que se ubica/confina a las mujeres y a los varones? ¿No sería eso incluir la perspectiva de género, ese concepto que parece actuar como kriptonita para los sectores más conservadores que insisten en que es una puerta al infierno de la multiplicidad de géneros, de la “anormalidad” –como me dijo hace poco el presidente de la Asociación de Médicos Católicos–? ¿Y no sería ése un primer y fundamental paso para que el respeto sea un lenguaje entre compañeros y compañeras que están creciendo? Porque es necesario hablar de preservativo, pero si no hay un varón que se lo ponga no sirve para nada. Y en general los varones no se lo ponen porque aprenden –todavía hoy– que tienen derecho a todo por pura necesidad de cumplir con su papel de sementales.
Esta semana, se supone, empezaron una serie de discusiones para llegar a un consenso entre la casi decena de proyectos sobre educación sexual que hay en la Legislatura porteña. Sólo dos hablan de perspectiva de género y de empezar desde el comienzo mismo de la escolaridad con la educación sexual. Ese tópico, que parecería menor sólo por ser minoría, es central para dejar de hablar de sexo como si se hablara de pistones y engranajes. El consenso sin duda es necesario, pero más necesario es pensar a futuro, amorosamente, con generosidad. Porque no se puede hablar de educación sexual si no se revisa el modo en que nos miramos a diario varones y mujeres, en cómo educamos –valga la redundancia– a nuestros hijos y nuestras hijas, en fin, en cómo nos relacionamos. Y aquí sí, quien esté libre de pecado, que tire el consenso al carajo.
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