Vie 25.08.2006
las12

URBANIDADES

La guerra santa

› Por Marta Dillon

Qué defienden esas mujeres mendocinas rezando como enajenadas en la puerta de un hospital? O mejor, ¿qué es lo que están perdiendo? No parece creíble que su vehemencia tenga que ver con el principio que proclaman, la defensa de la vida, ya que no se las recuerda vociferando alarmadas como ahora en las puertas de la cárcel mendocina donde apareció muerto el joven a quien llamaban Perro Videla, condenado a prisión perpetua a los 16 años. Es una reflexión bastante obvia, a nadie se le escapa que estas mismas mujeres devotas no se manifiestan con énfasis en contra de las guerras, el gatillo fácil o el encarcelamiento compulsivo de niños que limpian vidrios en el centro de la ciudad de Mendoza, hecho que sucedió este mismo año y que sólo denunciaron algunas organizaciones civiles, muchas las mismas que ahora exigen que se cumpla con la ley y que se termine el manoseo sobre una joven llamada Claudia, que es cariñosa y coqueta, usa relojes y anillos, pero no tiene la menor conciencia de que su cuerpo es rehén de una lucha política en la que las más atormentadas parecen ser las que tienen miedo de perder. Porque, vamos, esa defensa de la vida en abstracto, del latido per se o de la “vida inocente” como gustan llamar a los fetos en ámbitos eclesiásticos o católicos, no parece suficiente para alentar gestos tan melodramáticos como la amenaza del infierno eterno –y alguna otra más concreta– para los médicos que sean capaces de interrumpir un embarazo no deseado. Acá lo que se está defendiendo es un orden, un orden político y moral que se siente amenazado por una inmensa mayoría de la opinión pública que entiende que el aborto clandestino es un problema sanitario, que la diferencia sexual no es una aberración y que la violencia de género no es problema de pobres mujeres pobres. Pongo estos tres ejemplos porque son los que suelen rebelar a estas autodenominadas buenas conciencias que encuentran en la sexualidad su valuarte para seguir aferrándose a unas pocas seguridades que no pueden tolerar que tambaleen. Es curioso que la Iglesia, una organización que consagra la jerarquía masculina como una verdad revelada, encuentre en las mujeres su punta de lanza en una batalla política que se juega en sus propios cuerpos, en su capacidad de decidir, de gozar, de desarrollarse. ¿A qué le temerán tanto estas que ponen el cuerpo para cercar a otras, iguales, en un encierro similar al que transitan las vacas para ir al matadero? Serás madre o no serás. No serás digna de que tu cuerpo hable como sabe hablar en la intimidad, de gozar del amor, de ser admitida en el rebaño de las normales. La maternidad como destino se transforma en una cárcel, el mandato oculta incluso la generosidad posible en el acto de embarazarse,parir, criar a otro o a otra, acompañar en el crecimiento mientras se resigna buena parte de los propios deseos y otros tantos se negocian. ¿Cómo apropiarse de esa capacidad, de ese poder, cuando se impone como un cerco?

Para que exista una batalla tiene que haber dos bandos. Y si el otro no existe, se lo construye. Así como se modela a los “menores” en el discurso de Juan Carlos Blumberg como una amenaza, un peligro mortal sobre el que hay que descargar la ley del garrote, la mano dura, la intolerancia. ¿Hace falta preguntarle al señor Blumberg o a su amiga y también convocante a la marcha del 31 de agosto, Cecilia Pando, que cuál es su postura frente a esta defensa de la vida que batalla en Mendoza contra sus propios fantasmas? No suma gran cosa hablar de hipocresía, es grato escuchar en cualquier radio que se encienda en estos días a oyentes de todas las edades denunciarla, hartos y hartas de asistir al juego de las falsas oposiciones: o la vida o el aborto. También hemos escuchado suficiente que nadie está a favor del aborto como si fuera una situación a promover alegremente. Quienes hemos transitado por ese límite sabemos que hay dolor en él, que nadie llega porque quiere. En todo caso llega por lo que no se quiere. Pero también es cierto que poder decidir lo que una quiere para sí, al final produce alivio. No se trata solamente de evitar muertes de mujeres a las que la desesperación por evitar que un embarazo se convierta en un hijo o una hija las obliga a acostarse en cualquier camilla o camastro o lo que sea. Se trata además de consagrar el derecho a decidir para todas, el derecho a vivir la espera de un otro que crece en el propio cuerpo como una experiencia a la que acompaña el deseo y va modelando así a quien llegará con su manojo de incertidumbres y que con el tiempo dejará de ser solamente inocente, para convertirse en responsable. ¿De qué habla la inocencia, así enaborlada como fuente segura de toda protección? Su contracara es la culpa, ese sentimiento tan caro a los cristianos, tan dado a la expiación de la misma cueste lo que cueste. Mientras todos seamos culpables, como nos proponen (¿o no nacemos con el pecado original nunca del todo definido?) no habrá más vida que defender que aquella que todavía no es más que un aliento. El resto, pues pareciera prescindible, incluso la de Claudia, esa joven coqueta y cariñosa que a pesar de su discapacidad no parece suficientemente inocente. A la joven de La Plata, rehén de otra batalla en esta guerra que parece haber desestimado a la política y sólo toma botines, la discapacidad no fue obstáculo para que la consideraran culpable. No quedaba claro para algunos magistrados y magistradas que había sido violada, en definitiva usaba celular, bien puede haber querido ¿sexo?

La pregunta que está abierta, hoy miércoles en que esta página se escribe, es dónde y quién, en medio de amenazas múltiples, será capaz de hacer el aborto para que Claudia vuelva a ser esa joven de 25 que entiende la vida y lo que la rodea como una niña de 4 o 5. Esa pregunta que se contestó por el camino del matadero para la vida contante y sonante de L.R.M. ¿Es que no hay un o una médica que diga basta?, ¿que ponga el cuerpo? He aquí cuando las pasiones se diluyen, dar la vida, tomar riesgos al menos por lo que se considera correcto ya no parece tan fundamental. Está bueno que el bando de las fanáticas no encuentre una oposición equivalente desde el movimiento de mujeres, al menos no con esa violencia que se impone en la puerta del hospital y que bien podría generar escenas como las que hemos visto tantas veces en Encuentros de Mujeres o cuando se discutía la educación sexual en la Legislatura de Buenos Aires. El movimiento de mujeres de Mendoza eligió para manifestarse otro escenario y las fanáticas hablan solas o por la radio, pero sólo para perder crédito. Están perdiendo la batalla, se podría decir. Pero ésa es su lógica. Lo que sucede es que la nuestra, la que defiende el derecho a elegir, el derecho personalísimo a elegir, se queda sin herramientas cuando se enfrenta a instituciones timoratas que cuidan su buen nombre y que eluden el enfrentamiento ya no en términos de batalla sino para poner en juego íntimas convicciones. Para que la discusión política no se lleve puesta otra vez a una joven. Para que el debate siga abierto pero en medio de una urgencia

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