URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Hubiera preferido no escribir esta página. Sencillamente hay circunstancias en las que huelga una palabra más, aun cuando la palabra huelga se destaque en rojo sobre el fondo de la semana. La huelga fue impresionante, dijeron las noticias el martes después de un lunes de aulas vacías porque con un minuto de silencio no podía alcanzar para cubrir el cuerpo del maestro asesinado por un policía de prontuario reconocido pero con arma cargada. He ahí lo que vale destacar, la conciencia de lo que significa ser maestro, pero sobre todo maestra, porque en definitiva casi el 80 por ciento de la enseñanza está en manos de mujeres en una de las más claras muestras de la división del trabajo por género –la otra, indiscutible, es el trabajo doméstico: 98 y pico por ciento, dice la OIT–. Maestra, maestro, entonces, no es solamente pararse frente a un aula repleta de chicos y chicas que aborrecen en la mayoría de los casos estar ahí. Ser maestra –perdón por la falta de corrección política– es también poner el cuerpo en la calle, reclamar salarios siempre atrasados, dar de comer, acariciar, abrazar, contar muertos, volver a salir a la calle. “Hace 10 años que soy maestra, muchas gaseadas me banqué y muy fuertes”, decía una docente por la radio, no recuerdo qué radio, una mañana de esta semana en la que no hubo más que duelo y apenas una sombra de campaña política; en Capital, por ejemplo. Pero esa frase, la de las gaseadas que hay que bancarse como quien enumera las fiestas a las que asistió o los cursos de perfeccionamiento o los grados que tuvo a cargo, en fin, esa frase parece dejar fijo como en una postal pintoresca lo que significa ser docente en Argentina, con algún matiz según la coordenada de norte o sur donde se habite.
Maestra, maestro, debe haber sido, según lo leído, esa profesión típica de la clase media, integrante y motor de esa clase que no pudo ser y que todavía hoy no alcanza a rearmarse aunque digan que cada vez hay menos pobres y muchos menos indigentes. El tema es que no ha vuelto a haber más clase media. Y en buena parte es porque ya las maestras no tienen todo para dar, como decía el cuadro idealizado, porque el tiempo lo tienen dividido entre el desamparo y la lucha cuerpo a cuerpo, en la calle en donde tienen que poner la voz y la presencia para recordar que eran ellas y no otras –otros también, sí– quienes dotaban de oportunidades a alumnos y alumnas que si persistían tal vez pudieran subir los escalones sociales porque para eso estaban tendidos; para moverse hacia arriba por obra y gracia del esfuerzo. Así habían llegado, seguramente, también las maestras y los maestros. Orgullosos y orgullosas promotoras de los símbolos de pertenencia, a la patria y a la clase, aunque suene feo y anacrónico. Clase trabajadora con aspiraciones para sí misma o para sus hijos e hijas.
Todo eso pasado; aunque nos digan que cada vez son menos los pobres, los pobres somos todos cuando competimos por un banco en los pocos colegios públicos que quedan con una educación que quisiéramos darles a nuestros hijos e hijas, cuando endosamos nuestros sueldos a una escuela privada con tal de aferrarnos a la última chance de seguir perteneciendo y compitiendo. El terreno es cada vez más esquivo, reducido, egoísta y entonces hay que empujar, hay que pagar –pero no demasiado; el que no puede a la escuela pública, a cualquier escuela pública–, hay que anotarse primero y hay que ver esos maestros y maestras que hacen paro y dejan el aula vacía y una tiene que andar con los chicos a cuestas.
Las heridas son muy profundas, abismos como fronteras que se hacen más hondos después de que una muerte tiñó de rojo el estanque de los cocodrilos. Ya no somos los orgullosos por la educación pública y lo peor es que ni siquiera nos interesa serlo. Porque digámoslo, ser clase media es acordar con quienes reclaman pero mandar los chicos a colegio privado, no vaya a ser que nos queden en casa cuando hay tantas cosas que hacer. Y la dimensión de esa fractura es apenas visible desde acá, desde Buenos Aires. Apenas sabemos del desamparo de esa mujer que dice que con su marido, Carlos Fuentealba, se fusiló a su familia entera. Porque estamos dramáticamente acostumbrados a que de tanto en tanto algún muerto se convierta en mártir y es más, esperamos que eso ocurra para salir a la calle y que el silencio sea impresionante y que no nos quejemos del paro. Por eso, por todo eso, hubiera preferido no escribir esta página.
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