URBANIDADES
› Por Marta Dillon
El sol era una caricia oblicua aún al mediodía. En Cipoletti el invierno no entiende de calendarios y se instala desde temprano en las ramas filosas de los álamos desnudos que separan las chacras de frutales en cuadros exactos, geométricos; desde el avión se divisan aquellos árboles como espinas que protegen cada grupo su terreno. En el centro de la ciudad, la más grande de este lado del Limay en la zona del Alto Valle, de las chacras que la rodean sólo se puede adivinar esa pasión por la línea recta que conduce al tránsito sin sorpresas, rotondas o diagonales. En el centro, por supuesto, está la plaza de Cipoletti. Un cuadrado más con un exceso de cemento alisado y un mástil en medio, su bandera al viento patagónico y una hilera de casuarinas tan delgadas que es difícil pensar que alguna vez den sombra. Tanto cemento parece tener un solo motivo: es la superficie perfecta para las pintadas de aerosol. Y ahí están, con la letra de la urgencia imponiendo a la memoria los nombres: María Emilia y Paula González, Verónica Villar, Ana Zerdán, Otoño Uriarte, Carmen Marcovecchio, Mónica García, Alejandra Carbajales.
El nombre más fresco, el que más se repite, es el de Otoño. Parece un mal chiste en esta época del año en que niños y niñas lo anotan junto a la fecha siguiendo la tradición escolar. No se puede saber todavía cuándo mataron a Otoño, ni cómo; mucho menos por qué. Bastó para silenciar su nombre más allá de esa plaza demasiado cuadrada que un cuerpo informe haya aparecido con su campera en un dique de riego de Cipolletti. Al menos ya no está desaparecida. Está muerta.
En el resto de los casos, sólo María Emilia, Paula y Verónica tienen una postal con su foto en esa plaza. A ellas las mataron en 1998. Fue el primer triple crimen de Cipolletti. Sí, el primero. Tres años después habría otro: tres mujeres en un consultorio médico fueron asesinadas. Dos de ellas profesionales, la última, paciente. No se sabe qué pasó ni por qué las mataron, ni quién. El segundo triple crimen quedó impune. Igual que el de la bioquímica Ana Zerdán, asesinada en su lugar de trabajo. Sin responsables.
La plaza exhibe una desnudez que no puede endilgarse al invierno. Un silencio como el que resulta de taparse con las manos los oídos. Pero los nombre están ahí, y a su modo, gritan.
En el diario de Río Negro que leo lejos de la plaza, al abrigo de un café, la noticia salta por lo absurda: un hombre quedó absuelto del delito de violación por el que había sido acusado. La mujer que denunció no bien terminó el hecho, dice el diario, no tiene una edad mental acorde a sus 23 años, razón suficiente para que no pudiera –reproduce el diario– defenderse adecuadamente. Pero esto no es un agravante, esto, según el tribunal que actuó, explica por qué el taxista no entendió que ella no quería tener relaciones con él, a pesar de haberlo expresado. Tal vez si la chica hubiera sido más madura –esto corre por mi cuenta– podría haber golpeado, pateado, gritado con más fuerza. Y entonces sí el hombre podría haber entendido que no es no. Decirlo, parece, no es suficiente.
La noche anterior al cierre de esta página vi el telefilm de Albertina Carri y Cristina Banegas en Canal 7, Urgente. Las directoras no sabían que bajo el título que habían elegido se agregaría una frase: tragedia de pueblo chico. El telefilm narra el encierro agobiante que empieza con la violencia de género y se reproduce y se tensa con la intervención de las instituciones –iglesia, escuela, familia– que dejan sin salida a una niña que entendió que “tengo algo adentro” que la desgarraba como puede desgarrar saber que eso que fue violencia se transforme en hijo o hija, sin desearlo, sin quererlo. Es una manera burda de resumir la complejidad que plantea el film y que tal vez la violencia de la anécdota principal oculta a la primera mirada. Pero de lo que estoy segura es de que no se trata de una tragedia de pueblo chico. Es una tragedia, a secas, con lo que implica esa palabra con su entrevero de caminos diversos que llegan al mismo destino; al menos, a la misma encrucijada.
Hay una escena en Urgente que no puedo evocar sin un respingo de angustia. La niña –Luciana Rodríguez– y su abuela –Cristina Banegas– escuchan una canción guaraní que la mayor hace sonar en un pequeño grabador para consolar de las pesadillas a la nieta. El cuadro las muestra sobre la misma almohada, las frentes pegadas, la angustia enredada. Ninguna habla, están unidas con los ojos cerrados. La mayor acompaña a la pequeña con un dolor que no nace de la compasión sino de la experiencia, ¿qué puede decir esa abuela que tanto sabe ayudar a parir como evitar un embarazo?, ¿qué tienen que decirse dos mujeres cuando la vida y la muerte les invaden el cuerpo y el tiempo, la palabra, el amor? No es necesario decir sino acompañar. Eso describe la escena que se queda un rato largo en la pantalla para que la memoria de cada una que mira hable y entienda, sin palabras.
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